Arlot. Jerónimo Moya
perfil de un corral nuevo, y bajo el saledizo una cabra se protegía del chaparrón con aparente estoicismo. Una luz temblorosa y amarillenta ponía cuadrados de luz a través de la puerta y las dos ventanas en una negrura cegada por el agua. Aquella imagen reconfortó a Arlot. Había añorado su hogar en las semanas de encierro, se había refugiado mentalmente en él en los peores momentos y ahora, por fin, lo recuperaba. La sorpresa fue que, al entrar, se encontró alimentando el fuego a Yamen, quien le recibió con esa ilusión que llega directamente de una zona desconocida de lo mejor de cada cual. Confundido, interrogó con un gesto a sus padres, gesto que no tuvo respuesta. No era necesaria. Las piezas que componen la mayoría de las dudas, en el fondo son sencillas de encajar, y en esta ocasión Arlot lo hizo con rapidez. Comprendió lo que sucedía sin necesidad de mayores explicaciones. Los latigazos que él había esquivado y los recibidos por una mujer dedicada a auxiliar a los vecinos de la aldea, el mismo poder sin contrapesos que había acabado con su padre en Aquilania, habían dejado a su amigo huérfano porque su madre, como tantos otros, no había resistido al castigo. Sin familia, aquel chico, su amigo, no podía quedarse solo, y su madre y su padrastro tenían un gran corazón.
—Soy un poco raro, ya me conoces —dijo Yamen con una sonrisa encogiéndose de hombros—, y en general la gente no quiere cargar con alguien como yo. Hay que ser muy buena persona o muy buen amigo para hacerlo.
—Los lobos nos decidieron a dar el paso —aseguró el herrero quitándose la camisa, secándose con un trapo y acercándose al fuego—, había que reforzar el corral y con la herrería y el trabajo de tu madre en el castillo, imposible llegar a todo. Necesitábamos alguien que ayudara en casa. Hay que forjar más armas, más herraduras, y ahora la moda es adornar las armaduras. Y la verdad es que traerlo con nosotros ha sido un acierto, porque Yamen, al margen de sus rarezas, trabaja bien y es serio. Además, ¿no sois amigos? Entonces, todos contentos.
Arlot se quitó a su vez la camisa, se secó el pelo y el dorso con el mismo trapo y siguió los pasos de su padre hasta quedar a su lado junto al fuego. Su madre guardaba silencio. Sacudía el agua de los capotes bajo el saledizo de la cabaña. No quería empapar el suelo de tierra prensada y convertirlo en un barrizal. Estaba orgullosa de cómo lo conservaba y para ella tenía un valor mayor que los de mármol de que le habían hablado.
Arlot comprendía, comprendía las palabras y los silencios. Yamen mostraba una singular mezcla de ilusión y de tristeza mientras removía el fuego sobre el que colgaba una olla humeante. También comprendió aquel cruce de sentimientos. Aquel chico tan especial huía de la simplicidad, del blanco o negro, incluso en los momentos más difíciles, siempre veía las situaciones desde varios puntos de vista. También en esta ocasión.
Tres días después, al alba, padrastro e hijastro dejaron la cabaña camino del castillo. El cielo, anaranjado y limpio de nubes, presagiaba un día sereno. Buena señal. El barro que había cubierto las calles tras casi dos días de lluvias había mutado en gruesos costrones cuarteados, a su vez rotos o deformados por las huellas de hombres y animales, y las líneas trazadas por las ruedas de los carros marcaban todas las direcciones. Perros escuálidos mendigaban una comida que no les llegaría hasta última hora de la tarde, si es que alguien decidía lanzarles algún resto en lugar de una piedra. Unos perros cuyo talante miserable y apocado se transformaba en ocasiones en una frágil fiereza con el paso de algún caballo o de un caminante desconocido. Le acosaban brincando a su alrededor, ladrando, mostrando los restos de los colmillos, hasta que la distancia o un bastonazo bien dado les alejaba entre gemidos, o les hacía detenerse para volver a su estado de triste realidad. Ajenos a esos perros, Arlot y su padre hicieron la primera parte del camino sin pronunciar una palabra más allá del saludo protocolario de cada mañana al cruzarse con alguien. Ambos eran poco dados a las palabras y mucho a los silencios, ahí estaba uno de los rasgos que les asemejaba y les aproximaba. También se daban desacuerdos en determinadas cuestiones, en especial en lo relativo a valorar el mundo en que vivían, quizá por la diferencia de edad, ya que uno tenía casi cuarenta años y el otro andaba desprendiéndose de la adolescencia a tirones. Viéndoles caminar de espaldas, y bajo la luz lechosa del alba, algún espectador distraído nunca hubiera deducido tal diferencia. He ahí dos hombres altos, se hubiese dicho, fuertes, uno más corpulento y el otro más esbelto, uno con la melena más ondulada y el otro más lisa. Pero no, uno de aquellos dos hombres que se acercaban sin prisas al puente levadizo doblaba en años, y aún más, al otro. A continuación ese mismo espectador habría puesto su atención en el anciano que avanzaba hacia un cercado próximo sosteniendo a duras penas un cubo, en la mujer que caminaba abrazada a un haz de ramas, en el campesino que tiraba de su mula o en un grupo de muchachas que acarreaban medio dormidas sacos que aparentaban ser demasiado pesados para sus fuerzas y aun así, entre jadeos, conversaban y reían con un ánimo envidiable.
Cuando la distancia a salvar hasta el puente levadizo no alcanzaba los treinta pasos, el herrero se detuvo y puso una mano en el hombro de Arlot, y con su habitual tono calmoso le dijo:
—Te voy a dar un consejo que, por tu bien y por el nuestro, espero no olvides. Durante los primeros días evita la proximidad a cualquier soldado, incluso evita mirarlos. No hace falta que bajes la vista, eso no, elévala, pero en dirección a las almenas, o al cielo si lo prefieres. Y no hagas caso de lo que oigas. Es posible que te busquen problemas. Esa gente, para según qué asuntos, tiene una memoria envidiable y una mala fe infinita.
—¿Memoria? —preguntó Arlot.
—Memoria o rencor, lo que prefieras. En este caso las palabras no cambian ni una gota lo que te pido.
Arlot asintió. Aunque no le gustaba, el consejo le parecía prudente y le daba la razón en cuanto a que sucediese lo que sucediese en este caso no lo cambiarían las palabras.
—Ten presente que en cualquier momento algunos te provocarán —insistió el herrero—. Ojalá no ocurra, ojalá. Lo que es seguro es que no han olvidado que plantaste cara a uno de los suyos hasta dejarlo en ridículo, que tiraste del caballo a otro, que la historia ha corrido por la villa y aún más allá y eso no les hace gracia. Tampoco me perdonan que te hayas salvado de los latigazos. Estas gentes viven de alimentar el miedo y tu reacción aclaró que contigo eso no vale.
—Ni antes ni ahora —interrumpió Arlot.
—No te pido que seas cobarde, sino prudente. Todos nos jugamos mucho, no solo tú.
La enorme mano del herrero liberó el hombro de Arlot y ambos reemprendieron el camino hacia el puente. Los soldados que lo guardaban, dos, les ignoraron de una forma tan excesiva que resultó artificiosa.
—Esa indiferencia puede ser una ventaja o un inconveniente —añadió el herrero una vez en el patio de armas y protegidas sus palabras por los primeros sonidos de actividad en el castillo—, ya se verá. De momento vayamos a lo nuestro. Repito que su trabajo consiste en atemorizar y, visto que contigo no lo han conseguido, me temo que lo intentarán de nuevo de una forma o de otra. Como si no existieran, al menos hasta que pase un cierto tiempo.
Hubo un silencio, largo. Otros dos soldados que permanecían de guardia junto a la puerta de uno de los torreones les observaban con descaro y una mueca indefinible en los labios.
—De acuerdo, pues —concluyó el herrero mirándoles fijamente.
Las predicciones del herrero no tardaron en cumplirse. Al cabo de unos días, a pesar de su voluntad de no dejar solo a Arlot, una mañana recibió la orden de presentarse ante el tesorero del castillo.
—Se tratará de algún encargo —le dijo mientras se limpiaba la cara y el pecho del sudor y del hollín con un trapo húmedo.
Se le veía preocupado. Se acercó a la puerta comprobando lo que él sabía. Desde allí, sin volverse, gritó:
—¡Ni los mires!
Arlot no respondió y continuó subiendo y bajando la palanca del fuelle. No tardó demasiado en distinguir dos siluetas a contraluz por el rabillo del ojo. Permanecían inmóviles, meras apariencias porque cada vez estaban más cerca, como si esperasen el parpadeo de quien les observara para ganar unos centímetros. Sin darse por enterado de su presencia, Arlot empezó a alimentar el fuego bajando y subiendo la palanca cada vez con