Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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las clases sociales que se iniciaban en quienes se reconocían como caballeros, condición de la que en el señorío se tenía noticia únicamente a través de los juglares. Habían dejado la aldea antes del amanecer, en esta ocasión con tres arcos y cuatro cuchillos de considerable tamaño ocultos bajo las pieles con las que combatían el frío. Solo Yúvol había prescindido de tal prenda y se limitaba a protegerse con una capa de lana. Más allá del claro apuntaba un camino que permitía avanzar por un espacio en el que los robles desplazaban a los castaños, y lo hacían sin demasiados miramientos, con brusquedad, creando una tupida barrera que cerraba la vista a escasos metros. No importaba. Sabían que aquel camino, salvando unos cuantos obstáculos en forma de matorrales y árboles caídos, conducía a un ensanchamiento del río, un lugar en el que las aguas aflojaban ímpetus y ganaban placidez, el ideal para que los animales abrevaran. Por ejemplo, los ciervos. Antes de llegar, apartando afanosamente las ramas bajas a fin de superar las estrecheces del recorrido y ponerse a la altura de Arlot, Páter se dirigió a él en voz baja, como si anduvieran entre secretos de confesión.

      —Arlot —empezó—, hace días que intento tratar contigo sobre un asunto que considero importante. Aún más, yo lo calificaría de trascendente. Quiero hacerlo como sacerdote, pero no solamente como sacerdote, también como amigo.

      Arlot supuso que se refería al espacio que, a falta del claro del bosque, cargado de gruesos costrones de hielo, venían empleando para sus prácticas en los domingos más desapacibles del invierno, y no era otro que el jardín trasero de la iglesia. Lo habían empezado a hacer, y en ello seguían, sin un consentimiento explícito por parte del sacerdote.

      —Páter —se disculpó Arlot—, envolvemos las espadas con trapos para que no se oigan los golpes. Nadie nos ha visto nunca. La iglesia oculta el patio y desde el camino es imposible vernos.

      El Páter movió la cabeza, como si hubiera recordado algo de pronto, algo que de inmediato descartó por considerarlo un estorbo. En un primer momento ni siquiera sabía de qué le estaba hablando.

      —No, no me refiero a eso, aunque tendremos que dejar las cosas claras en algún momento. Al final me vais a buscar un problema porque la gente tiene los oídos muy finos y la lengua muy larga. ¿Aún no os habéis enterado de en qué mundo vivís? ¿De qué sirve todo lo que os enseño?

      —¿Entonces? —inquirió Arlot, intrigado.

      Páter le cogió de un brazo a fin de que se detuviera. Ante ellos la enorme figura de Yúvol avanzaba precediéndose de manotazos a las ramas que encontraba a su paso. Envuelto en su capa de lana, que se había ceñido a la cintura con una tira de cuero negro, recordaba a un oso irritado a la búsqueda de una cueva en la que hibernar. Cuando consideró que su figura quedaba lo suficientemente alejada, Páter susurró:

      —Conozco tus planes desde hace tiempo. ¿Me tomas por tonto?

      Arlot frunció el ceño. Se había cuidado mucho de decirle algo al respecto por las mismas razones que guardaba silencio con sus padres. Llegado el momento, los tres serían las primeras personas a las que acudirían. También corrían cierto peligro sus amigos, en especial Yamen, pero pronto los considerarían ajenos a la culpabilidad dada su juventud, sinónimo de simpleza para tantos. Al menos confiaba en ello.

      —Sabe que le consideramos nuestro maestro, y que le estamos agradecidos por lo mucho que nos ha enseñado —protestó, sincero, Arlot—. Y no me refiero únicamente a leer y escribir, o a la Biblia y la historia.

      —Mucho reconocimiento y poca confianza, ¿no te parece? —bajó aún más la voz Páter—. En fin, sea como sea estoy al tanto de lo que pretendes hacer apenas entremos en la primavera. Bueno, la fecha la ignoro. Lo importante es que, al margen de lo ofendido que me sienta por habérmelo ocultado, considero que deberíamos reflexionar juntos al respecto. ¿No lo hacemos sobre otros temas? Pues este, siendo lo que es, tiene prioridad. Mi deber es evitar que hagáis las locuras a las que el ardor de vuestra juventud os empuja, ardor y de paso inconsciencia, en especial cuando son tan peligrosas que no se prevé otro desenlace que la tragedia.

      Tras una ligera vacilación, Arlot reemprendió la marcha y Páter se apresuró a seguirle. Durante varios metros el silencio se convirtió en la compañía de ambos, como ese tercer invitado que, nos agrade o nos irrite, se suma en ciertos momentos de nuestra intimidad con cualquier ser querido o aborrecido. No desanimó su presencia al sacerdote, estaba habituado a intuir su presencia y a ignorarlo.

      —Vamos a ver… —empezó.

      —¿Quién…? —le interrumpió Arlot.

      Las manos de Páter revolotearon frente a su rostro. Déjate de tonterías y vamos al grano, parecía decir.

      —¿Quién me lo ha dicho? Eso ahora carece de importancia, pero sí te diré que me ha llegado por alguien que te quiere bien.

      —Entonces no me será difícil averiguar su nombre —se quejó Arlot—. Con ese dato el círculo de posibilidades se hace pequeño.

      —¡Válgame Dios, Arlot! ¿Pero qué tonterías dices? —La mano señaló hacia las figuras que les precedían—. ¿No te quieren tus amigos? ¿Y tu madre? ¿Y tu padrastro? ¿No te quiero yo?

      Para entonces ya habían alcanzado el lindero del bosque y el río, a una treintena de metros, relucía entre el hielo y el agua. No había otro animal a la vista que un viejo zorro rojo. Destacaba sobre el fondo blanquecino con su nerviosa inmovilidad como una pequeña hoguera. Debió intuir una presencia extraña porque giró el cuello y clavó los ojos, dos brillantes bolas de madera de nogal, sobre una zona del bosque que se mostraba apacible y alejaba temores. El silencio ayudaba al engaño. Pero ni este ni la calma reinante consiguieron disuadir al zorro de que algo o alguien le amenazaba, o pudo la desconfianza sobre la sed, porque tras unos segundos de indecisión se lanzó a una veloz carrera río abajo. La cola bamboleando como si fuese el propio fuego quien lo hubiese puesto en fuga. Le vieron desaparecer sin hacer gesto alguno. Ni siquiera Triste, tan presto siempre a emplear la honda, reaccionó. No estaban allí a la búsqueda de pieles de zorro, lo que el padre de Yúvol hubiese agradecido puesto que en la ciudad se cotizaba al alza, sino de carne de ciervo. Ya de nuevo ante un paisaje solitario y mientras el grueso del grupo tomaba posiciones ocultos por la vegetación, Páter volvió a tomar del codo a Arlot y lo alejó de los demás varios metros, los suficientes para que sus susurros se perdieran entre el rumor del río antes de hacerse inteligibles. Vento sonrió y señaló a Páter, saludándole irónicamente con una inclinación ante sus maniobras para mantenerlos alejados.

      —Arlot —empezó Páter, ignorando burlas y recelos—, lo primero que debo decirte es que la venganza no es propia de cristianos. Eso te lo he enseñado desde que llegaste a la aldea, en cuanto comprendí que tenías el corazón lleno de rencor, lo que sucedió muy pronto.

      —¿Le hubieseis dado a esta distancia? —oyeron preguntar a Yúvol.

      Todos sabían que la pregunta estaba dirigida a Carlo y Marlo, los gemelos, populares más allá de la aldea por su habilidad en el empleo del arco, habilidad que en ocasiones rozaba lo insólito para dos muchachos de su edad.

      —Y entre los ojos —respondió uno de ellos con desenfado, a saber cual. Incluso en la voz resultaban idénticos—. Con una flecha y con la honda, hemos aprendido a proteger a nuestras ovejas.

      —El de la honda soy yo —protestó con una sonrisa Triste—. Por lo menos dejadme eso.

      Hubo una risa general, algo contenida, pues estaban convencidos de que los ciervos estaban al llegar y no se trataba de ahuyentarlos. Cuando volvió el silencio, Páter decidió persistir en sus susurros. No veía el rostro de Arlot, oculto tras la cortina de pelo. Sabía que en determinados momentos, ante ciertas cuestiones, aquel chico se encerraba en un mutismo únicamente quebrado por palabras sueltas e interrogantes esquivas a las preguntas y los comentarios. Eres demasiado introvertido, le había corregido una y cien veces, los problemas hay que compartirlos, si no lo haces se pudren en el alma y eso trae graves consecuencias incluso para el cuerpo. Su insistencia no había obtenido resultado hasta el momento. Aquel chico persistía en mostrar un carácter tan hosco que, en caso de no conocerlo,


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