Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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      Apenas se perdió su voluminosa figura entre el polvo del patio de armas, agitadas sus ropas por un viento nervioso que llegaba desde las montañas, el herrero se acercó a Arlot, quien se mostraba concentrado en su trabajo. Al llegar a su lado colocó una de sus endurecidas manos sobre el hombro de su hijastro.

      —Cuando acabe la jornada, ve directo a ver a Páter. Aparte de ser un hombre bondadoso, antes de que lo destinaran a nuestra iglesia sé que ejerció funciones monacales de ilustrador en el scriptorium del monasterio de Tierra de Cuervos durante sus años de formación. He visto varios de sus dibujos, y para alguien como yo, posee una destreza increíble.

      —Pero yo no necesito estampas de santos ni escenas religiosas, ya sabes qué pienso sobre ello —dijo Arlot con su esbozo de sonrisa.

      —Ni yo lo pretendo y lo respeto, aunque entre nosotros preferiría que fueses algo más piadoso —le interrumpió el herrero—, y tu madre comparte mi opinión. Si quiero que vayas a verle es para que le expliques tu idea sobre cómo te gustaría que fuese la espada.

      El rostro de Arlot se iluminó, y el herrero se sintió satisfecho. ¿Cuánto tiempo hacía que no había visto en aquel chico esa expresión?

      —¿La espada será para mí? —preguntó Arlot tratando de contenerse—. ¿Me permitirán tener algo mejor que un hierro medio oxidado? Piensa que incluso las que empleamos ahora las tenemos que llevar medio escondidas.

      —Tú haz lo que te digo —replicó el herrero con seguridad—. Páter es un experto en imágenes sagradas, en escenas relativas a la Biblia, pero no sé si entiende poco o nada de espadas, así que tendrás que orientarle. Cierto que corren rumores acerca de su pasado militar, pero lo dejaremos en eso, en rumores. En cuanto dispongamos del dibujo nos pondremos en ello. Una vez la tengamos acabada ya me encargaré yo de solicitar un permiso, algo se me ocurrirá para que me lo conceda. Por el momento, hasta que hable con el marqués, te ruego que tengas cuidado. Mejor que no la vean, que no corra la voz. Nos traería problemas. Por desgracia vivimos tiempos de envidias y estoy convencido de que esa espada va a despertar muchas. Lo dicho, ya veremos la forma en que resolvemos legalmente ese asunto.

      —Sobre el estuche…

      —¿Qué pasa con el estuche?

      Arlot se pasó la mano por el pelo, inclinó la cabeza y miró a su padrastro, interrogante.

      —No sé por qué se lo has pedido.

      —Un estuche llama menos la atención que una espada, y todos saben, aunque hagan como si no lo supieran, que yo os regalé una a ti y otra a Yamen, y las espadas, nueva o viejas, son espadas. Con el estuche podrás moverte con mayor facilidad. Y aun así deberás ser discreto.

      —Pero… Mejor que sea sencillo, ¿no crees?

      El herrero negó, serio.

      —Olvida el estuche y pensemos en lo importante. Eres un hombre y yo tengo una buena posición social. Tampoco pienso añadirle metales valiosos, oro o plata, ni adornarla con piedras preciosas.

      Siguió Arlot las indicaciones de su padrastro y apenas abandonó el castillo al atardecer corrió hacia la iglesia, una irregular construcción rectangular de ladrillo sin otros adornos que una cruz de hierro sobre el tejado de pizarra, otra de madera tras el altar y unos toscos dibujos de la Virgen en uno de los laterales de la nave. En su día, al llegar a la aldea, Páter hubiese deseado encalar las paredes del interior y pintar sobre ellas algunas escenas bíblicas, pero en la villa de Arlot los pigmentos resultaban tan escasos y en consecuencia tan costosos que relegó la idea para tiempos mejores. Arlot se dirigió directamente a la vivienda, un edificio anexo a la iglesia construido aprovechando una de sus paredes, pero únicamente se encontró con el anciano sacerdote adormilado bajo una manta. El fuego, sin embargo, se mostraba vivo, señal de que Páter no andaba lejos. Salió en su busca y lo encontró alrededor de los corrales dando de comer a media docena de gallinas blancas. No era habitual ver aparecer a Arlot con aquellas premuras, y menos en un día en que no tenían clase y hacerlo con los ojos brillantes. Al principio el sacerdote se inquietó. Fue un instante puesto que aquel rostro no expresaba ningún tipo de angustia, sino lo contrario, lo que resultaba aún menos usual. Poco a poco, a medida que le fueron llegando las explicaciones, comprendió mejor premuras y ánimos, y a renglón seguido empezó a preocuparse.

      —¿Hierro negro? ¿Una espada? ¿Para ti?

      —Hierro negro y una espada, sí. Y para mí.

      —¿De veras quieres que te dibuje una espada?

      Arlot asintió y Páter negó sin convencimiento, en un acto reflejo.

      —Soy un hombre de paz, ya no sé nada de espadas. Al menos… En otros tiempos… Bien hablo de tiempos muy lejanos que he olvidado.

      La voz tenía ecos de recuerdos recobrados. Arlot, tan pendiente estaba del futuro dibujo, que no advirtió aquella vacilación.

      —Pero yo sí entiendo, es parte de mi trabajo —insistió Arlot.

      Nuevas dudas, nuevas muestras de que la mente del sacerdote se movía en dos tiempos, el pasado y el presente, y el hacerlo le confundía. Finalmente pareció imponerse el segundo, su tono sonó entonces resuelto y su rostro, abandonando vacilaciones anteriores, serio, firme.

      —Y esa espada la aprovecharás para lo que me imagino.

      No hubo respuesta y el sacerdote, forzando la gravedad del rostro y lanzando el último puñado de comida a las gallinas, prosiguió.

      —No me seduce demasiado la idea de colaborar en tus planes, unos planes que condeno, ni siquiera como dibujante.

      —¿Y prefiere que lo intente con mi vieja espada? —replicó Arlot.

      Páter se mantenía circunspecto, casi enfadado u ofendido, como cuando enseñando a leer y escribir a Arlot y a sus amigos consideraba que no se esforzaban lo suficiente, fuese o no cierto.

      —Sabes hacerlas y usarlas, de acuerdo. Y lo de ir de prácticas al Valle Silencioso no deja ser una muestra de que sois prudentes. Claro que no sirve de demasiado y ya se habla de ello. Se habla más de lo conveniente.

      —A la gente le gusta hablar de lo que no le concierne.

      —No lo dudo. ¿Pero son habladurías que vais allí o habladurías lo que se dice que hacéis allí?

      Silencio. Páter intentó componer una sonrisa sarcástica.

      —Lo primero está claro, en algo tienen que distraerse con la vida que llevan, eso les digo yo —señaló—, y respecto a lo segundo sé que nadie se lo toma en serio a día de hoy. Sois jóvenes y pelear, amistosamente, claro, forma parte de vuestros impulsos. Hay que desahogarse. Pero puede llegar el momento en que, por cualquier motivo, haya quien decida que tanta práctica da que pensar. Un grupo de jóvenes, la mayoría fuertes, armas… ¡Uf¡ Da que pensar, tanto que el rumor acabará en el castillo, y recuerda lo que le pasó a la madre de Yamen.

      —No tiene nada que ver, nosotros no somos siervos, somos hombres libres.

      —Pero no caballeros. Y la madre de Yamen era la viuda de un oficial del mismo rey, no te olvides.

      —No lo he olvidado, y si somos caballeros o no se verá con el tiempo.

      —¿Se verá con el tiempo? Mira, vivimos una época de cambios, lentos, pero visibles. Hoy cada señor acata la autoridad real, eso dicen, y luego dictan las normas según conveniencia. Y reconozco que el tema del derecho a armas no anda demasiado claro. Hace tiempo… Eso sí, te doy fe que en el bosque Silencioso sucedieron hechos horribles. No es un buen lugar.

      —Ahora olvidemos el bosque Silencioso —interrumpió un Arlot inquieto ante la posibilidad de cambiar de tema.

      —No es inteligente buscar en el olvido un remedio.

      Arlot conocía la leyenda. Se decía que en el bosque hubo una terrible matanza y que las almas de los muertos quedaron vagando entre los árboles


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