Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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alegres, burlonas, más tarde irritadas. No se esforzó en comprender lo que decían, lo que le decían, no le interesaba. Cambió de mano la palanca, a la derecha, y aumentó el ritmo del fuelle. Con la izquierda tomó un mazo y lo mantuvo abajo, en paralelo a lo largo de la pierna. Sabía que lo habitual era manejarlo con las dos manos dado su peso, pero también que tenía la fuerza suficiente para hacerlo con una. Ante el exceso de ventilación el fuego se encabritó y las lenguas amarillas, naranjas, rojas, azules, se confabularon para lanzar un humo denso, tanto que de las dos figuras apenas se distinguían las formas. A pesar de estar habituado al calor de la fragua, incluso a respirar con dificultad en determinados momentos, aquello superaba anteriores experiencias. Aun así no cejaba en su empeño y cuando la respiración empezó a hacerse imposible, dejó el mazo y la palanca, tomó un pedazo de tela, el que usaba para limpiarse, lo sumergió en el cubo de agua y se lo ató cubriendo boca y nariz. Luego reemprendió esfuerzos por mantener las llamas en lo alto y tomó de nuevo el mazo. ¿Por qué se había envuelto realmente en aquel humo, en aquel ambiente irrespirable? ¿Para pelear a ciegas? ¿Para ahuyentarles como se hacía con las abejas? Con el tiempo se lo preguntaría sin encontrar una respuesta. Eso sí, con el tiempo, un tiempo que nada tenía que ver con aquel momento.

      Le empezaron a llegar toses, jadeos y exclamaciones que sonaban a insultos. Las siluetas, por lo que distinguía a través de la humareda y de las lágrimas, se movían de forma vacilante, desordenada, se diría que buscando el camino al exterior, aire. Una franja de sombras grises se ondulaba al fondo, sobre la luz. Agotado el brazo derecho, lo sacudió hasta que recobró la fuerza. Tomó entonces el mazo con ambas manos, lo elevó y lo descargó con todas sus fuerzas sobre el yunque con un grito que llevaba en su interior la rabia acumulada desde el día en que se despertó en el calabozo. El estampido hizo vibrar las herramientas que le rodeaban y aquel sonido lo interpretó como una orden. Mazo en mano empezó a abrirse paso entre la humareda al encuentro de quienes, precisamente, le buscaban. Su padrastro le había pedido que no los mirase. Pues bien, no los miraría, se guiaría por sus sombras. Con tal idea salió de la herrería y apareció en el patio de armas. Sin embargo, y quizá por fortuna, una vez tuvo relativamente clara la visión, no se encontró con los soldados, sino con un grupo de hombres y mujeres, la mayoría sirvientes, que se mantenían a prudente distancia, en silencio, atemorizados ante la furia que destilaba aquel chico. Con ellos y con el herrero, quien contemplaba aquella humareda y la presencia de su hijastro, mazo en mano, sudoroso, embozado con un trapo a medio caer, con el gesto que solía adoptar cuando intentaba controlarse. Serio, un punto ausente. Arlot tomó aire.

      —No les he mirado —dijo apoyando el mazo en el suelo —. Te lo prometí y he cumplido.

      En aquel momento se dio cuenta de que los brazos le dolían, le dolían terriblemente, y los ojos le ardían. No pudo evitar toser. Le costaba respirar.

      —Mejor, bien hecho, aunque no entiendo qué has pretendido hacer organizando este pandemónium. Lo que resulta evidente es que nos tendremos que tomar un descanso antes de volver a entrar —respondió el herrero esbozando algo semejante a una sonrisa—, pero desde hoy y hasta nuevo aviso dentro del castillo iremos siempre juntos.

      Arlot miró a su alrededor, de los soldados ni rastro. Iba a preguntar ante la sospecha de que su padrastro tuviese algo que ver con su desaparición. No lo hizo, solo se encogió de hombros y dijo:

      —¿Qué he hecho? Supongo que desatar el infierno.

      El episodio de la humareda quedó, al final y afortunadamente, en anécdota. Fuese por un motivo, la amistad del herrero con el capitán al mando de los soldados, o por otro, Arlot al fin se había hecho respetar y los mismos soldados comprendieron que mejor dejarse de provocaciones. No sucedió lo mismo con el deseo de hacer justicia por la muerte de su padre que había nacido y crecido durante su encierro. Quedaron atrás el aspecto más emotivo de las imágenes de pesadilla, el rostro anguloso, diminuto y pálido, el pelo blanquecino flotando en lo alto en forma de aureola, la capa roja ondeando, el polvo, el hacha resplandeciendo bajo el cielo del atardecer, los ojos trastornados, la paralizante sensación de pánico, y ocupó su lugar una reflexión basada al tiempo en el apasionamiento y la frialdad. Necesitaba empezar a dibujar un plan realista, nada de reconfortantes ensoñaciones. Lo primero, ¿cómo y cuándo ir al encuentro del duque de Aquilania? Por entonces ya sabía que se trataba de un familiar cercano del propio rey y también que corría el rumor de que entre el monarca y su sobrino existía un pacto, según el sacerdote, siempre dispuesto a ensanchar los conocimientos de sus discípulos, es decir, Arlot y sus amigos. Uno se comprometía a respetar los señoríos vecinos como espacios vedados a sus andanzas, pagar los tributos con diligencia y generosidad y prestar sus hombres en caso de guerra sin otra exigencia que recibir la orden, nada de excusas o regateos como solía ser habitual entre los señores, y el otro le otorgaba cualquier derecho que tuviera a bien ejercer, sin límites morales o legales específicos, siempre que lo ejerciera en el interior de su territorio. También se decía que la crueldad de Diablo, apodo generalizado del duque, era conocida y reconocida en la corte, conocida, reconocida y admitida siempre que se ejerciera en exclusiva sobre los siervos, no sobre los hombres en principio libres. Protegido real o no, con pacto o sin él, se prometía Arlot, llegará el día en que le encontraré, nos enfrentaremos y acabaré con él. El propósito creció invariable en el objetivo, y poco a poco fue advirtiendo de sus intenciones al gigantesco Yúvol, al mudo Vento, a los gemelos Marlo y Carlo, al flaco Triste y, por supuesto, a Yamen, el hijo de la desaparecida curandera y su mayor confidente. Uno tras otro se mostraron receptivos sin ocultar su preocupación. La empresa se les presentaba como una temeridad, pero sabían que su amigo tenía poca inclinación a las fantasías, y la determinación con que hablaba del tema no dejaba lugar a dudas: locura o no, lo intentaría. Todos respondieron de una forma similar menos Vento, quien con su eterna sonrisa y por gestos, desde el primer momento se ofreció a acompañarle. Se negó Arlot porque lo consideraba algo personal. Durante los siguientes días uno tras otro repitieron el ofrecimiento y uno tras otro obtuvo la misma respuesta. Lo haría solo.

      Un día Yamen, que ya se consideraba un hermano más que un amigo de Arlot, se ofreció a practicar con él el manejo de la espada al margen de las enseñanzas de Páter con espadas de madera. Su padre le había mostrado algunos golpes, tanto de defensa como de ataque, desde muy niño. Todos sabían que el padre de Yamen había tenido fama de excelente militar, fama que había protegido a su esposa de habladurías y acusaciones durante años. Solo cuando murió empezaron a difundirse los rumores sobre las prácticas de su viuda. También se sabía que, hasta su desaparición en extrañas circunstancias, formaba parte de la guardia personal del mismo rey. Sobre el hecho de su muerte había quien aseguraba de buena fuente que le habían matado por motivos políticos en el bosque, yendo de camino a la villa de Arlot, de donde era originario y en donde había establecido la residencia familiar pese a que hacerlo le obligaba a viajar durante varios días para visitar a su mujer y a su hijo. No le gustaba la vida en Ciudad del Alba, la capital del reino. Demasiada violencia y demasiada suciedad, solía decir. A ello se sumaba la vida cuartelaria a la que su profesión le obligaba, vida de la que prefería mantener alejada a su familia. Cuando llegó la noticia de su muerte, se habló de diez flechas atravesándole el cuerpo, e incluso hubo quien aumentó el número hasta veinte. Otros hicieron correr el rumor de que había sido condenado por sus superiores por el delito de insubordinación, lo más innoble en un soldado, al negarse a cumplir una orden que le obligaba a arrasar una aldea poco cumplidora con los impuestos. Incluso se dejó oír que había desertado por amor a una cortesana con la que se había dado a la fuga a los países del sur, abandonando de esta forma a su mujer y a su hijo, por entonces un niño de siete años. Nadie sabía lo ocurrido con certeza, pero todos opinaban y dogmatizaban con la fe de los conversos, y durante meses el suceso se convirtió en el tema preferente de las conversaciones. Lo que nadie discutía, al margen de rocambolescas fugas sentimentales, era que estaba muerto a pesar de que nunca se encontró su cadáver. Tampoco que su mujer, que una vez viuda empezó a ser conocida como la hechicera o la bruja, había recibido un mensaje de la corte, pergamino y lacre, anunciando la muerte de un “bravo militar en el cumplimiento de su deber”. Sin mayores detalles. Al mensaje le acompañaban cinco monedas de oro.

      Aceptó Arlot la oferta de Yamen y, tras pedirle a su padrastro


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