Arlot. Jerónimo Moya
enhebrar una conversación—. ¿Y si lo hablamos? Por ejemplo, esta tarde en la iglesia, cuando volvamos. Si te sientes más seguro, lo haremos bajo secreto de confesión.
Silencio.
—O mañana, antes o después de las clases.
Esta vez Páter tuvo mejor fortuna y la voz de Arlot le llegó como un suspiro confundido con el viento.
—No comprendo. ¿No es de cristianos combatir al diablo?
Ya empieza con sus trucos dialécticos, se dijo Páter. En realidad se lo decía sin creérselo, nada de trucos. Arlot era incapaz de decir aquello que no pensaba, y solo decía lo que pensaba y creía.
—Seamos serios. ¿Qué es eso de combatir al diablo con la espada? Hablamos de un hombre, no del espíritu del mal. Infame como tantos, pero un hombre con un cuerpo y un alma a la que debemos dar la oportunidad de salvarse. Lo que, lo reconozco, dudo mucho que consiga según tengo entendido. Pero también, entre que se salva o se condena, es un hombre muy poderoso. Un duque, sobrino del propio rey. ¿No comprendes que, al margen de pecar, el quinto mandamiento nos dice no matarás sin rodeos, tienes todas las posibilidades de morir en el intento?
—No, no lo creo.
Paciencia, paciencia.
—De acuerdo, te he visto manejar esa vieja espada y, yo que entiendo del tema, reconozco que empiezas a asustar, pero ¿con un arma como esa vas a enfrentarte a…? Ni siquiera conseguirás una pelea justa, uno contra uno.
—En eso, Páter, se equivoca. Sé cómo enfrentarme a él, solos y en campo abierto. Tengo buenos maestros, usted y Yamen.
—Lo dudo, eso es lo que tú quisieras. Tus fantasías, o tus ansias de venganza, te engañan. Sea como sea, nunca llegarás a Aquilania. El camino es largo y peligroso para hacerlo solo.
—Satanás lo es más.
—¿Satanás? Y dale. No hablamos de Satanás, no te metas en asuntos que te vienen grandes, sino de hombres de carne, hueso y, te lo concedo, de mala sangre.
—Pues llamémosle Diablo.
—Eso no pasa de ser un apodo que le han puesto quienes le temen.
—Entre los que no me encuentro yo, créame.
Paciencia, paciencia. Páter tenía la intuición de que se estaba equivocando con el enfoque que le daba a la conversación. Nada de hablar de espadas ni de la Biblia, debía centrarse en el aspecto moral del plan y, sobre todo, presionarle con el cariño de sus padres y amigos.
—Tus amigos, tu familia… Has contraído un deber de fidelidad con ellos. No tienes derecho a romper el vínculo y además ocultándoles lo que tienes planeado, porque estoy convencido de que no piensas decirles nada.
—En eso acierta.
—Porque tu conciencia…
—Porque no quiero comprometerles.
—Tienes un compromiso con ellos más importante.
Arlot se movió, inquieto.
—Páter, entiéndame, entre los compromisos que debo asumir está el que le debo a mi padre. No hablamos de una falta de respeto, de un gesto de egoísmo, sino de la misma muerte. Con el tiempo acabamos sabiendo qué ocurrió, y yo sé cuál es mi obligación.
—Pero…
—Mi padre murió por mi culpa, de acuerdo, pero quien lo mató es un criminal que sigue asesinando y torturando sin que nadie le ponga freno. Lo haré yo.
El tono había sonado a punto final, al menos por el momento. En medio de una fuerte duda, sin encontrar el camino apropiado, Páter no hizo más que repetir las últimas palabras, lo haré yo, y en ellas, solamente tres, se quedó atrapado. Y fueron asimismo tres ciervos, dos hembras y un macho, quienes le liberaron de la sensación de incompetencia, o al menos quienes le concedieron una tregua. Los ciervos avanzaron sobre la aparente fragilidad de sus patas sorteando con soltura las trampas que la escarcha desplegaba a su alrededor. A través de sus relucientes hocicos lanzaban conos de vapor grisáceo sobre las luces de un sol que ya había despertado y avanzaba sobre el cielo repartiendo claridad. Los lomos, rojizos, se contraían con delicadeza. Páter respiró profundamente y se sentó con cuidado, tratando de no perturbar la escena, ni siquiera en cuanto a los sonidos. Pensaba en Arlot y recordaba aquel niño que había llegado a la villa años atrás. El rostro sucio, el pelo apelmazado, las manos heridas, delgado, casi frágil. De aquello casi nada se conservaba, en especial la fragilidad. Ahora imponía. Sin embargo, sí había algo que conservaba, que quizá incluso se había acentuado, pero que permitía vincularlo con su pasado y reconocerlo: la mirada.
A pocos metros los dos hermanos tensaban los arcos con suavidad. Sus amigos seguían sus movimientos, cada cual a su manera, cada cual según su carácter. Yúvol, impasible, Vento, sonriendo, Yamen, expectante, y Triste con los labios fruncidos en una estampa de indefinida melancolía. Faltaba por comprobar el gesto de Arlot, pero su rostro continuaba oculto tras la melena negra, oculto a la mirada de Páter. Aquellos silencios, se lamentaba Páter, hacían que muchas conversaciones con Arlot resultaran imposibles. Maldito zoquete, se desahogó, nunca sabes cómo enfocarle los problemas cuando se mete en la armadura y ni siquiera te deja un resquicio para la intuición. Él ya se había acostumbrado y sabía que, en ocasiones, el remedio consistía en esperar. Otras veces ni eso. Por el momento estaba convencido de que si tocaba de nuevo el tema, cerrazón absoluta. Su maldito silencio que no se vencía con torrentes de palabras ni con otro silencio con aspiraciones de mayor densidad, de complicidad o de pensamiento. Eso es Arlot, se repitió, un zoquete sin remedio.
Junto al río un ciervo intuyó el zumbido de la flecha y apenas pudo alzar la cabeza para ver llegar su muerte. Sus compañeros escaparon de inmediato en una carrera que tenía mucho de danza abandonándole.
VIII
El invierno continuó progresando sin mayores sobresaltos que los tradicionales. No resultó para los habitantes del señorío de Arlot de los más duros ni de los más suaves, y se mantuvo en una mediocridad ambiental que unos y otros, tendentes al pesimismo vital por experiencia, aceptaron de buen grado. Sin más. Tampoco resultaron tiempos excesivamente rigurosos incluso para quienes estaban acostumbrados a tratar de sobrevivir, con o sin éxito, en unas condiciones de desamparo que la solidez y confortabilidad del castillo mitigaba y acentuaba al mismo tiempo. Ya se sabía, unos estaban obligados a continuar ligados a aquellas tierras por su condición social, y otros cedían cuotas de libertad a cambio de seguridad. En la misma villa convivían diversas categorías según su ocupación, ocupación que marcaba su prestigio social, aunque todos compartieran determinadas sumisiones. Así, el padrastro de Arlot, herrero al servicio directo del marqués, ocupaba un lugar preferente en la consideración de sus vecinos menos afortunados. Aún más el padre de Vento, nada menos que el secretario del marqués. Asimismo, en un sentido diferente, el padre de Yúvol, dedicado al comercio gracias a una licencia concedida a la familia por los méritos militares de un antepasado, gozaba de las envidias de quienes apenas alcanzaban a cubrir sus necesidades básicas. Triste, hijo de un molinero, y los gemelos, Marlo y Carlo, dedicados al pastoreo de un rebaño propiedad del marqués en su totalidad menos media docena de ovejas que les correspondía por su trabajo. Había otros ejemplos de hombres relativamente libres, no demasiados. El clero se reducía a Páter y al sacerdote a quien este había sustituido, un anciano que se resistía a dejar el mundo para reunirse con Dios. Tarda en llamarme, se quejaba alegremente de vez en cuando. La milicia, consistía en varias decenas de soldados de irregular formación y nada lustrosa presencia al mando de un oficial y dos suboficiales. Un tercio de ellos gozaba del privilegio de la caballería, el resto debía conformarse por trotar tras los primeros en cualquiera de las misiones que les encomendaban. En cuanto a la servidumbre, dedicada directamente al servicio del castillo, el número oscilaba según las necesidades, y se reclutaba entre las gentes del señorío, con preferencia entre aquellos que vivían en las proximidades. Se trataba de un puesto al que aspiraban muchos, pues la cercanía del poder de alguna forma reportaba ventajas, y que solo conseguían algunos, como sucedía con la madre de Arlot.