Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


Скачать книгу
se hubieran producido una serie de crímenes, como ocurría con frecuencia en otros muchos lugares del país. Es más, se sentían atraídos por su paz y su soledad, algo difícil de conseguir en otros bosques próximos a la aldea.

      —Páter, no niego que hubiera una matanza —dijo Arlot viendo peligrar el dibujo de su espada, ¿y cómo justificaría la negativa del sacerdote a su padrastro?—, pero se supone que las almas van al cielo o al infierno y no que se quedan vagando por los caminos ni entre los árboles para aterrorizar a la buena gente.

      El sacerdote, intuyendo una irrespetuosa ironía en el comentario y en consecuencia ofendido, se revolvió.

      —¡El alma de cada cual acaba donde se merece, sí, pero la maldad permanece y en ese lugar Satanás arraigó entre el miedo, la sangre y el dolor y quién sabe si su huella sigue allí! ¡Pocas bromas con según qué temas!

      Cuando a Páter le asaltaba la vena ortodoxa, lo que por fortuna sucedía de forma esporádica, todos sabían que tocaba armarse de paciencia y dejar que se tranquilizara. Triste solía decir que esos episodios actuaban de contrapeso en un espíritu más inclinado a la acción que a la contemplación, al libre albedrío que al determinismo, al idealismo que al materialismo y en el fondo a la espada que a la cruz. Se decía, otro rumor que sumar a la lista, que había entrado en un monasterio tras una de las más duras batallas que se recordaban por aquellos territorios. Sin embargo en este caso su reacción había sido excesiva. ¿Tenía algo que ver aquella visceralidad con ello? Nunca le había hablado del tema, ni siquiera de los rumores, y cuando se le hacía una insinuación al respecto, se encerraba en un mutismo enfurruñado que podía durarle horas. Cierto o no, incluso ahora los propios soldados le mostraban respeto.

      —No es propio de hombres de Dios tentar al mal, exponerse —prosiguió tras recuperar la calma y tomando del hombro a Arlot y casi arrastrándole a la iglesia—. Sabes que ciertos comentarios no debo admitirlos por fidelidad a mis votos. Lo sabéis todos, en especial tu compañero del alma, Yamen, un especialista en insinuar barbaridades. —Se detuvo e hizo que se detuviera Arlot en el umbral de la iglesia— ¿Y dices que, una vez forjada será para ti?

      Arlot vio abrirse una brecha de esperanza, lo que conociendo al sacerdote, dado a los cambios de humor tras desahogarse, no resultaba nuevo. Primero explotaba, luego recapacitaba y finalmente entraba en razón, y lo hacía con una agudeza que todos, y ellos los primeros, valoraban.

      —Eso creo, no estoy seguro. Bien, sí lo estoy, pero me parece imposible.

      —¿Y él ya sabe…?

      —Hablará con el marqués.

      —Entiendo, eso por delante. Bastante preocupado me tenéis con esas viejas espadas. —Se acarició el mentón, pensativo—. Y tú, por supuesto, querrás algo que se amolde a tu estilo al manejarla, a tu envergadura y a tu fuerza. Sin olvidar el sentido común, lo que en demasiadas ocasiones maltratas.

      —Si llega a mis manos, prometo emplearla únicamente en causas que yo considere justas. Sentido común sabe que tengo.

      Hubo un gesto entre el rechazo y la aceptación, entre la ironía y el estoicismo. No siempre, musitó el sacerdote, no siempre. A continuación, en voz alta, continuó:

      —Te recuerdo que tenemos una conversación pendiente sobre lo que tú entiendes por causas justas, ¿verdad? No lo he olvidado. Y creo recordar que versaba sobre ciertos afanes de venganza. Mientras ese tema no se aclare dejemos tu sensatez en la fresquera.

      Arlot abandonó la expresión ilusionada y se frotó con fuerza el rostro. Cuando las manos se apartaron, se había cubierto con una sombra que Páter conocía.

      —Lo siento —se disculpó sin ternuras—, pero el tema es lo suficientemente grave como para que yo no lo trate de una forma superficial. Te hablo como sacerdote, en cierta forma tu tutor y como tu amigo.

      —Repito que prometo emplearla únicamente en causas justas —replicó Arlot progresivamente serio—. Y repito también que, ya puestos en una empresa a la que no pienso renunciar, me será más difícil conseguirlo con una espada vieja y medio oxidada que con una nueva y forjada por mi padrastro con un acero especial.

      Páter alzó un dedo, como si recriminase a un niño alguna falta menor. Sin embargo, algo rompía el equilibrio de la escena. En este caso para encontrar los ojos del supuesto transgresor debía elevar la vista puesto que este le sobrepasaba un palmo.

      —El odio es un pecado grave y la venganza se basa en el odio. El odio es un veneno que nos destruye desde dentro, Hebreos. Lees poco.

      Sí, se dijo Arlot, el odio es un veneno y él odiaba, pero no tenía la impresión de que ese odio le destruyera o le debilitase, todo lo contrario. El odio al asesino de su padre le había hecho fuerte desde niño. Por otra parte, su misión no se basaba exclusivamente en el odio y la venganza, también había en ella afán de justicia, de liberar a la gente indefensa de un monstruo. Se lo repetía constantemente porque lo creía.

      —Pensándolo bien, vete a saber si en vuestras andanzas por el bosque Silencioso el mal…

      —Páter, tiene mi palabra que nunca hemos encontrado más que plantas y pájaros, quizá algún zorro y un par de jabalíes, ni sentido más que el cansancio de la práctica de las armas. Por cierto, se dice que allí no hay animales y eso no es cierto. Los gemelos nos han propuesto en muchas ocasiones convertirlo en un espacio de caza.

      —No seré yo quien coma esa carne contaminada por vete a saber qué —protestó Páter sin convencimiento, admitiendo interiormente que sus palabras no resultaban acorde con su mentalidad, luego suspiró tratando de evitar contagiarse de la irónica mirada de Arlot. Le conocían—. En fin, mi deber sacerdotal es ayudar a superar los males del alma y aconsejar debidamente para evitar en lo posible los del cuerpo. En este caso, por lo que se ve, los del alma exigirán mayores esfuerzos por mi parte, y respecto a los del cuerpo si te mantienes rozando el pecado de la testarudez, tal como me temo, habrá que esforzarse con el croquis. Por lo menos que te sirva para defenderte. Para defenderte, ¿queda claro?

      No hubo respuesta y Páter lo agradeció. Durante años había pugnado por inculcarles el rechazo a la mentira. Entraron en la iglesia y, sin liberar el hombro de Arlot de su mano, guiándole incluso de forma brusca, le condujo hasta la sacristía, un pequeño habitáculo tras el altar amueblado con un armario, una mesa y un baúl, todo de una madera en lamentable estado. Una cruz de metal se balanceaba colgada del techo, junto a la ventana.

      —Aquí trabajaremos mejor, a él prefiero no preocuparle ni tener que disimular —dijo Páter señalando en la dirección en que se encontraba su anciano compañero—, bastante tiene con sus achaques. ¿Qué pensaría si me viese bosquejando armas? Se supone que apenas entiende lo que se le dice, que no oye, pero tengo comprobado que en según qué temas, los que le interesan, goza de un oído sumamente fino.

      Dicho lo cual se dirigió al armario, extrajo un rollo de papel y lo extendió sobre aquella mesa cuyo mayor mérito se basaba en mantenerse en pie. Al hacerlo apareció el dibujo de un ángel en un ángulo.

      —Bocetos sin acabar—aclaró Páter—, algún día haremos que la iglesia nos resulte más agradable. Al menos ese es mi propósito. Ah, y nada de escenas del infierno ni martirios bañados en sangre, que Dios tenga a los santos en su gloria, pero mis feligreses ya tienen suficiente con las penas del día.

      Lo había dicho como de pasada, un comentario lanzado al azar, sin importancia, pero acompañándolo con un brillo malicioso en los ojos. A continuación abrió uno de los dos cajones de la mesa, y extrajo de allí un carboncillo.

      —¿Sabes?, el dibujo es una de mis pasiones, al menos durante los últimos años. —Giró el pergamino con un suspiro y lo extendió sobre la mesa. Repitió el suspiro, esta vez cerrándolo con un concluyente resoplido—. Una espada, nada menos que una espada. ¿Quién me lo iba a decir? A estas alturas dedicándome a dibujar espadas. En fin, que el Señor me perdone. Vamos allá.

      Sacerdote y aprendiz de herrero trabajaron codo con codo hasta llegar el anochecer. El primero, que mostraba un considerable conocimiento


Скачать книгу