Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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grabados en la empuñadura, cualquier retoque poseía una finalidad concreta. Nada de adornos inútiles.

      —¿Tú has visto alguna vez una espada como la que me estás pidiendo que dibuje? —preguntó Páter ante una propuesta de corrección, la enésima, que consideró exagerada—. No creo que esto suponga una mejora en sí.

      Arlot se encogió de hombros, concentrado.

      —La he soñado muchas veces —contestó finalmente—. Esa es la mejora.

      —Pues entonces de acuerdo —concedió Páter—. En asuntos de sueños, no de modorras, soy respetuoso.

      Continuaron trabajando. El tiempo transcurría con tal celeridad que la noche se cerró sin que ellos lo percibieran. Se acercaba la hora de la cena cuando dieron por conforme el esbozo de la hoja y pasaron al mango.

      —Se está haciendo tarde ¿Seguimos mañana? —preguntó Páter.

      —Lo que usted considere mejor —respondió Arlot sin demasiado entusiasmo ante la perspectiva de aplazar el resultado final.

      Páter, dominado por el mismo interés, olvidó su propuesta.

      —¿Qué tal cruciforme?

      Arlot dudó. Había fantaseado con el mango de una espada, la suya, a menudo, y pensado hasta el último detalle. Sin embargo, y a diferencia de lo relativo a la hoja, en este caso dudaba si dejarse llevar, aunque fuese de forma relativa, por la imaginación. En la herrería se dedicaba a reparar las hojas de algunas espadas, incluso a forjar las más simples, pero para los mangos, según le decía su padrastro, aún no estaba preparado. Los mangos, solía argumentarle, se mueven en unos niveles diferentes. Si quieres conseguir una espada superior a la media, necesitas conocer a quien la manejará, y no solamente su físico, su mano, la fuerza de su brazo, su agilidad o pesadez, también es importante su forma de ser, su carácter. Físicamente Arlot se sabía poderoso, pero ¿y su carácter? ¿Qué sabía él sobre su carácter? Lo suficiente, se dijo. Al menos para empezar.

      —La empuñadura, cilíndrica y no lisa —aventuró.

      —Naturalmente —sonrió Páter ante el escaso convencimiento con se había expresado Arlot, algo inusual en él—. Una irregularidad bien calibrada ayuda a sujetar mejor el arma, incluso a colocarla en la mano en el lugar adecuado. En general, una buena fórmula es la del cordel enrollado…

      —Preferiría que tuviese grabados… —le interrumpió Arlot. A continuación tomó aire y concluyó—: …un buey y un carro.

      —¿Un buey y un carro? —rió el sacerdote.

      —Un buey y un carro —repitió con aplomo Arlot—, aunque después queden ocultos por un cordel. No creo necesario hacerlo, pero se verá.

      —Bien, ya me lo explicarás —dijo Páter mientras iniciaba el dibujo, divertido—. ¿Tu padrastro sabrá o querrá grabarlo?

      La pregunta, lanzada a título de ironía, obtuvo una respuesta inmediata, una respuesta que acabó de desconcertar al sacerdote.

      —Lo grabaré yo. No sé dibujar, pero para hacer algo sin mayores aspiraciones me veo capaz.

      La voz había sonado segura, decidida. Tanto que, tras calibrar si hablaba en serio y tras confirmarlo con una simple mirada, Páter continuó dibujando sin otros comentarios. Arlot estudiaba los movimientos del carboncillo y al tiempo pensaba. Cazar pájaros con una honda, especialmente patos, era una de las formas de caza favoritas de su padre. Necesitamos carne y en el bosque es difícil encontrar animales que podamos abatir con nuestros medios, le explicaba cuando le acompañaba en las cacerías. Tras su desaparición él nunca había vuelto a coger una honda, inclusive sentía cierta contrariedad cuando Triste, un maestro en su manejo, la empleaba. Por ello la primera idea había sido la de grabar una bandada de patos. Sin embargo, casi simultáneamente otra imagen, la de su padre labrando los campos, se añadió y acabó imponiéndose. Páter había acertado al intuir que no debía pedir explicaciones, en el rostro de Arlot se dibujaban demasiados recuerdos, y demasiado tristes, para hacerlo.

      —Veamos si acierto con la forma y la posición para que te resulte cómodo sujetarla. Claro que como sigamos por este camino necesitarás un artesano. Contra más compliquemos la forma…

      —Mi padrastro es el mejor.

      Páter le miró, alargando la pausa. Con todo, tenía plena consciencia que a mantener silencios aquel chico le aventajaba.

      —¿La cruz del mango?

      —En arco hacia la punta.

      —Para retener los golpes.

      —Exacto.

      —Bien pensado. Mañana tendrás el boceto en limpio, con las medidas incluidas. Intentaré facilitar el trabajo a tu padrastro.

      Se despidió Arlot con una inclinación que indicaba no solo respeto, sino también gratitud, y volvió a la cabaña. Hubiese preferido quedarse allí, junto a la mesa, hasta acabar el boceto aunque ello supusiera pasar la noche en pie. Sin embargo, aceptaba la sensatez de Páter proponiendo una demora que al fin no suponía más que unas horas. Empezó a caminar con el boceto en la mente. Dada la maestría de su padrastro, la espada sería única, y la idea, sorprendentemente, le inquietó. La noche ya había caído y a su alrededor el mundo se había transformado en una amalgama de matices plateados, de sombras y de luces amarillentas que se multiplicaban en las cabañas. La luna, creciente, brillaba en lo alto y dibujaba de blanco los perfiles de unas gruesas y poco amenazantes nubes. Por el camino encontró a Yamen que llegaba en su búsqueda. Su aparición le hizo considerar que aquel había sido un buen día. Si hay ilusión por algo, por pequeño que sea ese algo, siempre es un buen día. Así que trata de ilusionarte con lo que sea, te aseguro que motivos siempre los encontrarás si los buscas. Eso le decía su padre cuando le veía aburrido o triste, allá en Aquilania. Se trataba de unos estados de ánimo que por aquel tiempo él solía confundir de niño con frecuencia. Una punzada de melancolía le zarandeó hasta tal punto que Yamen, al llegar a su altura, le saludó con un gesto de preocupación.

      —¿Todo va bien? —preguntó frunciendo el ceño—. Tardabas y tu madre empezaba a intranquilizarse.

      —Todo bien y siento haberla preocupado—respondió Arlot—. Me he entretenido con Páter en… ¿Ya lo sabes?

      —Claro que lo sé, yo por tu padrastro y los demás por mí —respondió Yamen señalando hacia lo alto de las murallas del castillo. En una de las almenas se recortaba la figura de un centinela caminando despacio, muy despacio—. Ya les gustaría a esos estar en tu lugar, al menos tener una espada como la que te va a forjar tu padrastro. Es un gran hombre.

      —Lo sé —asintió Arlot.

      —¿Sabes que una vez me dijo que nos consideraba sus hijos? —preguntó Yamen echando los brazos hacia delante, como si mostrara algún detalle de las cabañas que tenían ante sí—. A los dos, ¿eh?

      —Tenemos suerte, mucha suerte.

      Yamen asintió.

      —Fíjate que me dijo que nos consideraba sus hijos, no que se consideraba nuestro padre. ¿Comprendes el matiz?

      —Por respeto a nuestros sentimientos. Sabe lo que nuestros padres nos supusieron y que no los olvidamos.

      Yamen repitió el gesto con los brazos, esta vez elevándolos hacia el cielo.

      —Lo dicho, es un gran hombre.

      El resto del camino lo hicieron absortos cada cual en sus pensamientos. Un vecino, tejedor de oficio, les saludó alzando un vaso probablemente de vino desde la puerta de su cabaña, una construcción de barro y paja redondeada con techo de ramas y capas de musgo. El vino es lujo de los pobres, les había comentado Páter un día refiriéndose a un campesino que solía embriagarse cada domingo tras asistir a misa. Y como todos los lujos pueden llegar a ser peligrosos, había añadido con pesar. Él había intentado corregirle de aquella mala costumbre


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