Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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que estaba actuando de una forma fanática, irracional, en su afán por limpiar su pasado, siguió el consejo, abandonó la vía de la mortificación y redobló sus esfuerzos para ayudar a los demás, en especial a aquel grupo de muchachos a los que intentaba dar una oportunidad en la vida. Quizá algún día, gracias a su preparación, mejoren su nivel social. Por el momento, solo Vento tenía ante sí un futuro despejado en razón del estatus de su padre, pero Vento era mudo, o lo era o se lo hacía por la razón que fuese. Páter callaba al respecto puesto que conocía una parte de la historia gracias a su compañero de hábitos. También tenía posibilidades Yúvol a través del comercio o Arlot, el oficio de herrero andaba boyante. ¿Y el resto? Yamen, huérfano y marcado por el pasado de su madre, los gemelos condenados al pastoreo y Triste, a moler un trigo que no le pertenecía. La empresa la admitía como difícil en una sociedad cerrada, celosa por mantener los privilegios por parte de quienes los disfrutaban, resignada la mayor parte del resto. Una sociedad, al fin, en la que vivir y sobrevivir resultaba una empresa ardua y hasta arriesgada en muchos momentos. Sus esfuerzos por mejorar la condición de los chicos, reconociendo que no eran de las peores pues al menos pertenecían a familias de hombres libres, suponía un acto de fe, bien lo sabía, la escala social de aquellas tierras, y de las que la rodeaban, nada tenía que envidiar a las de las rocas en cuanto a posibilidades de cambios. No hacía demasiado había estado a punto de revelar su gran secreto, el gran pecado de su pasado, a Arlot, un secreto que tenía mucho que ver con un lugar muy similar al bosque Silencioso, un lugar también envuelto en el silencio y el abandono, un lugar que nadie se atrevía a pisar desde hacía años. Doy fe que en aquel lugar sucedieron hechos horribles, estuvo a punto de decirle. Sí, estuvo a punto, pero no lo hizo a pesar que suponía que con ello le ayudaría a reorientar los sentimientos que le atormentaban sobre la muerte de su padre. Cualquier tragedia es susceptible de ser superada por otra mayor, esa es una ley de vida cuya existencia debemos conocer. ¿Y cuál era el gran secreto de Páter?

      Veinte años atrás se presentaba como el capitán Valerio, encargado de la soldadesca del dueño y señor de unos de los dominios al noroeste del reino, el señorío de Poniente. Fueron aquellos, y suponía que todo seguiría igual, tiempos convulsos. La explotación de los siervos, con especial fuerza de los menos favorecidos, unida a la labor de algunos ilustrados sensibilizados ante tanto sufrimiento, provocó entre estos fogonazos de rebeldía que se sofocaron con tal diligencia y brutalidad que pronto no quedó otro recuerdo que la tristeza de los castigos, algunos tan definitivos como la muerte por la horca. Sin embargo, en los territorios que controlaba militarmente el entonces capitán Valerio, por razones difíciles de exponer, tal vez porque surgiesen algunos cabecillas de un coraje y una valía inhabitual, el fogonazo tomó forma y se extendió con rapidez. Encargó el señor de Poniente a su capitán que acabara de raíz con la rebelión, y que lo hiciera aunque algunos campos quedaran sin cultivar y los talleres bajaran su rendimiento, es decir, que realizara un castigo ejemplar a cualquier precio. Tampoco son tantos los rebeldes, y si hay escasez de alimentos no seremos nosotros quienes pasaremos hambre. Eso le dijo su señor, un marqués entrado en años y achaques, un amargado enfurecido con la vida que se veía obligado a llevar y entregado a la devoción religiosa con un fanatismo tan brutal que la desdecía. Cumplió la orden el capitán sin vacilar, con la disciplina y eficiencia acostumbradas. Amenazó, arrestó, hizo azotar e incluso ahorcar a dos campesinos que, encendidos por una repentina ilusión o una vieja locura, se enfrentaron a los soldados armados con hoces. Pero la calma no acababa de llegar, se apagaba un foco y se encendía otro. En el ambiente se respiraba un malestar que irritaba al señor y preocupaba a sus consejeros. Uno de ellos, un monje benedictino, que sería ascendido de forma imprevista a la categoría de obispo poco después, más proclive a bramar sobre los males del infierno que sobre los bienes del cielo, a amenazar que a comprender, propuso una estrategia que quizá zanjaría lo que calificaba de ambición perversa de la chusma plasmada a través de la desobediencia y, cómo no, alentada por Satanás. Quien no acata la autoridad de su señor tampoco lo hará con la del Señor, dogmatizaba en sus homilías ante los cabizbajos feligreses. La maniobra consistía en ofrecer la libertad a aquellos que, empujados por dicha ambición, escogieran aventurarse lejos de la protección y refugio que disfrutaban. Que se marchen, remató en una reunión con la plana mayor del señorío. Se mostró el marqués sorprendido y pidió aclaraciones. Insisto, continuó el monje, que tomen a sus familias y partan antes de una semana, que se internen en los bosques, que atraviesen los valles, que escalen las montañas, que busquen un lugar en donde vivir. El marqués montó en cólera, ¡son míos!, explotó, ¡y si he de perderlos será porque están muertos! Sin alterar el gesto, impasible ante la actitud escandalizada del resto del consejo, el benedictino, quien tenía presente las lecturas bíblicas, o mejor, su particular interpretación de dichas lecturas, sonrió y dijo: Señor, piense, ¿quiénes aceptarán desprenderse del manto protector de nuestros soldados, perder sus cabañas, abandonar la tradición de las enseñanzas de la Iglesia y lanzarse a una aventura tan descabellada? No hubo respuesta y se encendió la curiosidad en los presentes. El capitán Valerio, que asistía a las reuniones regularmente, sintió una desagradable sensación, intuía marrullerías que moralmente desaprobaría, pero la ocultó bajo un rostro de aspecto marcial, impasible. En general aquel hombre escuálido, de rostro aguileño cuya indumentaria, un hábito blanco, le daba un aspecto antes fantasmal que religioso, le provocaba una profunda repulsión, pero sabía de su poder y trataba de mantenerse alejado de él y de su influencia. Responderé yo, señoría, prosiguió el monje, solo lo aceptarán los más intransigentes, los más rebeldes, los cabecillas o quienes pueden llegar a serlo. ¡Pero esos deben ser castigados aún con mayor dureza!, protestó el marqués. El monje esbozó una mueca similar a una sorpresa. Piense, señoría. Deberán separarse del resto, significarse, mostrarse, aislarse de la manada. Se organizarán para partir juntos en su éxodo hacia lo que llaman la libertad. Uno de los consejeros más jóvenes, ansioso de demostrar su capacidad e inteligencia, se inclinó hacia el señor de Poniente y en un susurro lo suficientemente alto para que se oyera, completó la idea. Se identificarán por sí mismos, les permitiremos que se agrupen, incluso que se alejen varios días, cargados y a pie no llegarán demasiado lejos, y entonces decidiremos qué hacer con ellos. Primero los apilamos como leños y luego nos deshacemos de la mala simiente, la despachamos a otros lugares o... El marqués consultó con la mirada a su capitán. Un plan inteligente, sin duda, dijo este. Y cruel, pensó.

      Así se propuso y así se hizo. Se divulgó una proclama que primero se recibió con incredulidad y más tarde con recelo, en especial por quienes se sentían aludidos o estaban en vías de ello. Se insistió al cabo de unos días atribuyendo la disposición a la generosidad del marqués tras consultar a su asesor espiritual, el temido monje benedictino. A pesar de los escasos afectos que despertaba, mencionarlo resultó decisivo puesto que no dejaba de ser un hombre de Dios, un puente entre el cielo y la tierra. Y tal como se había previsto, los movimientos se acabaron produciendo. Una familia se puso en marcha, luego otra, y otra. Hasta diecisiete. Cada una con varios miembros, la mayor parte jóvenes acompañados por sus hijos y en algún caso por los familiares de mayor edad. Partían a pie con sus escasas pertenencias, ropa y alimentos en sacos que cargaban a la espalda, formando una columna que era despedida por donde transitaba con una mezcolanza de envidia, por el valor que mostraban con su marcha y las esperanzas que llevaban consigo, y de preocupación, de que aquello no acabaría bien. Muchos rezaban a su paso y algunos les lanzaban advertencias y consejos. ¡No seáis locos! ¿Dónde vais a ir? ¡No sabéis qué os espera! Los caminos son peligrosos y nadie os protegerá. Locura es continuar en este lugar esperando la muerte. Dios proveerá. ¿Nos protege alguien ahora? Esas eran las respuestas, o similares. Dios os bendiga en vuestro error, replicaban quienes no se atrevían a sumarse por falta de coraje. Una larga experiencia les decía que del señor de Poniente se podía esperar todo menos generosidad, y del monje benedictino, puente entre el cielo y la tierra o no, todo menos caridad. Caminaban ellos y seguían sus movimientos desde el castillo. El monje tranquilizaba al marqués, que se mostraba partidario de intervenir sin mayores demoras. ¿No los tenemos ya?, bramaba, ¿y mi autoridad? Dentro de poco su autoridad quedará fortalecida por décadas, replicaba el monje con aquella mueca que tan popular se había hecho en el señorío, un gesto de asco con formas de sonrisa.

      Se dejó transcurrir un tiempo, breve, hasta que pareció cesar el flujo y llegaron las primeras noticias confirmando que la columna había dejado


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