Arlot. Jerónimo Moya
las Lunas, sino por las que ahora juzgaba como tropelías en que había participado anteriormente, dudaba sobre qué orientación dar a su futuro, incluso si deseaba darle alguna. Se sabía un hombre de acción, y la vida contemplativa, el estudio, la oración y el silencio seis días a la semana como forma de vida no le seducía. Fueron necesarias diversas conversaciones con el prior y con otros monjes para hacerle ver que una vez ordenado dispondría de varias alternativas, alguna de ellas plena de actividad. Dos años después fue ordenado. La vida transcurría rutinaria, plácida. Se lo decía cada noche cuando, tras el canto de los Salmos, se retiraba a su celda y llegado el momento en que sus esfuerzos se rindieron a la evidencia, aquella vida entraba en contradicción con su carácter, solicitó ser enviado a donde se considerase oportuno para ejercer el sacerdocio activo. Esta vez las conversaciones para que permaneciera en la vida monacal, que se dieron en cantidad considerable, toparon con una resistencia que el prior al fin admitió como infranqueable y accedió a su petición. El destino elegido fue la iglesia de la villa de Arlot, capital de Galtaria, hasta aquel momento a cargo de un voluntarioso y ya envejecido sacerdote. Así partió del recinto amurallado en que habían transcurrido los últimos cuatro años de su vida. Esta vez lo hizo no sobre un caballo de raza, sino a lomos de una mula, y no con las ropas de un soldado de alta graduación, sino cubierto por un hábito de color oscuro y con un regular lote de manuscritos que él mismo había copiado como equipaje. Lejos quedaban los caballos, los uniformes y las armas. No así los recuerdos.
En ello pensaba, ello le torturaba, quien fuese el duro capitán Valerio, ahora el ejemplar Páter, cuando aquella mañana, vio pasar al grupo de sus discípulos desde la ventana de su celda. Sabía adónde se dirigían y el motivo. Él llevaba tiempo dudando si participar en aquellas actividades, intervenir de alguna forma, con lo cual ampliaría su área de influencia, o mantenerse al margen. Tal vez por la conversación que no acababa de tener con Arlot y en la creencia de que con un nuevo marco las posibilidades aumentarían, se decidió a seguirles. Si actuaba correctamente o no, no se lo planteó. No se lo quería plantear por temor a las respuestas. Por otra parte, ¿por qué no hacerlo? Siempre podía rectificar su primera intención y limitarse a observar cómo practicaban con las armas. Sin más. La curiosidad no tiene categoría de pecado mortal, si acaso venial, es decir, tolerable. De una forma u otra, por un camino o por el contrario, podía hablar sobre lo que hacían y cómo lo hacían. Ellos mismos le habían propuesto en diversas ocasiones que les diese consejos en el manejo de las armas más allá de los cuatro movimientos básicos. Y es que Páter se resistía a profundizar en lo que asociaba a sus recuerdos. Hasta ese día, alegando que las armas no son cosa de Dios, que tanto adiestramiento en el uso de las armas solo tenía un objetivo y que este objetivo suponía violencia, se había negado a acompañarlos. La violencia llena la sociedad de verdugos y de víctimas. Los fuertes someten a los débiles gracias a su fuerza bruta. Mira el pacto, Señor, porque los lugares tenebrosos de la tierra están llenos de moradas de violencia. Salmos. Los lugares tenebrosos de la tierra. El valle Silencioso. ¿Qué mayor señal le podría dar el Señor que traerle a la memoria ese versículo? Dicho y hecho. Se apresuró manteniéndose a prudente distancia, rumiando qué justificación dar a su presencia en aquel lugar si le descubrían o él mismo decidía presentarse. Les consideraba sus discípulos, y estaba en lo cierto, y también les quería como si fuesen sus hijos, sin serlo. Poco quedaba ya de aquellos niños disciplinados y relativamente obedientes de los primeros días, los de la infancia, pero le seguían respetando, lo que jugaba a su favor.
Al llegar al valle les vio desplegarse adoptando diferentes formaciones y permaneció prudentemente oculto tras los árboles, observándoles. Yamen llevaba la voz cantante en las maniobras, pero era la espada de Arlot la que deslumbraba, deslumbraba la espada y asombraba la habilidad y fuerza con que la manejaba. Viéndole no consiguió evitar una oleada de melancolía y pensar en qué quedaba de aquel niño arisco, solitario, al que debía convencer a cada paso que fuese buen cristiano, que estudiara y, sobre todo, que no se metiera en jaleos. Lo decía sabiendo que era un buen cristiano y que estudiaba con aplicación. Insistía porque temía que se desviara dado su carácter. Un buen ejemplo habían sido sus problemas con los soldados. ¿Y qué decir del resto? ¿Qué decir de Triste viéndole lanzar una piedra tras otra con su onda contra el tronco de un árbol? ¿O de la incontrolable agilidad de Vento? O, o, o… Aquellos chicos habían crecido y se habían convertido en unos hombres que viéndoles manejar las armas le recordaban a quienes fueron sus mejores soldados, a los mejores. Lo de la estrella de seis puntas le pareció correcto, con defectos a pulir, pero correcto. Más tarde, cuando el grupo se dividió en dos triángulos se irritó. ¿Qué hacían? ¿No comprendían que acabarían entorpeciéndose entre sí, rompiendo el equilibrio de la defensa? Las reglas en defensa son básicas, quedan por encima de un buen ataque. Lo primero es no ser herido, no herir. ¿No lo comprendían? Aquel chico, Yamen, había adquirido unos conocimientos militares básicos gracias a su padre, que en la Gloria debía encontrarse, pero sobreestimaba su valía y con ello crearía malos hábitos de combate en sus amigos, lo que suponía un riesgo si, por desgracia, algún día debían enfrentarse a quien fuese. No, no iba a permitirlo. Se recogió los faldones de la sotana, salió del abrigo del bosque y con paso decidido, voluntarioso en no reflexionar acerca de lo que hacía, se dirigió directo al grupo. La imagen de los perros haciendo un camino similar antes de la masacre le asaltó, pero aquel dolor quedaba lejos, en teoría bajo tierra, y su obligación de formar a aquellos muchachos muy cerca. Quien primero advirtió su presencia fue Vento, quien lo señaló gesticulando alegremente. Siguieron todos la dirección que les marcaba y cada cual a su manera expresó la sorpresa que su presencia les causaba. Arlot frunció el ceño. Sin duda, pensó Páter, temía una nueva cascada de amonestaciones y no quería que le estropeasen el día del estreno de su espada. Se equivocaba. Arlot fue uno de los que más agradeció su presencia.
XIII
Los vecinos de la villa de Arlot festejaron el vuelo del águila como si de un suceso milagroso se tratara. El águila se dejaba ver muy de tanto en tanto, hasta tal punto que muchos de los más jóvenes apenas la conocían de oído. Se decía que anidaba en las montañas del Cielo, y las montañas del Cielo quedaban lejos. En realidad, casi nadie las había visto y se referían a ellas por lo que contaban los viajeros. Se decía que formaban un círculo a modo de muralla, inaccesibles los picos tallados a modo de torreones, y también que recordaba a un imponente puño elevándose hacia el cielo, quizá suplicando la compasión divina. También se decía que, en tiempos tan remotos que nadie conseguía dar fe de ellos con un mínimo rigor, esas montañas habían sido bendecidas por un obispo que murió en santidad tras recorrer la totalidad del perímetro trasladando un hisopo de considerables dimensiones. La ceremonia, en honor a Dios, le exigió caminar hasta la extenuación con tan pesada carga y, apenas concluida lo que se consideró una hazaña sin precedentes, se derrumbó colapsado por el esfuerzo. Al instante su alma, con casulla, mitra y báculo, se elevó hacia el paraíso ante la admiración de quienes le acompañaban. ¿Su nombre? Como el de tantos santos y mártires se consagró su memoria en el más humilde de los anonimatos. Ahora pocos pensaban en él o en su historia, pero el vuelo del águila paralizaba labores y mandaba levantar la vista dejando que la imaginación se desbocara, al menos hasta el punto que podían permitirse. A Arlot el paso del águila le cogió en la herrería trabajando junto a su padrastro. Fue este quien advirtió que el patio de armas se había convertido en una exposición de figuras inmóviles haciendo visera con la mano y observando el cielo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Arlot advirtiendo aquella interrupción en el trabajo, lo que en su padrastro no resultaba normal.
—Veamos —fue la respuesta.
Dejó las pinzas en el interior del cubo con agua levantando una columna de humo entre chisporroteos y se dirigió hacia la entrada. Al llegar imitó a quienes continuaban atendiendo a lo que en lo alto sucediera con un silencio piadoso. Permaneció allí durante unos segundos y a continuación le hizo una indicación a su hijastro con la mano para que saliera. Una vez juntos señaló la figura oscura que planeaba a gran altura.
—El águila ha vuelto —empezó en voz baja, evitando quebrar la atmósfera que se había creado a su alrededor—. ¿La recuerdas? Hace años hubo una que estuvo rondando nuestro cielo durante días.
Sí, Arlot