Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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se dejó crucificar porque comprendió que sus anhelos nunca se cumplirían. Sé que no debería hablar así porque usted es un sacerdote. Pero, también, mi guía espiritual y es bueno que le exponga mis dudas. En aquel momento Páter se había encendido hasta las orejas y abierto la boca para replicar, después cerrado y abierto de nuevo. Los ímpetus le abandonaban, de pronto se sentía derrotado y, aun peor, convencido de que su falta de persuasión llevaría a aquel muchacho a una muerte segura. Nunca saldría vivo de aquellos bosques si insistía en su idea. Cristo no mataría, así que no le metas en esto. Y sobre la parrafada final, agradeciéndote la sinceridad, ya hablaremos con calma. No le había contestado Arlot. Tampoco nadie quiso retenerle al verle alejarse a grandes zancadas.

      Apenas le vieron desaparecer entre los árboles, Arlot se había acercado al estuche y, tras limpiar la hoja de la espada con el manto, la había guardado. Luego, sin abandonar la sensación de ausencia mantenida a lo largo de la conversación, o del monólogo, dejó una mano sobre ella y la atención en el lugar por el que el sacerdote había desaparecido. En ocasiones, como en aquella, el rostro de Arlot se transformaba en una máscara sin expresión y debía buscarse con mucho cuidado, y no poca suerte, para intuir qué pasaba por su mente o por su ánimo. Te quiere, Arlot, oyó decir a su espalda a Carlo. Y está preocupado, muy preocupado, le siguió Marlo. Hubo una pausa, una pausa que a algunos se les hizo demasiado larga. En especial a Triste, incómodo con aquel tipo de situaciones. Y puestos de patas en la sinceridad, no esconderemos que también nosotros lo estamos, acabó diciendo. Tememos por ti, y perderte. La pregunta la admito como absurda sabiendo lo que sabemos, pero ¿te lo has pensado bien? Arlot continuaba arrodillado junto al estuche. Lo había cerrado con lentitud y permanecía con los puños apoyados sobre aquella pieza de cuero, tan impropia de pertenecer a alguien como un aprendiz de herrero, una pieza que, al igual que la espada, había conseguido gracias al cariño de un hombre que también le quería y al que él quería. Entonces sintió una mano en el hombro, una mano enorme que en aquel momento se manejaba con una delicadeza impropia del hombre al que pertenecía, la de Yúvol. Al menos deja que te ayudemos. Hemos hablado y estamos dispuestos a acompañarte. Somos amigos, ¿no? Arlot había palmoteado sobre aquella mano. ¿Qué diría su padrastro de aquel plan tan cuidadosamente madurado? Había sido un buen hombre y a su manera intentado y hasta conseguido de alguna forma ocupar el puesto del padre perdido. ¿Qué pensaría? Posiblemente nada. Se pondría serio, muy serio, y guardaría silencio. Pero ¿qué pensaría?, ¿qué sentiría? ¿Y la mujer que había luchado y sufrido tanto por conseguirle una vida mejor? Si como afirmaba Páter, aquello equivalía a un suicidio, ¿cómo le juzgarían? ¿Y sus amigos? Deja que te ayudemos, había dicho Yúvol, y lo hacía en nombre propio y de los demás. De su sinceridad estaba convencido. Tanto le querían, tanto valían, que estaban dispuestos a acompañarle en lo que todos, menos él, ¿en su obcecación?, consideraban una locura. Acarició la mano de Yúvol, se incorporó y se giró. Allí estaban los seis. Serios, incluso Vento, le miraban y aguardaban. Sus amigos. Eso es imposible, les había dicho. Yamen, brazos cruzados, mirada vidriosa, había movido la cabeza con fastidio. Por lo menos piénsalo con tranquilidad. En grupo es más difícil que puedan con nosotros. Cada vez peleamos mejor. Y negó, más por voluntad que por convicción. Gracias, pero después de lo que ha dicho Páter, de lo que yo le he dicho, poco queda que pensar y nada que decidir. Es posible que los dos tengamos razón o que los dos estemos equivocados. O que solamente acierte uno. Sea como sea, no me perdonaría complicaros tanto por una cuestión que, justa o injusta, razonable o insensata, es tan personal.

      En ese punto se interrumpieron los recuerdos. La empuñadura estaba casi reparada y, tras apoyarse con ambas manos sobre la tabla, se quedó contemplándola, absorto.

      Semanas después, poco antes del amanecer del día del Purgatorio, Arlot abandonó silenciosamente la cabaña y se dirigió al cobertizo para recoger una bolsa con algunos alimentos y el estuche con la espada y enfiló hacia el sendero que conducía a los bosques. El día del Purgatorio tenía lugar hacia finales del invierno o inicios de la primavera, y respondía a un curioso fenómeno meteorológico al que desde hacía siglos se le había dado un significado muy especial, el mismo que se aplicaba a todo aquello que no se sabía explicar, fuese para bien o para mal. En este caso el milagro consistía en que el valle sobre el que se asentaba la villa de Arlot quedaba cubierto durante horas por una capa de nubes grises, cerrada, sin fisuras, estática, baja, que descansaba sobre los picos de las montañas, picos que ocultaba. El día en que no amanece o la rebelión de la noche, lo llamaban aquellos a los que hablar del purgatorio les suponía adentrarse en un pasadizo de temores y optaban por referirse a los ciclos de la naturaleza. El fenómeno se iniciaba al amanecer y se prolongaba hasta que, alcanzada la noche, la capa se deshacía y se recuperaba la normalidad. Hasta aquí la descripción de los hechos, la interpretación seguía unos derroteros tan curiosos como el propio fenómeno. La villa de Arlot tenía básicamente dos fronteras naturales. Al oeste una cordillera sin nombre, aunque hubiera quien la llamase, en privado para evitar peligrosas interpretaciones pues corrían el riesgo de ser calificadas de sacrílegas, la Santa Cena. El nombre no resultaba desacertado desde un punto de vista simbólico pues constaba de trece picos de alturas variables entre los que resaltaba uno considerablemente más elevado, y bien podía representar a Jesucristo acompañado por sus doce apóstoles. El resto de los puntos cardinales lo cerraban los bosques, bosques tupidos, atravesados por diferentes caminos, unos bien visibles y con la amplitud suficiente para permitir transitar por ellos caballerías y carros, y otros semiocultos por la maleza y únicamente al alcance de quienes los conocieran. Para los aldeanos, incluso para los miembros de las milicias si se trataba de un pequeño destacamento, alejarse de los caminos principales e internarse en los bosques suponía una amenaza que preferían evitar. Oscuridad, trampas, salteadores, alimañas, y, lo peor, las leyendas que hablaban de ánimas errantes, de brujas, de hechiceros y demás seres malignos en busca de los cuerpos y las almas de los imprudentes. En consecuencia, pocos se adentraban en ellos sin un motivo importante y la protección adecuada. Oscuridad, trampas, salteadores, alimañas, ánimas errantes, brujas, hechiceros, seres malignos. Podrían añadirse demonios, monstruos, locos, tiñosos, etcétera. La mayor parte de la superficie de los bosques supuraba amenazas que empapaban tierras y vegetación y se transmitían a través de las neblinas, inoculando la perversidad a quienes permanecieran en ellos durante más tiempo del conveniente. El valle Silencioso constituía uno de los muchos ejemplos que se manejaban. Y fue a través de esta consideración, las miasmas de los bosques, que se llegó a una conclusión acerca del fenómeno del día del Purgatorio. Aquella masa que separaba como un muro ennegrecido el valle del cielo tenía su origen en las emanaciones del bosque, en la necesidad de limpiar los bosques de la maldad acumulada por sus criaturas. Una vez al año la purificación se hacía imprescindible. Purificación insuficiente, por supuesto, ahí seguían las amenazas un día tras otro, lo que equivalía a considerar que aquel purgatorio sería eterno fuesen quienes fuesen sus víctimas. Conscientes de ello, se explicara de una forma o de la contraria, nadie abandonaba el refugio de sus hogares mientras el fenómeno se mantuviera, nadie quería exponerse al poder destructor de aquella capa moldeada por la suma de las perversidades del bosque y expresada en forma de nubes. Crédulos o escépticos, pocos se arriesgaban a hacerlo.

      En consecuencia, durante ese día el valle se aislaba del mundo, la gente permanecía encerrada en sus casas tras amparar a los animales bajo refugios estables o improvisados a fin de evitar que fuesen contaminados, e incluso en el castillo el número de centinelas, tras recibir la preventiva bendición sacerdotal, que Páter impartía con oficio y sin ocultar su incomodidad al hacerlo, se reducía al mínimo. Ni siquiera quienes servían en el castillo acudían a sus trabajos. Ese fue el motivo por el que precisamente ese amanecer fue el escogido por Arlot para emprender la marcha hacia otros bosques, los oprimidos por el Diablo real y en persona. No llevaba demasiada comida, pero sí algunas piezas de hierro, herraduras, espuelas y pequeños utensilios que pensaba intercambiar a lo largo del recorrido. Por la noche apenas había dormido, más por los remordimientos de marcharse de aquella forma, como un forajido, sin un adiós, que por el temor ante el inmediato futuro. Con el estuche a la espalda y la bolsa en bandolera se alejó con rapidez de la villa. Le ayudaba pensar en que cuando hizo con su madre el mismo viaje en sentido inverso, habían pernoctado en dos monasterios, uno de ellos de considerable tamaño, donde les proporcionaron refugio


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