Arlot. Jerónimo Moya
de soldados, y en consecuencia de preguntas, y de delatores profesionales o vocacionales. Mientras conociera el terreno, las evitaría tanto como los caminos principales, siempre propensos a los encuentros, aunque ello comportara alargar el recorrido. La duración de su viaje le resultaba imposible de concretar, difícil predecir lo que sucedería en el día a día, aunque calculaba que serían semanas. Y no pocas. Años atrás el viaje lo habían hecho en un carro, por lo que no le servía de referencia. Sí recordaba que se le hizo eterno, pero la eternidad en aquellas circunstancias y con aquella edad resultaba engañosa. El desamparo y la infancia dilata los tiempos. Lo único cierto que podía manejar en sus planes se reducía a que las montañas del Cielo deberían convertirse primero en su horizonte, después en un referente, pues quedarían a su izquierda mientras recorría el valle Ancho, y finalmente desaparecerían tras una cordillera conocida como las Seis Hermanas, cordillera que desembocaba en otro valle, estrecho y alargado, el de Vulcano, en cuyo centro se elevaba un capricho de la naturaleza con aspecto de volcán de inmenso cráter, y en su interior, según sabía, se levantaba un poblado de buen tamaño. ¿Un poblado en el cráter de un volcán?, le había preguntado a su madre tiempo atrás, la primera vez que oyó hablar del lugar. Un volcán apagado, fue la explicación. Claro que a lo mejor no es un volcán, añadió. Hablaba de oídas, como hacían casi todos. Al principio consideró que estaba equivocada, que la habían informado mal, habladurías, pero al cabo de un tiempo, Páter dio fe de ese pueblo, incluso le habló del barón, un hombre de fiar y un buen amigo suyo. Fue él quien le aclaró que no se trataba en realidad de un volcán, sino de un capricho de la naturaleza. Así lo definió. Añadió diversas informaciones sobre la zona y consejos para evitar, en sus palabras, “que los problemas no te impidan por lo menos llegar a Aquilania”. Y añadió algo de mayor importancia: una carta de presentación para su amigo el barón. Páter, admitiendo su impotencia para evitar aquel viaje, había decidido ayudarle en la medida de sus posibilidades, lo que le había obligado a desvelar parte de su pasado. Se refirió a su época militar sin entusiasmo, negándose con firmeza a entrar en detalles. Dile que vas de parte de Valerio. ¿Valerio?, preguntó Arlot, así que ese es su nombre auténtico. Eso no te importa, fue la respuesta de Páter, tú limítate a decirle que vas de mi parte y le das la carta. De acuerdo, convino Arlot, de parte de Valerio. Eso es, de Valerio, hubo un momento de duda. Del capitán Valerio, dijo finalmente Páter, de corrido, casi sin marcar las sílabas. ¿Capitán?, fue la reacción de Arlot mostrando su sorpresa, esta vez lejos de ironías. No hubo respuesta. Como si acabara de cometer una falta que le había dejado en evidencia, una falta no menor, el sacerdote salió de la iglesia en donde se encontraban en aquel momento y se encaminó con paso firme hacia el castillo, como podía haberlo hecho hacia el bosque o hacia el sendero que llevaba hasta la ermita de Piedras Santas.
Bien, pues ese lugar tan excepcional conocido como Vulcano, sería la última etapa antes de internarse en el señorío de Aquilania, puesto que ambos señoríos eran fronterizos. Envuelto por la neblina del amanecer en ello pensaba observando aquella masa de nubes tan cercana, tan lóbrega, tan rígida. Una masa de nubes que se aproximaba en exceso a la idea de un valle rocoso, desértico, y provocaba un efecto amenazador, desagradable, que al margen de certezas o leyendas, repelía. El propio Arlot, tan poco inclinado a las supercherías, se sentía incómodo sintiéndola sobre su cabeza. Deseaba penetrar en el bosque lo antes posible, al menos allí las copas de los árboles la ocultarían. Al alcanzar lo alto de la pendiente, justo al inicio de una curva tras la que se dibujaba a unos centenares de metros el primero de los bosques que debería recorrer, se detuvo para lanzar una última mirada a la villa. Con las montañas al fondo, los picos hundidos entre las nubes, el castillo aletargado, dominando el valle, aquel cielo de piedra oscura cubriéndolo todo, las cabañas de barro o de madera cubiertas de paja se mostraban frágiles, indefensas, sometidas a unas fuerzas ante las que no quedaba sino rezar. Eso harían quienes las habitaban apenas despertaran, rezar y atisbar tras las ventanas, muchos dominados por el temor, acobardados. Hacerlo es absurdo, aceptó antes de levantar una mano en señal de despedida, con la vista puesta en la casa en donde su madre, su padrastro y Yamen aún dormían. Ni siquiera a quien consideraba su hermano le había confiado la noche anterior que partiría al cabo de unas horas. No se lo había dicho, pero antes de retirarse a dormir se le había acercado para darle un abrazo más largo y más fuerte de lo habitual. Yamen correspondió con igual fuerza, en silencio. Había comprendido.
Durante los primeros días, hasta nueve contó, el viaje transcurrió según lo previsto, sin mayores sobresaltos que las predecibles incomodidades. El tiempo, primaveral, le permitió olvidarse de las nubes del día del Purgatorio y los bosques, tupidos pero transitables, hicieron que la marcha resultara incluso placentera, al menos en lo material. Otro tema resultaba el anímico. Marcharse de su casa como si de un delincuente se tratara, le dolía, lo consideraba indigno para él e injusto para sus padres. Sin embargo, había llegado a la conclusión de que haciéndolo de esa forma protegería a su familia de las habladurías, y les facilitaría no tener que caer en el disimulo y la mentira. Al menos así sería en lo relativo a su madre y su padrastro. En cuanto a Yamen sabía de su capacidad para encogerse de hombros y mostrarse turbado. En el arte del disimulo había alcanzado la perfección tras un largo adiestramiento. Durante años había soportado las preguntas maliciosas acerca de su madre, y descubrió que encogerse de hombros y mostrarse turbado resultaba un recurso aceptable. Al menos tal versión le había confiado a Triste cuando este se quejaba del trato que recibía de su padre. No te preocupes, no nos darán la lata más allá de unas cuantas preguntas, preguntas a las que responderemos como el más tonto de los soldados si se le dice cómo se escribe su nombre. Ese fue el consejo que asimismo le dio cuando este mostró su temor de delatar sin querer los planes de Arlot si los interrogaban. Por otra parte, nada tan previsible como el empeño con que sus amigos tratarían de evitar su partida llegado el momento, de evitarla o de acompañarle. En consecuencia, nada de noticias relativas al momento de su marcha o de la ruta que seguiría. No, bastante había resistido los embates de Páter a caballo de reflexiones y citas relativas al odio, la venganza y el derecho a la vida de los seres humanos. Solo Dios puede darla y quitarla. Pues si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Por tanto, ya sea que vivamos o que muramos, del Señor somos. ¿Era de Romanos? El recuerdo de esas palabras, unido al del congestionado rostro del sacerdote mientras las pronunciaba, dedo índice bailoteando para subrayarlas, le llevó a la sensación de ir en compañía. No así entonces. ¿Y los castigos de los señores? ¿Y la muerte de la madre de Yamen? ¿Y la vida de esclavos que sufren tantos y tantos? Páter masculló algo, confiando en que no se le entendería, y él comprendió que mejor no insistir. ¿Para qué? Ahora, reviviendo el recuerdo del último encuentro con su tutor, descansando recostado en una vieja encina, junto a un arroyo que corría con el furor de su juventud primaveral hasta perderse en un recodo, la figura de aquel sacerdote tan importante en su vida, y de un sombrío pasado que se negaba a revelar por completo, tuvo el efecto de un bálsamo. Suspiró buscando el equilibrio perdido durante los últimos tiempos. No le quedaba otra alternativa que seguir el camino, ser cauteloso y no dar un paso atrás. Y si vacilaba, ahí seguía la imagen de su padre haciéndole señas para que fuera a ayudarle con la labranza o con el cuidado de los animales. Recuerdos y más recuerdos, con nostalgia o simplemente con tristeza, en realidad con una mezcla de ambas, hasta que un crujido le hizo volver al presente.
Tal vez aquel sonido fuese el eco de cualquiera de las voces del bosque, aquellas que sin mostrar su origen, acompañan a quien transita por sus profundidades, incluso a quienes no las perciben. Es la melodía que se acentúa por la noche y que él conocía desde la infancia. Es el crujido y el posterior silencio lo que te pone alerta. Las voces del bosque tienen su propia forma de manifestarse, su código, sea a través del sonido o del silencio. Sonido o silencio, mejor ser precavido en ambos casos, en especial en el segundo. El estuche permanecía a un par de metros de sus pies, lo que le obligaba a levantarse si optaba por buscar la espada. En caso de necesidad podía moverse con rapidez y alcanzarlo, aunque quedaba por valorar el tiempo necesario para abrirlo. O emplear la táctica opuesta. Simular que el descanso se había acabado y actuar con lentitud, inclusive con pereza. Ponerse en pie, desperezarse, dar un paso, detenerse, bostezar, un nuevo paso y otro, recoger el estuche como si fuese a cambiarlo de lugar, y esperar. En tal caso, quien fuese, si de un ser humano se trataba, se confiaría. Un nuevo crujido seguido del consiguiente silencio, esta vez más cercano,