Arlot. Jerónimo Moya
En un mundo acomodado a las penumbras y las rutinas se trataba de un hecho que había sucedido antes y sucedería después, pero que no dejaba de sorprender, lo que no evitaba ni ahorraba comentarios. Uno se aleja del castillo y de su manto protector, queda expuesto a cualquier peligro y desaparece. Otro se despide diciendo que va a cavar un pozo a pocos metros del linde del bosque, y nunca más se sabe de él. Aquel consigue un permiso para vender en la feria los dos corderos que ha criado con tanto sacrificio y de él nunca más se supo. Incluso se daba algún caso de quien tras un estentóreo ¡me marcho de este maldito lugar!, o expresión similar, cumplía su amenaza. De unos se volvía a saber y de otros no. Historias, unas cabalmente fidedignas o hasta cierto punto y otras ficticias de principio a fin, y las gentes de los pueblos revestían unas y otras de verosimilitud con ropajes dogmáticos. En consecuencia, la ausencia del hijastro del herrero, el hijo de aquella mujer de pelo oscuro y mirada profunda que tal día llegó desde una miseria lejana, se aceptó como lo hacen quienes se acomodan a un fatalismo consolador. ¿Ves?, se decían aliviados. Nosotros seguimos juntos. Gracias a Dios hemos evitado tal desgracia. Por esta vez la mala fortuna ni nos ha rozado. Pero ya nos llegará, cavilaban tras sus palabras de consuelo. También hubo quienes recordaron el incidente con los soldados y sospecharon, siempre en voz baja y resguardados por las paredes de las cabañas, del temperamento vengativo del cual hacían gala estos con frecuencia. Nunca perdonan y matar es su oficio, se afirmaba con tono de sentencia. ¿Recuerdas lo que le sucedió a tu padre a pesar de ser uno de los mejores soldados del reino?, le recordaban a Yamen para hacerle partícipe de sus conjeturas, y este se encogía de hombros ni afirmando ni negando, si acaso lanzando un lacónico vete a saber, de eso hace mucho. Y se añadía lo que bien había podido suceder con la presencia de manadas de lobos en los últimos meses. Hay muchas y deambulan por los bosques hambrientos. Inclusive corrieron voces de haber visto al desaparecido recorriendo uno de esos bosques como desorientado, desaliñado, dando voces.
Una tarde, estando los amigos de Arlot charlando junto a las murallas, se les presentó uno de los comisarios del marqués. Lo hizo, a saber el motivo, acompañado por dos soldados. No, no gustaba en el castillo que brazos jóvenes y fuertes se esfumaran de sus trabajos, fuese por accidente o por fuga. Así sucedía, y aquel hombre se sentía obligado a evidenciarlo a través de un gesto en el que combinaba preocupación e irritación. Uno a uno les interrogó conduciéndoles hasta el patio de armas, junto al puesto de guardia, con el ánimo de intimidarles, lo que pronto comprendió que estaba lejos de conseguir. Cada cual contestó a su manera, pero las respuestas, incluyendo las sucesivas negativas gestuales de Vento, coincidían. No tenían ni idea de qué dirección habría tomado Arlot o dónde se encontraba en aquel momento. Nada les había dicho y poco habían sospechado ellos de su partida antes del último día del Purgatorio, justo el de la desaparición. Eso sí, estaban preocupados, muy preocupados. Mentían en una parte, imposible de evitar ante una pregunta concreta, puesto que saber sí sabían que pensaba marcharse, y Páter, teniendo conocimiento de ello y obligado a sumarse al mismo mensaje, se mostró apesadumbrado durante semanas. ¿Y qué iba a hacer?, se preguntaba retóricamente. ¿Mentir o delatarlo? Que Dios les perdonara, a ellos y a él. En medio de tal vaivén de suposiciones, ocultaciones, medias verdades y sentimientos contrastados, desde el sufrimiento hasta la indiferencia, cuando no una malsana satisfacción, era un chico muy raro, adusto, soberbio, Dios le habrá castigado, dichosos los humildes, el cielo será suyo, su recuerdo fue desvaneciéndose, como suele suceder al fin con los que se ausentan, hayan sido queridos o no. Quienes no lo olvidaban eran sus seis amigos, que continuaron acudiendo al Valle Silencioso, ahora por dos motivos. al de practicar con las armas se sumaba el de aguardar su retorno, retorno por el que todos rezaban sin que Páter en este caso les moviera a hacerlo. Y es que aquel lugar había sido el elegido, si todo salía según lo proyectado, para el reencuentro. Una vez juntos ellos le informarían de la situación en la villa en lo relativo a su desaparición y, según soplaran los vientos, planificarían conjuntamente la mejor fórmula para reaparecer si es que había alguna posibilidad. Así lo habían acordado, aunque sabían que conseguirlo sin costes resultaría complicado.
Por esos días, en plena explosión de la primavera, llegaron al pueblo tres emisarios. A juzgar por su uniforme acorazado y el estandarte del que uno de ellos hacía gala, el águila negra con la cabeza roja y las garras doradas, pertenecían a la guardia del rey. Recorrieron la calle principal al trote, con un ritmo cansino que armonizaba con el gesto desganado con el que ignoraban a quienes los examinaban entre la curiosidad, el interés y el temor. En general la presencia de miembros de la guardia real no solía ser frecuente ni comportaba buenas nuevas. Era voz popular que gozaban de todo tipo de privilegios, incluyendo el de soslayar las leyes si lo consideraban oportuno. Tenían licencia para hacerlo. Entraron en el castillo sin mayores inconvenientes que alejar de su camino a quienes pudieran entorpecer el ritmo de sus cabalgaduras y allí, en el interior de la torre del homenaje, permanecieron hasta el siguiente día. ¿A qué se debía su presencia en la villa? Nadie lo sabía, pero todos opinaban, cuando no resolvían el misterio de una forma imaginativa. Por la noche no hubo casa en la que no se comentara aquella presencia y el motivo que la había provocado. Y es que a última hora de la tarde se había extendido cierto rumor, rumor iniciado sin disimulos por soldados del castillo y, en especial y con mayor entusiasmo, por los siervos que allí trabajan. Se trataba nada menos que del asesinato de uno de los principales señores del reino, de un sobrino del propio rey, y los emisarios andaban a la búsqueda del magnicida. En consecuencia, aquella fue una noche de susurros, de temores que no despreciaban un grado estimulante de excitación.
Con tales rumores escarbándole en el alma, la madre de Arlot volvió a la cabaña reteniendo las lágrimas. Las había dominado en el castillo durante las últimas horas con el ánimo de no delatarse, pero en la penumbra de su casa, en la soledad de su hogar, ya no tenía ni fuerzas ni ánimos para contenerse. Yamen aún no había vuelto, en ocasiones trabajaba de monaguillo con Páter y había llegado la hora de las vísperas, esta vez en honor de la Virgen agradeciéndole la abundancia de las cosechas de aquella primavera. Tardaría en volver. ¿Vísperas? No, esa tarde ella no iría a la iglesia como acostumbraba si el sacerdote organizaba una, no andaba de humor para cánticos, y el herrero ya le había advertido que debía acabar las nuevas espuelas del marqués y que también se retrasaría. Trabajar con plata nunca le había entusiasmado y el tiempo se le acumulaba por temor a cometer un error. Tocaba esperar y esperó. Tocaba encender el fuego y empezar a hacer la cena, y eso hizo. Tocaba seguir llorando y lloró. Por tal motivo no resultó extraño que cuando Yamen entró en la cabaña encontrara un pan, un plato con cebollas, zanahorias y nabos hervidos y medio queso sobre la mesa y a ella aventando el fuego con los ojos enrojecidos. Algo le había llegado en la iglesia, y aunque los mensajes resultaban imprecisos, a la vista del estado de quien consideraba de hecho como una madre, comprendió lo que sucedía. Arlot había cumplido su palabra, lo que no sabía si alegrarle o preocuparle aún más. Su reacción fue abrazar con fuerza a aquella mujer que llevaba semanas resistiendo el sufrimiento y que ahora se veía desbordada por la angustia. Había estado muchos años siendo consciente de lo que podía pasar, y los mismos esperanzada con que nada sucediera. Esperanzada incluso conociendo a su hijo como le conocía. La idea de que partiera para vengar la muerte de su padre le resultaba tan disparatada que nunca había querido aceptarla. Así, abrazados, la mujer llorando y el chico descorazonado, los encontró el herrero al llegar. Sin mayores saludos que dejar caer sin miramientos una alforja con la verdura con la que le habían pagado su trabajo para el marqués, se sentó junto a la mesa, llenó una taza de agua y la bebió. Debieron pasar varios minutos para que su esposa y Yamen tomaran asimismo asiento al otro lado de la mesa, y algunos más para que se rompiera el silencio.
—¿Hay algo nuevo? ¿Ha salido su nombre? —preguntó ella poniendo una mano sobre la de su marido.
La primera respuesta se dio en forma de una sonrisa lejos de cualquier alegría, la segunda consistió en tomar aire y con la tercera llegaron las palabras.
—El día que mataron a ese individuo, una de las patrullas que controlan las fronteras de Aquilania vio salir del bosque a un hombre poco después del anochecer —empezó el herrero con lentitud, como si se dirigiera a las llamas que ondulaban las sombras en un rincón de la cabaña—. Al estar oscuro apenas distinguieron de quién se trataba, y tampoco tenían conocimiento de lo que había sucedido con su señor, eso se descubrió