Arlot. Jerónimo Moya
a todos, cierto, pero un mercader es un hombre que se mueve, que recorre los caminos y conoce a mucha gente. Piezas del tipo de ese estuche no se fabrican en cualquier sitio ni llegan volando. Tampoco es un tipo de mercancía propia de los buhoneros. En conclusión, él será de los primeros en ser interrogado y en cuanto le hablen del estuche de una espada, negro y forrado de terciopelo rojo, hablará. Es lógico, y por mucho que su hijo y Arlot sean amigos, no se jugará la vida por protegerle. No le acuso ni le acusaré.
—¿Hablará? Eso nunca se sabe —dijo Yamen, claramente convencido de lo contrario. El herrero tenía razón. Los mercaderes tendían al pragmatismo.
—Ofrecen diez monedas de oro por la información, pero no creo que hable por el dinero. Le tentará, pero no será lo decisivo.
La voz del herrero había sonado diferente, contundente, como la del padre que ha dado con la tecla que a buen seguro reorientará a su hijo y le apartará de errores pasados o de ideas absurdas que le conducirían a otros aún peores en el futuro. Yamen esta vez no respondió, se limitó a levantarse, salir definitivamente al exterior y perderse tras un susurrante ahora vuelvo entre unas sombras que se espesaban por instantes.
—Va a ver a sus amigos —dijo el herrero transcurridos unos segundos—. Querrá preparar las respuestas por si les interrogan de nuevo tras hablar con el mercader, y esta vez lo harán esos hombres del rey. La reunión será menos agradable, supongo. —Miró a su mujer, buscando complicidades—. Siempre he creído que ese chico es muy listo, piensa rápido y piensa bien. Confiemos en ello.
—Mañana hablaré con él y trataré de tranquilizarle —dijo ella pugnando por sonar serena—. Yo ya me he desahogado hoy, ahora hay que pensar en los demás. Son grandes en tamaño, pero muy jóvenes. Si todo va como imaginas, para Yúvol supondrá un golpe muy duro.
XVI
A la mañana siguiente el herrero salió hacia el castillo antes del amanecer. Quería conocer lo antes posible los movimientos de los emisarios del rey, recoger cualquier comentario que corriera entre el servicio, al menos hasta donde fuese posible hacerlo y pensar, sobre todo pensar. Sabía de su fama de hombre discreto y reservado y un brusco cambio en su conducta habría tenido el efecto de una proclama, o al menos levantaría sospechas. ¿Cuánto tardarían en relacionar su preocupación, la marcha de Arlot y la descripción del fugitivo de Aquilania? Un chico alto, fuerte, con el pelo oscuro y largo, e insolente con la autoridad, añadirían los soldados.
—Sí, hoy llego antes de la hora, necesito adelantar con las espuelas del marqués —se justificó ante los centinelas, aunque luego se evidenciaría que tal vez fue el día de su vida en que menos avanzó en un trabajo.
Apenas entró en la herrería, avivó el fuego, tomó el martillo de base fina y se instaló junto a una de las ventanas que se abrían al patio. De tanto en tanto daba golpes sobre uno de los yunques con la intención de que los sonidos mantuvieran el ritmo acostumbrado, o no lejos de ello. A media mañana vio a los tres emisarios. Salían de la torre del homenaje en dirección a la muralla. Les acompañaban uno de los consejeros y dos soldados, uno de los cuales llevaba bajo el brazo el estuche de la espada de Arlot. Sintió un escalofrío primero y un profundo desánimo después. Fue tal la sensación de derrota, de comprender que sus esperanzas se derrumbaban, que abandonó la ventana y reanudó el trabajo interrumpido el día anterior. Se acabó, se dijo, y de inmediato empezó a pensar en las consecuencias. La primera, ¿cómo advertir a Arlot de lo ocurrido? ¿A través de sus amigos? Ninguno de ellos había pronunciado una palabra al respecto. Incluso Yamen había permanecido mudo el día en que descubrieron su marcha, ni una palabra sobre el porqué y el adónde. Se limitó a leer el mensaje de Arlot en que les pedía comprensión por su partida, debo cumplir con mi promesa y sobre todo con la justicia que le debo a mi padre, había dejado escrito. Reiteraba su respeto, su gratitud y su amor por los tres y concluía con unas palabras que presagiaban lo peor: Solo la muerte impedirá que antes o después volvamos a abrazarnos. Por último les pedía perdón por el dolor que su decisión pudiera causarles. Si algo sabía Yamen, tenía la obligación de explicarse. ¿Tú no sabes nada?, le habían preguntado. No afirmó ni negó, se limitó a mostrarse cabizbajo. Es decir, sí sabía algo, pero no lo diría. Tal vez, comentaron ellos más tarde, sepa lo mismo que nosotros, que estaba dispuesto a buscar al duque de Aquilania en su propio territorio. Fuese como fuese no insistieron, no encontraron un motivo suficiente para hacerlo y el dolor que mostraba su hijo adoptivo inclinaba a respetarlo y a compartirlo. Pero no se trataba únicamente de advertir a Arlot. ¿Cuánto tardarían en presentarse en la cabaña emisarios y soldados una vez reconocido el fugitivo? ¿Cuánto en detenerles a los tres? ¿Cuánto en torturarlos para hacerles hablar acerca del paradero, del escondite, de quien llamarían asesino? El martillo caía con una fuerza tal que la espuela vibraba, como si temiera que alguna de aquellas embestidas la cazara de lleno y la destrozara. Consciente de correr el riesgo de estropear horas de trabajo, antes de dañarla de una forma irremediable, la lanzó de un manotazo sobre un montón de serrín y continuó golpeando el yunque hasta que el brazo empezó a mostrarse incapaz de mantener aquel ritmo. Entonces se detuvo, jadeando. ¿Intuía Yamen lo que pasaría y de ello su silencio? ¿O simplemente evitaba comprometerlos? Pobre chico. Si ese era el motivo, no conocía los métodos del castillo, de aquel y de todos los castillos del país. Y sobre todo desconocía los modos de la guardia real. En suma, desconocía el mundo en que vivía.
Inquieto, secándose el sudor con el delantal salió de la herrería en busca de aire limpio. El cielo brillaba con una ilusión juvenil que consideró insultante dados sus ánimos. Igualmente insultantes le resultaron las golondrinas que revoloteaban alegremente entre los torreones y los cantos de los mozos de cuadra que le llegaban a través de los arcos de las caballerizas. ¿Perder el temple en unos momentos como aquellos? ¿Olvidar que su familia dependía, en el mejor de los casos, de actuar con acierto una vez llegaran los emisarios del rey? Negaría, mentiría. No, se dijo una y cien veces, ni negar ni mentir. Debo pensar algo mejor, más digno, debo pensar. Olvidando mantener las apariencias como había hecho hasta entonces se sentó junto a la entrada de la herrería en uno de los bancos, lejos de martillos y yunques. Una estampa inusual, se dirían quienes le prestaran atención. Inusual, de acuerdo, no delatora. El abanico de justificaciones para quien las necesitara resultaba amplio. Las piezas se están enfriando, el fuego necesita avivarse o exige recuperar el resuello después del esfuerzo. Vuelta a las mentiras. Cualquier posibilidad serviría para contentar al supuesto curioso. Sí, necesitaba pensar. Piernas separadas, codos sobre los muslos, mentón apoyado en los puños, buscaba y rebuscaba adelantarse a los problemas y de atinar con la mejor solución. Sin embargo, su mente le jugó una mala pasada al transformar lo que debieron ser cavilaciones construidas con inteligencia en recuerdos. Aquel niño esquivo, callado, receloso, que acabó transformándose en un joven al que, una vez advirtió el verdadero fondo de sus silencios y de su aparente frialdad, había acabado queriendo. Se agolparon las imágenes. El niño creciendo, preguntando antes con el gesto que con la palabra, caminando a su lado por el bosque, trabajando con él codo con codo en la herrería, yendo a buscar leña y cortándola si se necesitaba, reparando la cabaña simplemente para mejorarla, informando con una ilusión que vestía de indiferencia de sus adelantos con Páter, elogiando las virtudes de sus amigos y olvidando las suyas. Comprendiendo y ayudando, siempre comprendiendo y siempre ayudando. Y generoso. Tanto que por poco le había costado la vida. El día en que Arlot golpeó al soldado que maltrataba a la madre de Yamen, por primera y única vez en su vida, el herrero había ido a suplicar al secretario del marqués, a culpabilizarse por su poca habilidad educando a un muchacho que tan buen servicio hacía en la herrería y cuya ayuda le resultaba imprescindible. El secretario, con la presencia de su hijo, Vento, al fondo, se mostró comprensivo e intercedió ante el marqués, quien redujo la pena a pesar de las presiones del jefe de la milicia, un veterano oficial más indolente que aguerrido. ¿Y ahora? ¿Cómo poner a salvo al resto de la familia? ¿Me aceptarán las mismas disculpas ante el asesinato de un noble, sobrino del rey, por muy criminal que fuese? No mentiría al decir que no sabíamos, que nada nos dijo. Claro que odiaba a quien mató a su padre, claro que fantaseaba con venganzas. Bien, esto mejor callárselo. Silenciar no es faltar a la verdad. ¿Y al fin qué prueba tenían? ¿El estuche? A saber si su hijastro yacía muerto en cualquier rincón del bosque y el asesino,