Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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A su alrededor las plantas de la huerta mostraban frutos y hortalizas en crecimiento creando un abanico de colores vivos, alegres. Los surcos, regulares, sin malas hierbas, certificaban un trabajo minucioso. Recordaba a los monjes como hombres tranquilos, amables. Su madre y él lo habían agradecido tras las penurias de un viaje que se les antojaba eterno. Pasaron allí dos semanas y en el momento de partir su madre se había arrodillado, y le había hecho arrodillar a él, para recibir la bendición del prior. Se despidieron con lágrimas, básicamente de gratitud. Es lo que tienen los desfavorecidos, pensó ante la pequeña puerta del monasterio, un gesto de bondad lo perciben como un don del cielo. En aquel momento quizá también a él le alcanzara uno de los que con tanta parquedad repartía ese cielo. También sobre este tema había debatido con Páter. Los caminos del Señor son infinitos, le amonestaba una vez volvía la calma tras el intercambio de opiniones que se vivía con pasión. ¿Quién eres tú para cuestionarle?, preguntaba Páter, esgrimiendo lo que consideraba el argumento definitivo. Y citaba con preferencia a Isaías: Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos. Ni vuestros caminos son mis caminos, repitió Arlot sin decidirse ni a avanzar hacia la pequeña puerta ni a alejarse. Tal vez me reciban con el mismo espíritu de entonces. Les diré que ando de paso. ¿Hacia dónde?, preguntarán. Me referiré a Aquilania, lo que les causará extrañeza ya que no es el mejor lugar de acogida según se dice. ¿Para qué vas a Aquilania? La pregunta me obligará a emplear silencios, silencios que en principio aceptarán. ¿Y si no lo hacen e insisten? ¿Llevo un mensaje? Sería creíble y en cierta forma es cierto, llevo un mensaje para el duque. ¿Lo aceptarán sin mayores explicaciones? Me ofreceré a ayudar mientras permanezca en el monasterio, eso lo agradecerán. Y de nuevo el problema: ¿qué pasará con la confesión? Porque me citarán para la comunión del alba, previa confesión, y no podré negarme. Tras la confesión, rechazado por mi parte el propósito de enmienda en uno de los que el confesor llamará mis pecados, el mayor de mis pecados, insistirá en mis obligaciones como cristiano. ¿Cómo voy a perdonar tus pecados si perseveras en uno de ellos? No hay renuncia posible. Entonces, tras consultar con el prior, sin concretar, secreto de confesión obliga, acabarán invitándome a abandonar el monasterio. He ahí la previsible cadena de los hechos, discutible en los matices, muy probable en lo esencial. Se sintió irritado ante tantas dudas, tantos interrogantes. ¿Pero qué me pasa?

      Se giró hacia el bosque, otro tipo de cobijo, que aguardaba su decisión relativamente próximo. Tenía comida suficiente para varios días si la administraba bien. En lo alto continuaba un cielo azul apenas interrumpido por una cadena de nubes blancas, rechonchas y de aspecto feliz que parecían andar de paseo unidas por manos invisibles. ¿Por qué no había considerado lo que ocurriría en cualquiera de los monasterios que encontraría? Precisamente esos monasterios, junto a Vulcano, suponían los únicos lugares en que había planificado detenerse. Quizá mejor olvidar el asunto de los monasterios. Dada su situación, simplificaría problemas y descansar lo podía hacer en otros lugares. El bosque, decidió. Empezó a desandar el camino cuando oyó un sonido a su espalda. Alguien descorría cerrojos. Se detuvo y se giró. En efecto, la puerta se abrió y por ella apareció un monje bajo y ancho con la sotana remangada por encima de las rodillas dejando ver unas piernas gruesas y velludas. Permaneció inmóvil unos instantes sin acabar de salir al huerto, titubeando, hasta que cambió el gesto, grave hasta ese momento, por otro que tenía más de suspiro que de sonrisa, pero que reflejaba cierto ánimo por mostrarse amistoso con el desconocido que le observaba a distancia.

      —Muchacho —exclamó caminando con paso ligero hacia Arlot—, sé bienvenido a la casa del Señor en el nombre de Jesucristo. ¿En qué pueden ayudarte estos humildes monjes?

      Arlot se tomó su tiempo en responder, lo que no pareció incomodar al monje, quien, una vez había alcanzado la distancia adecuada al desconocido, piernas abiertas y brazos cruzados, se dispuso a esperar pacientemente. En aquella posición y con aquel gesto tenía algo de dibujo de un niño.

      —Voy de camino —respondió por fin.

      —¿Y…?

      —Había pensado en solicitar albergue por unos días, pero creo que posiblemente eso me retrasaría. Quiero decir que estaba pensando sobre ello cuando os he visto llegar.

      El monje asintió, dando por sentado que ese tema estaba resuelto y zanjado por evidente, pues se trataba de una situación que vivía con relativa frecuencia. Todos querían acogerse a la hospitalidad del monasterio y todos hacían ver que dudaban. ¿Con qué fin? Cada uno con el suyo. Sin embargo, y tal como Arlot temía, incluso antes de tiempo, ceja alzada, continuó con sus preguntas.

      —El tiempo de permanencia lo decides tú, eso es evidente —dijo volviéndose hacia la puerta que permanecía entreabierta—. No seremos nosotros quienes te neguemos nuestra hospitalidad, no lo hemos hecho desde que la orden se instaló en este lugar. Por cierto, ¿adónde te diriges?

      Instintivamente desechó el nombre de Aquilania, siempre conflictivo.

      —A Vulcano.

      —Curioso lugar —dijo el monje rascándose la cabeza—. ¿A quién se le ocurriría edificar toda una aldea, y no pequeña, en el interior de un cráter? Vete a saber, a lo mejor así se ahorraban las murallas. Planteado de esta forma, no parece mala idea. En fin —continuó con los brazos de nuevo cruzados alzando la barbilla, como si se dispusiera a pedir aclaraciones, lo que en cierta forma hizo—, ¿quizá algún recado de tu señor para el barón?

      Para ese momento el monje ya había puesto su atención en el estuche que asomaba tras el hombro de Arlot, cuya lujosa apariencia descartaba que aquel muchacho, de noble estampa, pero lejos de la aristocracia dado que viajaba sin escolta y a pie, fuese su propietario.

      Arlot se encogió de hombros con la discreción de quien no debe hablar en exceso por sentido del deber.

      —No exactamente de mi señor, pero sí, llevo un mensaje de un sacerdote amigo para el barón.

      Hasta ese momento esquivaba con cierta facilidad la mentira, ya que sí llevaba el mensaje de Páter para el barón de Vulcano. Por su parte el monje recibió la respuesta con un guiño de desconfianza, no de temor.

      —Un mensaje… —repitió súbitamente incómodo, evidenciando no ser tan torpe como para tragarse lo que intuía una mentira, al menos en parte. ¿Y aquel estuche? ¿Era ese el mensaje?

      —Un mensaje del sacerdote de mi villa, un viejo amigo del barón —repitió Arlot con aplomo, lo que suavizó los rasgos del monje, aunque de forma transitoria pues de inmediato volvió a ponerse serio.

      —¿No serás un ladrón?

      Arlot se contuvo antes de replicar según le pedían sus impulsos.

      —En absoluto.

      Ajeno a la contención, acostumbrados a reñir y manejar las vidas ajenas desde la atalaya que su condición eclesiástica les concedía, el monje prosiguió.

      —O peor, un salteador de caminos, un malhechor.

      Hubo una negativa gestual tan rotunda que el monje pareció aceptarla, y hasta creérsela.

      —De acuerdo, pues. Vas a llevar un mensaje al barón de parte de un viejo amigo, un sacerdote. Otra cuestión, ¿de dónde vienes?

      Nuevo encogimiento de hombros. Mantener la verdad empezaba a requerir un esfuerzo, a ser un estorbo.

      —De lejos, y preferiría no revelarlo. No lo considero importante y, por confidencialidad, debo respetar la privacidad del remitente. Espero que se me respete en este aspecto.

      El monje movió las manos, agitándolas, hasta inmovilizarlas a su espalda y dio varios pasos de ida y vuelta, pensativo. ¿Debo despedirme y marcharme?, se preguntaba Arlot con los ánimos divididos entre el deseo de descanso y el de evitarse problemas. El monje cesó con sus paseos y se le acercó. Ahora su gesto, grave pero relajado, confirmaba que había tomado una decisión.

      —Comprendo, en un mundo tan lleno de tretas y engaños la discreción ha llegado a convertirse en una virtud de gran importancia. Por otra parte, no es nuestra misión rechazar a quien nos pide


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