Arlot. Jerónimo Moya
la situación no era curiosa ni paradójica, sino errónea. Su amigo no le condenaría, se estaba condenando a sí mismo. Con esa idea cayó dormido profundamente y la noche no le resultó placentera. Soñó con el duque de Aquilania avanzando sobre un enorme caballo gris, al galope, hacia donde él se encontraba, en donde él se encontraba… con las manos vacías. La espada había desaparecido, se había convertido en un polvo gris que flotaba a su alrededor, burlándose, regocijándose con su traición.
Se despertó al amanecer envuelto por un manto de neblina. Estaba acostumbrado a la humedad y sus efectos, en el bosque resultaban inevitables, y en aquel momento lo agradecía porque le daba al arranque del nuevo día un cariz amable, plácido. Por otra parte, dadas las bondades de la primavera en lo relativo a la temperatura, el rocío le causaba una gratificante sensación de frescor y de limpieza. Sabía que aquel manto se desharía en poco tiempo, como había hecho la espada en su pesadilla, y así sucedió. En lo alto las estrellas habían sido sustituidas por nubes alargadas, finas, cobrizas, que se deslizaban perezosamente por un cielo de un azul tan pálido que invitaba a dudar de su color. Sin embargo, esas primeras impresiones pronto se vieron enturbiadas por otras bien diferentes, lo que tardó en ponerse en pie, frotarse el rostro y echar una ojeada a su alrededor. Seis cuervos como seis borrones de la más negra de las tintas, colocados de perfil, inmóviles los cuerpos y nerviosos los picos, le estudiaban a prudente distancia. Mal agüero. Alzó una mano bruscamente y cinco de ellos se alejaron con rapidez, el sexto se mantuvo en su lugar. Ese fue el que apenas pudo esquivar la pedrada. Suficiente aviso para que, esta vez sí, los seis emprendieran el vuelo hasta un árbol cercano, y se instalaran en una de sus ramas dispuestos a romper el silencio del amanecer con sus graznidos. No, no estoy muerto, se dijo, y añadió: Al menos por el momento. Tranquilízate, Arlot, se corrigió. Nada de desahogos absurdos. Seguir el plan, mantener el rumbo, prever los recorridos, sortear los problemas, encontrar lugares en donde abastecerse y, sobre todo, mantener viva la concentración. Nada de distracciones, nada de ensoñaciones. Tenía el convencimiento de que lo fundamental era mantenerse firme, alejar los desánimos y rechazar las dudas. No es venganza, sino justicia, se había convertido en la consigna, en la idea que debía defender con el mismo empeño que Páter hacía con la cruz. Justicia, justicia, se repetía mientras apuraba la última manzana, la que había decidido reservar la noche anterior. A lo lejos continuaba el supuesto cráter de dimensiones gigantescas, y se dijo que si la historia de la aldea respondía a una ficción, tendría un problema. No, claro que no. En ese lugar había vivido Páter, e incluso el prior se había referido al barón. Calculaba que aunque desde allí la última etapa de su viaje duraría pocos días, quizá un par, no tendría qué comer lejos de los bosques y no había ningún arroyo ni vivienda a la vista. Un páramo ocre con manchas verdes repartidas con sugerencias de caos. Lo que tenía ante sus ojos nada tenía de ficción, y el camino que se dibujaba ascendiendo por la ladera suponía una prueba de su realidad, por mucho que aquella soledad y aquel silencio inclinasen a considerar lo contrario. Y tenía un mensaje de Páter para el barón de Vulcano, lo más similar a un salvoconducto, porque en ese lugar vivía gente, mucha según le había informado el propio Páter. Es más que una aldea, queda más cerca de una ciudad que de una aldea. Eso le había dicho.
Es de conocimiento común que las distancias a campo abierto difieren subjetivamente de las de un bosque, y es que el tiempo necesario para salvarlas en aquellas se ralentiza, básicamente debido a la monotonía del entorno, y en cierta forma nos vemos obligados a poner la mayor atención en nuestros pensamientos, lo que provoca el aburrimiento si se dispone de escasa tendencia a la introspección. No sucedía así con Arlot, dado a la reflexión incluso en exceso, pero atravesando aquel valle tenía la impresión de avanzar con lentitud. ¿Sería por la ansiedad de encontrarse en un lugar del que tanto había oído hablar? Alzaba los ojos y tenía la impresión de que la muralla natural que rodeaba la ciudad apenas aumentaba de tamaño con el transcurso de las horas, y sin embargo esas horas se acumulaban, tantas que habiendo partido poco después del amanecer, alcanzó su pie cuando el sol se aproximaba a su cénit, lo que suponía un tiempo superior al previsto. Las paredes, roca y hierbajos, se mostraban como una sola montaña que se extendía formando un círculo. Como cantaba el juglar, posiblemente no habría en el reino ciudad, aldea o fortaleza mejor protegida que aquella. Inició la búsqueda del inicio del camino en dirección al este. Por fortuna, y para su alivio, no tardó demasiado en encontrarlo. Tenía una acentuada pendiente lo suficientemente amplia y en buen estado como para que se cruzaran dos carros. Superando cansancios, olvidando el hambre y la sed que empezaban a intensificarse, se ajustó los correajes del estuche y echó a andar de nuevo tan rápido como sus fuerzas le permitían. Tenía ante sí un considerable trayecto. Y de nuevo los tiempos y las distancias se alargaron, tanto que hasta próximo el atardecer no alcanzó la cresta. Para entonces estaba empapado de sudor y respirar se había convertido en un ejercicio voluntarioso y un punto molesto. En lo alto el viento soplaba con tal fuerza que se vio obligado a inclinar el cuerpo para evitar que le derribara. Entre las nubes, gruesas y blancas, una pareja de águilas trazaba círculos con la paciencia de quien vive acostumbrado a largas esperas. Con los pies ya firmes, controlando el empuje del vendaval, avanzó hasta alcanzar el lugar en el que se iniciaba el descenso y, ante todo, desde donde resultaba posible ver el interior del supuesto volcán. Tal como le habían dicho no se trataba de una aldea, ni grande ni pequeña, sino de una auténtica ciudad flanqueada por grandes extensiones de huertos de verdor variable, campos dorados, árboles frutales y, lo más sorprendente, estanques que, como pinceladas azules, llenaban el paisaje de reflejos. Los edificios, en su mayoría de piedra, se agrupaban siguiendo un dibujo regular. En el centro, ocupado por una plaza ovalada, destacaba la torre de una iglesia y junto a ella un edificio de mayor tamaño sobre el que ondeaban dos banderas, una azul y otra roja, en cuyo centro se intuía el dibujo de un volcán. En aquel instante la azul se izaba a mayor altura. Se giró buscando el altiplano que había abandonado aquel amanecer y lo distinguió a lo lejos, empequeñecido, ajeno, como si la distancia que acababa de recorrer se hubiese multiplicado por cinco o por diez. En donde se encontraba al susurro del viento le resultaba imposible evitar la presencia de otro, el que se desprendía de aquel valle cerrado. ¿Cuánta gente viviría allí? ¿Cientos? No, miles, y no pocos. Acostumbrado a las dimensiones de la villa de Arlot, le costaba comprender aquellos espacios, la disposición geométrica de las calles, los embalses.
—¡Eh, chico! ¿Buscas algo o te has perdido?
La voz, de una aspereza contagiosa, le hizo girarse con rapidez, maldiciendo su descuido. La soledad en que había vivido durante tantos días le había hecho olvidar la realidad del mundo en que vivía, un mundo que exigía cautela y en el que un error podía costar muy caro. Dio dos pasos atrás haciendo pantalla sobre los ojos con una mano. Tres hombres permanecían a pocos pasos de distancia. Tenían el sol a su espalda por lo que apenas distinguía tres siluetas rojizas. A ellos y las lanzas que portaban. Demasiado tarde para abrir el estuche si se hacía necesario, pensó. Fue un momento lo que tardó en comprender la situación. No se encontraba en un terreno hostil. Quizá no amigo, pero no hostil. Ahí estaban las palabras de Páter sobre aquel lugar y también su carta.
—Traigo un mensaje para el barón —respondió con calma, buscando alejar cualquier recelo que su presencia pudiera provocar.
—¿Una carta? —preguntó de nuevo el hombre de la voz ronca.
Arlot asintió.
—De un amigo.
—Así que estamos ante un mensajero, un mensajero que recorre los caminos a pie. —Se volvió hacia sus compañeros—. Un poco extraño, ¿no os parece? Por lo menos no es lo habitual.
—Sí que lo es —apoyó uno de ellos—. Me refiero a extraño.
—Nadie ha dicho que sea un mensajero —replicó Arlot subiendo el tono. El viento empezaba a azotarles con renovados bríos, lo que no parecía molestar a aquellos hombres, pero sí a él—. Voy de camino y traigo una carta de presentación para el barón.
Hubo un lapso de silencio que a Arlot le sirvió para acomodar la vista y empezar a distinguir las formas. Los tres hombres tenían en común una corpulencia considerable, y vestían igual, de negro con un cordel rojo a modo de cinturón. No portaban otras armas que unas pesadas lanzas de hoja curva y unas dimensiones