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Arlot. Jerónimo Moya
hasta allí. Todos de aspecto similar, aunque las edades fuesen bien diferentes y cada cual lo rematase a su manera. Sin embargo, el hombre que aguardaba con las manos enlazadas sobre la cruz que le colgaba en el pecho, nada tenía que ver con ellos. Alto, tanto como el propio Arlot, delgado en extremo, y de un rostro tan estricto y oscuro como el hábito que vestía, como si de una prolongación de él se tratara, Las gruesas cejas, la derecha se mantenía ligeramente alzada, los ojos, el pelo que conservaba tras una tonsura llevada al extremo, incluso los labios, delgados como una pincelada de las que a su espalda los tres escribas y el ilustrador repetían de forma escrupulosa, aparentaban estar trazados con tinta. No movió un músculo hasta que los recién llegados, a una indicación suya con las manos, se detuvieron a un par de metros. Manteniendo el silencio, sin un gesto de saludo, lanzó una mirada, directa, fija, hacia la parte del estuche que asomaba a la espalda de Arlot y, entonces sí, la boca se distendió en una sonrisa sin concluir, que podía interpretarse como de bienvenida a pesar de que no hubiera sonido que la acompañara.
—Es el muchacho del que le he hablado, ilustrísima. Lleva un mensaje al barón de Vulcano y prefiere ocultar de dónde viene. Afirma que lo hace por discreción—presentó el monje con un tono servil en el que Arlot no reconoció la voz de quien le había recibido. Dicho lo cual, el monje retrocedió un paso.
Aguardó el monje alguna indicación y aguardó Arlot unas palabras que tardaban en dejarse oír. El prior se mantenía inmóvil en la dirección de la mirada y en la media sonrisa, como si su gesto se hubiera petrificado, sensación que contribuía a acentuar la angulosidad mineral de su rostro. Pues bien, si tocaba esperar, esperaría, se dijo Arlot sin apartar sus ojos de quien parecía hipnotizado por el estuche. ¿Por el estuche o porque imaginaba su contenido? No, imposible. Quizá intuyera, resultaba sencillo deducirlo, que guardaba en su interior una espada, pero imposible que de ello se derivara saber que se trataba de una espada posiblemente única. Se mantuvo expectante ante la fórmula de recibimiento que el prior emplearía, según fuese le ayudaría a decidirse en la decisión a tomar. Cuando el tiempo se prolongó en exceso, y él se encontraba a un paso de abandonar aquel corredor y desandar el camino hacia la puerta del monasterio, llegó la primera reacción, y lo hizo en forma de pregunta. Para entonces la voz del lector había enmudecido, por haber decidido tomarse y dar un descanso o por haberse contagiado de la escena.
—Joven, ¿te sientes católico, apostólico y romano en cuerpo y alma? ¿Un verdadero cristiano, apostólico y romano?
La voz, suave en su aspereza, le llegó como un reproche. ¿Qué le hubiese aconsejado responder Páter? Fácil de imaginar. Guarda el orgullo para mejor ocasión y muéstrate respetuoso. Decidió seguir el imaginario consejo de su tutor e inclinó la cabeza a modo de señal de respeto. Con todo, sus buenos propósitos no resultaron suficientes para responder más allá de un sí que nadie, incluso en medio del silencio, acertó a oír. La ceja del prior se acentuó.
—De modo que vas de camino a Vulcano y llevas ¿un mensaje? —Los ojos volvieron a ponerse sobre el estuche—. Un lugar muy singular, de artesanos y campesinos libres, en teoría dependientes del propio rey y al tiempo soberanos en cierta medida, sin nobles como intermediarios. Bien, está el barón, por supuesto. Le conozco poco, pero me parece un hombre en quien confiar. Cuando nos hemos encontrado por asuntos e interés común, conmigo siempre se ha mostrado serio, formal, respetuoso, en suma un caballero. —Nuevo silencio, nueva pausa, aunque por fortuna esta vez fue cosa de unos instantes—. ¿Te imaginas que hace años renunció a un título? El rey quería reconocer el valor de su linaje y situarlo a la altura nobiliaria del resto de los señores de Entrealbas. No sé si sabrás que, en cuanto a jerarquía, un barón pertenece a una categoría menor. En realidad, es la inferior.
Arlot negó con un movimiento de cabeza. ¿Le importaban las jerarquías de la nobleza? En absoluto.
—Al parecer, el motivo fue no romper lo que él llamaba el equilibrio moral de Vulcano. Curioso, ¿verdad? El equilibrio moral. Curioso y un punto misterioso. La idea de la moral es frágil. Según Aristóteles, es un hábito encaminado a elegir y ejecutar el bien honesto. Eso es la moral. Suena adecuado, y volveríamos a lo mismo. ¿Qué entendemos por bien honesto?
—¿Actuar en conciencia? —respondió Arlot, incluso sabiendo que en realidad no se trataba de una pregunta dirigida a él, sino de algo similar a una alocución para evidenciar una supuesta superioridad intelectual.
La boca del prior se alargó hasta transformar su rostro en una mueca, de nuevo ambigua. Ahora se movía entre la benevolencia y la ironía.
—Quizá, quizá. ¿Es él el destinatario de lo que guardas en ese estuche? —dijo haciendo un vago gesto de la mano en dirección a la espalda de Arlot—. ¿Se guarda en su interior el mensaje?
—Debo guardar silencio al respecto, señor.
—Ilustrísimo señor —corrigió el monje, dando un paso hacia delante.
—Ilustrísimo señor, mis disculpas —modificó Arlot de forma mecánica.
La ceja se anguló dibujando una extraña forma que invitaba a considerar un estado de irritación creciente, irritación que el resto del rostro desmentía.
—Tanto misterio…
Sin pronunciar otra palabra ni realizar gesto alguno el prior volvió a sentarse, abrió el libro y prosiguió la lectura. Arlot se volvió hacia el monje que le había acompañado buscando una explicación, o al menos una indicación sobre qué hacer. La respuesta, inmediata, se materializó en un gesto con la cabeza, señal de acompáñame. Hicieron el camino de vuelta en silencio, silencio que para entonces volvía a romper la voz del lector y el suave crujido de los paños que cubrían los ventanales. Apenas salieron, el monje le señaló un edificio de barro de una planta, medio encalado y necesitado de cuidados, que se encontraba junto a la muralla. Tenía tres puertas y tres ventanas, todas ellas diminutas.
—La hospedería. Hay jergones y mantas. También una escoba. El pozo, en el patio trasero. Al ponerse el sol, preséntate en el refectorio. —Dio varios pasos y se detuvo—. Por cierto, el estuche déjalo allí. Si es lo que parece, un refectorio no es el mejor lugar para andar armado.
Dicho lo cual le dio la espalda y enfiló de nuevo hacia la biblioteca con unas premuras difíciles de explicar en aquel ambiente. Arlot le vio desaparecer por la puerta y le imaginó subiendo por las escaleras en busca ¿de qué? ¿De recibir instrucciones? ¿De dar aclaraciones? Tanto misterio, había susurrado el prior sin ocultar un sentimiento de reproche. No, no le gustaba el ambiente que se respiraba en aquel monasterio, no le gustaba el prior ni las maneras con que se conducía aquel monje, tampoco el silencio que había llenado el corredor al ponerse en pie aquella figura alta y huesuda, le recordaba demasiado al de los aldeanos ante lo que consideraban una autoridad por su condición social, militar o religiosa. Le recordaba demasiado al miedo. Nada que ver aquel lugar con el de sus recuerdos. ¿Por qué un cambio tan radical en tan pocos años? ¿O se había equivocado de monasterio? Palmeó el estuche, ¿dejarlo en la hospedería tras advertir la codicia con que lo había mirado el prior? Ni por asomo. Tampoco podía llevarlo consigo todo el día si optaba por quedarse unos días, tal como había planeado. Sin olvidar el asunto de la confesión. Por el momento nadie había hecho referencia a ello, pero estaba convencido de que acabaría sucediendo. Y él no podría negarse, ni estaba dispuesto a mentir. Su fe, según Páter, presentaba demasiadas lagunas, incluso en ocasiones le tachaba de descreído, pero todo tenía un límite, y mentir en una confesión era uno. Se ajustó las correas y empezó a caminar, y lo hizo en sentido contrario a la hospedería, directo hacia los huertos, hacia la puerta menor del monasterio. Que estuviera cerrada no le suponía un problema. Saltaría el muro sin dificultad. Y mientras pasaba bajo los primeros árboles le vino a la mente un pensamiento poco tranquilizador. Páter no era un ejemplo, sino una excepción. Sabía de los mecanismos que movían a la nobleza, y empezaba a intuir los de la Iglesia, y el descubrimiento no le gustaba. En absoluto. A unos centenares de metros el bosque se perfilaba con una hospitalidad de la que carecía cuando lo había dejado atrás. Así lo percibió. ¿Qué mejor refugio para descansar? Aunque, bien pensado, ¿necesitaba descansar o concluir con su viaje lo antes posible? ¿Qué le supondría mayor alivio