Arlot. Jerónimo Moya
amplio y blanco, iluminado por una serie de lámparas de aceite. Sin adornos. Atravesaron una sala circular a cielo abierto en donde cuatro hombres de diferentes edades debatían en voz baja alrededor de una mesa alargada. El recorrido prosiguió por un nuevo corredor con dibujos geométricos en las paredes, hasta llegar a una sala rectangular con grandes ventanales arqueados iluminada por una lámpara de aceite de ocho brazos. Sus reflejos permitían distinguir un jardín a través de los arcos. Junto a uno de ellos tres hombres conversaban de pie animadamente. El hombre de la voz rasposa se acercó a uno de ellos e intercambiaron unas palabras. A continuación este se dirigió a los otros dos hombres. Asintieron y, tras inclinarse en señal de despedida a quien sin duda era el barón, abandonaron la sala. El barón aparentaba tener alrededor de cuarenta años, más alto que bajo, el pelo canoso y abundante, el abdomen prominente y los brazos musculosos. Vestía de blanco y se ceñía la cintura, al igual que los soldados, con un cordel rojo. Iba descalzo. Parecía intrigado, probablemente por la carta que se le había anunciado más que por la presencia de aquel desconocido, pero fue lo suficientemente paciente para esperar que este se acercara y también para seguir el protocolo acostumbrado.
—¿Cuál es tu nombre?
Por primera vez, teniendo presente lo que Páter opinaba de aquel hombre, decidió responder. Confía en él, es inteligente, íntegro y discreto, le había dicho.
—Arlot, señor.
—Se te ve cansado, Arlot.
—Llevo recorrido un largo camino.
—Salgamos —invitó el barón extendiendo una mano hacia la puerta que daba acceso al jardín—. De día comprobarás la cantidad de flores que llegan a crecer en este oasis, especialmente en primavera. Es admirable lo que se consigue con un poco de esfuerzo si se tiene un propósito definido y se está dispuesto a alcanzarlo. ¿Te ha dado tiempo de ver nuestros campos de cultivo, nuestras granjas?
—De lejos y me han sorprendido.
—Hay mucho esfuerzo en ello, y me refiero al de muchas generaciones. ¿Y la ciudad?
—Venía advertido, y aun así sigo admirado.
El barón sonrió, complacido.
—Un lugar curioso este, ¿no es cierto? Curioso en muchos aspectos. Por ejemplo, gozamos de unas condiciones legales privilegiadas, pero no solo eso. Mis antepasados tenían unos objetivos claros, sociales y religiosos, y se esforzaron por alcanzarlos. Siempre es lo mismo. No te negaré que estamos orgullosos con nuestra forma de vida, aunque sabemos que en otros señoríos nos acusan de juguetear con las tradiciones y lo que llaman cultura secular. Se equivocan, claro. No jugueteamos, la rechazamos directamente. Hay que encarar el futuro con esperanza y determinación y no refugiarse en el pasado, en especial si es tan poco ejemplar como el nuestro. Y hacerlo porque a unos cuantos les conviene. —Sonrió—. Estarás preguntándote a qué viene este discurso, y tienes razón si no te parece la forma más adecuada de recibir la visita de un desconocido. Me disculpo. Estábamos discutiendo de algo similar y me temo que lo he seguido haciendo yo solo.
La voz del barón se modulaba como si buscara adaptarse al juego de sombras y luces que llenaban el jardín, y Arlot empezaba a sentirse invadido por una sensación de relajación que, paradójicamente, desveló su nivel de agotamiento.
—De todas formas demasiada gente se equivoca. Hay una ceguera generalizada en eso y en tantas otras cosas que al final cada vez más gente vive peor. Ese es el resultado. Claro que a lo mejor no es ceguera, sino algo más prosaico, el egoísmo. —Dicho lo cual se detuvo, como si se le hubiese olvidado algo necesario para avanzar en su discurso—. En fin, dejo de discursear y pasemos al asunto que te ha traído hasta aquí. Según creo me traes el mensaje de un amigo.
Arlot abrió la bolsa y extrajo el cilindro de piel. Se lo tendió.
—Del capitán Valerio, señor.
El apunte de sonrisa que aquel hombre mantenía constantemente en los labios se acentuó, y su rostro se iluminó con una expresión juvenil.
—¡Dios santo! ¡Mi querido capitán! Tanto tiempo sin saber de él y reaparece con un mensaje.
—El capitán abandonó el ejército hace años, señor.
—Me parece imposible —dijo el barón—, lo llevaba en la sangre. Y entonces…, qué ha sido de él. ¿Se encuentra bien?
—Perfectamente, señor. Es el sacerdote de nuestra villa.
La estupefacción del barón se reflejó en su rostro como si a través de la puerta junto a la que permanecían hubiese irrumpido una aparición, celestial o demoníaca, y se dirigiera directamente hacia él con intenciones dudosas. Tardó unos segundos en recomponerse, entonces arqueó las cejas, movió la cabeza, retrocedió unos pasos, se situó junto a una ventana, extrajo la carta de la funda protectora y la desdobló. Se tomó su tiempo en leerla, probablemente porque lo hizo varias veces. Las cejas se fueron frunciendo progresivamente hasta que se unieron en el entrecejo. Cuando decidió que ya había comprendido lo suficiente, volvió a doblarla con parsimonia y se acarició la barbilla, pensativo, cavilando respecto a lo que allí se decía. Mientras, Arlot se mantenía a la espera de lo que casi consideraba una sentencia. Su misión, en cuanto a conseguir algunas facilidades o añadirle obstáculos, dependía de aquel hombre, y en su estado confiaba en que la balanza se decantara por lo primero. De cualquier forma, se animó, si había llegado hasta allí sin ayudas, también conseguiría salvar la última etapa. Agua y comida no le negarían.
—Aquilania… —suspiró el barón y empezó a caminar, como si hablara consigo y se encontrara solo—. Es de conocimiento general que el duque es un perturbado, un peligroso perturbado, al que hasta el rey mantiene alejado de la corte, encerrado en sus dominios. —Se detuvo, pasó un dedo por una flor que quedaba en la penumbra y se giró hacia Arlot—. Penetrar en ese señorío significa emprender una aventura cuanto menos arriesgada. En especial siendo apenas un muchacho y con el objetivo que Valerio me insinúa. Yo, si me lo permites, lo calificaría de locura.
Arlot no respondió. Conocedor del contenido de la carta, esperaba como primera reacción una amonestación directa o una reflexión tratando de hacerle desistir de sus propósitos. Escuchaba con respeto, pero interiormente dejaba que las palabras resbalasen sobre su ánimo a la espera de la segunda parte, la oferta de ayuda.
—Aquí, en Vulcano —prosiguió el barón tras un largo e infructuoso paréntesis abierto a la espera de una reacción que no se produjo—, los hombres y las mujeres son libres, libres de veras, una rareza en estos tiempos de servidumbres rayanas en la esclavitud. Por ello, pudiéndolo hacer, nadie piensa en marcharse, sino en quedarse y hacer que este lugar sea cada vez mejor. Es una excepción histórica, una anomalía, eso dice uno de mis asesores y creo que es una buena definición. Por fortuna podríamos añadir que es una excepción histórica relativamente fácil de proteger. La naturaleza nos ayuda en este sentido. Ni siquiera serviría de nada sitiarnos porque somos más que autosuficientes. Tampoco necesitamos un gran ejército porque por aquí todos se ofrecerían en caso de necesidad. Por su parte, Aquilania también es una excepción histórica, aunque en un sentido bien distinto. Tanto, que conociendo el riesgo que corren, muchos intentan escapar y unos cuantos hasta lo consiguen. En circunstancias normales hablaríamos de un señorío medio despoblado, ¿verdad?, pero hay algo que hace que no sea así. ¿Sabes qué?
Arlot negó con la cabeza.
—El dinero. El duque compra siervos de otros señoríos. Con ello va cubriendo lo que llamaremos las bajas, muchas de ellas debidas a su crueldad. ¿Tienes idea de a qué dedica los atardeceres de los domingos?
Arlot, con un nudo en la garganta, respondió moviendo afirmativamente la cabeza. El barón contempló el pergamino que mantenía en su mano derecha.
—Por supuesto. Ha sido una pregunta sin demasiado sentido, disculpa. Valerio dice que viviste en Aquilania de niño, que fuiste una de las víctimas de ese loco, que tu padre murió tratando de vengarte. ¿Me has oído? Tu padre murió tratando de vengarte. Tuvisteis suerte al conseguir huir y sobrevivir. No muchos lo consiguen.