Arlot. Jerónimo Moya
dudas.
XVIII
Una de las escasas diversiones de las que gozaban los vecinos de la villa de Arlot coincidía con la periódica presencia de un buhonero al que acompañaba un hombre que se presentaba como Tonto y ejercía las funciones de juglar haciendo honor a su nombre. Mientras el primero extendía su género sobre el suelo, junto a la muralla del castillo, el segundo entonaba cantares relativos a sucesos que aseguraba, con una pícara sonrisa o sin ella, ser tan asombrosos como ciertos. Se disfrutaba más de sus canciones que de las mercancías ofrecidas, aunque en ocasiones se realizaba algún intercambio o se dedicaban las pocas monedas disponibles para comprar alguna prenda o utensilio. Se trataba de una visita que no se prodigaba en exceso, por lo general a un domingo al año, de costumbre al inicio del verano, tras la siega. No me lloréis, no me lloréis, que seguro que vuestro señor os ha recompensado el trabajo y tenéis la bolsa llena de monedas y la cabaña de alimentos, vociferaba el buhonero. Reía él y reían quienes pronto se abrían en semicírculo alrededor de su acompañante. Tonto arrancaba con una invitación a la compra y a continuación entonaba una balada sobre la diligencia de los señores y la holgazanería de sus súbditos, y en especial de los siervos. A la fiesta acudían los habitantes de la villa y quienes vivían en muchas leguas a la redonda, y Arlot y su familia no suponían una excepción. Las canciones y malabarismos del juglar divertían, y los objetos expuestos en general invitaban a soñar con unas ventajas que desaparecerían al día siguiente a bordo del carromato. Nunca se valoran lo suficiente una sólida olla, una manta de lana bien tejida o la ropa sin remiendos ni orificios. Eso se decían quienes se animaban a cambiar meses de trabajo por cualquier objeto o prenda. Fue en este pequeño mercado rural cuando Arlot había oído por vez primera el nombre de Vulcano. Tonto la presentó como la ciudad del reino con las murallas más infranqueables, los suelos más fértiles y el cielo más circular del universo, tanto del conocido como del desconocido. Y es que nació en las entrañas de un volcán, rezaba el estribillo. ¿De verdad nació dentro de un volcán?, le preguntó el niño Arlot a su madre. Se lo aclaró ella y quedó el lugar en ese rincón en que se guardan ciertos recuerdos de la infancia. Según sé, en realidad no es un volcán, le explicaría su padrastro más tarde, sino un valle rodeado por lo que llamaríamos una cadena de colinas. Al verlo da la impresión de formar una enorme muralla. Insistió con Páter, quien le confirmó lo dicho. Se trata de uno de esos fenómenos que de tanto en tanto nos presenta la naturaleza, fenómenos que no sabemos cómo explicar. ¿Usted lo ha visto?, le preguntó Arlot dejando volar su imaginación. Asintió el sacerdote y con un deje de nostalgia respondió que sí, que incluso había vivido allí durante varias semanas, y que durante su estancia había trabado una buen amistad con quien allí mandaba. Pero de eso hace muchos años, demasiados, yo era más joven y más fuerte por entonces, añadió con la melancolía que solía mostrar al referirse a determinados períodos de su pasado.
Aquel atardecer, sentado en la ladera de una altiplanicie, con las montañas del Cielo a su espalda y el valle de la Caldera a sus pies, le volvía a la memoria aquella canción. Ahí estaba. A lo lejos se elevaban las laderas del falso tronco volcánico y en su interior, cargado de leyendas, se suponía que Vulcano. Se suponía, pues desde donde se encontraba resultaba imposible distinguirlo. En conjunto, la formación rocosa ofrecía un paisaje curioso, como decía Páter, un capricho de la naturaleza. En la ladera se dibujaba un camino que, en aquel momento mostraba una soledad absoluta. Ni en dicho camino ni en todo el valle, al menos hasta donde le alcanzaba la vista, se distinguía un alma. ¿Sería esa aldea otra leyenda, otra invención de los juglares para distraer a un pueblo ansioso de alejarse por unos instantes de la realidad cotidiana, de liberar la imaginación hacia mundos ajenos a los castigos del infierno o la resignación a que obligaba aspirar al cielo, de olvidar el sudor, el frío o el calor, las enfermedades, las epidemias o los tiempos de hambre? Arlot sabía que con su decisión renunciaba a la vida que él había llevado hasta entonces y también que apenas amaneciese subiría por aquel sendero y se presentaría al barón de Vulcano con la carta que Páter le había confiado. No me hagas preguntas porque no te responderé, le había advertido, tú se la entregas y él comprenderá. Arlot la había leído, pues nada le había indicado Páter en sentido contrario, y constaba de dos partes. En la primera rogaba que intentara convencer al portador de renunciar a sus propósitos, propósitos que citaba de manera sesgada, en la segunda que, en el probable caso de no conseguirlo, le atendiera como a un amigo y, ¡bendito sea Dios!, exclamaba, le facilitara hasta donde le fuese posible la última etapa de su viaje. Firmaba el capitán Valerio. Posiblemente le pidiera aclaraciones sobre su pasado en el caso de volver a encontrarse. Seguro que al principio se negaría a hablar de ello, pero con insistencia tal vez acabaría cediendo, al menos hasta cierto punto. ¿Dónde ha aprendido usted esas maniobras?, le había preguntado Yamen. Tú fíjate y deja la curiosidad bien lejos, que puede llegar a ser un pecado. Pues me recuerda a mi padre, ironizaba aquel. Más directo, Yúvol en medio de una clase de lectura, cerró el libro y sin dobleces afirmó, no preguntó, Páter, usted ha sido soldado y no del montón, ¿por qué lo esconde? No es motivo de vergüenza. Ante el gesto de indignación con que le respondió el sacerdote, volvió a abrir el libro y añadió: Si no quiere hablarnos de ello, lo respetaremos, pero mientras tanto, su silencio lo interpretaremos como un sí.
La siguiente hora Arlot la ocupó en decidir qué formulismos resultarían adecuados para presentarse al barón. Reconocía sus carencias en su trato con los demás, en especial con desconocidos, y temía cometer alguna imprudencia o caer en cualquier incorrección. Te sobra orgullo, le solía amonestar Páter. Eres demasiado cerrado, se había quejado una noche tras la cena su madre. El herrero, con una sonrisa, la corrigió. No, habla poco y escucha mucho, y eso es una virtud. Bien, quizá en esa frase estuviera la clave. Presentarse en la aldea, solicitar ser conducido ante el barón, presentarse, entregarle la carta y esperar acontecimientos. Seguramente las preguntas no tardarían en surgir y ellas le marcarían la pauta. Tomada la decisión, se dispuso a comer parte de lo que le quedaba, un pedazo de pan, algo de carne seca y dos manzanas, y tratar de dormir. Lo primero lo hizo masticando despacio, sin apartar la mirada del valle, inmenso, desolado, de tonos canela progresivamente apagados. Cuando quiso darse cuenta, perdido en sus pensamientos y empujado por un hambre que iba en aumento con el paso de los días, en la bolsa solo quedaba una manzana. Resignado, se tumbó boca arriba con la intención de conciliar el sueño lo antes posible. Sentía un profundo cansancio que urgía aliviar. Sin embargo, sus propósitos y la realidad parecían esquivarse. Ante un cielo de penetrantes negruras sobre el que brillaba un número infinito de estrellas, empezó a especular sobre si Vulcano supondría su última parada antes de internarse en Aquilania, y tomar consciencia de la proximidad de su destino aumentó su ansiedad. Resultaba evidente, aunque quisiera evitar pensar en ello, que las posibilidades de morir en el intento aumentaban a medida que lo hacía la proximidad de su objetivo. Por mucho que confiase en el poder de aquella espada, entre bromas y veras imaginaba que tenía una aureola mágica, quizá por el metal con que había sido forjada, y también por los consejos de Yamen y de Páter ante un combate. Pero cuando se encontrase con Diablo, de lo que no dudaba, espada, enseñanzas e incluso la fuerza de su brazo tendrían enfrente otras armas muy poderosas. Entre ellas que el hombre en cuya búsqueda marchaba estaba acostumbrado a matar, manejaba un hacha de enormes dimensiones y, lo más preocupante, que seguiría montando un caballo capaz de arrasar cuanto se le interpusiera. A ello se sumaban otras dudas, en esencia si actuaba de forma correcta o no, si buscaba justicia o le movían impulsos menos nobles, tales como el odio y el afán de venganza. Una reflexión recurrente. ¿Qué es en realidad la justicia? No llames a la justicia venganza, protestaba Páter. Ni a la resignación espíritu cristiano, replicaba él. Te condenarás, sentenciaba aquel cuando infaliblemente alcanzaban un punto a partir del cual resultaba difícil continuar. Te condenarás. Dos palabras que, a pesar de saber del carácter en ocasiones extremo del sacerdote, retumbaban en su ánimo y caían sobre su moral como una losa. ¿Se le negaría el cielo que aquella noche exhibía ante sus ojos un poder tan superior al de los hombres? Yo nunca te negaré el perdón de tus pecados, pero si perseveras en el error y sales vivo de esa locura, lo que es improbable, la penitencia será de un alcance que ni te imaginas, fue la despedida de Páter una vez intuyó que la partida era inminente. En este punto se equivocaba porque Arlot sí se la imaginaba, o la suponía, y no estaba dispuesto a cumplirla. No, no se encerraría durante años en ningún monasterio