Arlot. Jerónimo Moya
decidido y preparado. —Hablaba intentando que en su voz se equilibrara la firmeza y el respeto—. Agradecería su ayuda, señor, pero con o sin ella llegaré a Aquilania.
El barón, pensativo, aspiró el aire húmedo y aromático que flotaba en el jardín, lentamente. Apenas se distinguían las primeras plantas, solo las más cercanas a las ventanas por las que salían los reflejos de la lámpara de ocho brazos. El resto se recortaba, negro sobre azul, al fondo.
—¡Qué tiempos más extraños vivimos! —exclamó—. Pero antes de continuar me gustaría hacerte dos preguntas. La primera, ¿cómo piensas llegar hasta el duque? No es tan fácil. Y la segunda, ¿si lo consiguieras, lo que dudo, qué piensas hacer? ¿Enfrentarte tú solo a quienes le acompañen? Tus intenciones quedan claras, pero ¿qué fórmula mágica piensas aplicar para que no acabe todo en un absoluto desastre?
El sobrino loco del rey, pensaba el barón advirtiendo la tensión oculta bajo el aplomo de aquel joven, había matado a su padre inyectándole un odio irreprimible, sin remedio ni bálsamo posible. Por consiguiente, la venganza se postulaba como la causa. Pero, tras cualquier consideración que se hiciera, por simple que fuera, ¿cómo entender que un siervo no lejos de la adolescencia marchara en busca de un señor, de un duque, para vengarse? ¿Matarle? Nadie en sus cabales lo comprendería. Y aquel chico no daba la impresión de ser un trastornado.
—¿Repito las preguntas? El duque tiene prohibido por el mismo rey salir de su señorío, lo que no evita que sea un mal enemigo, y yo no tengo por costumbre apoyar a sicarios, por muy nobles que sean sus motivaciones. Si es que tal situación pudiese darse, ¿cuál es tu plan, si se puede llamar así?
Arlot hizo un esfuerzo y asintió, comprendía la reacción del barón. Lógica y justa. De nuevo los contrastes. Se encontraba en un lugar que transmitía un sosiego inusual, le llegaba la fragancia de las flores, la calidez del viento y tenía frente a sí a un hombre poderoso y sin embargo honrado, rico y al tiempo generoso. Páter le había hablado largamente de él. No le mientas, le había aconsejado, no te lo perdonaría, ni él ni yo. No, no le mentiría. No lo habría hecho incluso sin la advertencia. Diría la verdad a pesar de que le resultaba difícil hacerlo por diferentes causas. La primera porque se trataba de algo profundo, íntimo, que únicamente había compartido con quienes formaban la parte más significativa de su vida, la última porque tenía conciencia de que, una vez concretados sus planes, aquel hombre seguramente le negaría la ayuda y tal vez le expulsaría de Vulcano.
—Como ya le he dicho, estoy decidido a enfrentarme a él en un duelo, señor. No hay fórmula mágica, lo haré directamente y sin testigos.
—¿Enfrentarte al duque de Aquilania? ¿Tú? ¿Solo?
El barón había abierto los ojos de una forma, entre sincera y forzada, ante la sorpresa que le había provocado la respuesta.
—¿Y qué harás? ¿Asaltarás el castillo con un puñal?
Arlot negó con un gesto que dejaba de lado el equilibrio al que se había obligado desde su llegada. No le gustaba que le ridiculizaran, lo hiciese quien lo hiciese.
—No asaltaré el castillo ni emplearé ningún puñal, no soy tan estúpido. Le encontraré sin su guardia personal, sé dónde hacerlo, y emplearé una espada, una espada forjada por el mejor herrero de Galtaria. Y será un domingo al atardecer, en el bosque. —Y añadió con sequedad—: Señor.
El barón torció el gesto, a su vez molesto o desconcertado. También él había perdido la sensación de equilibrio, en su caso entre la comprensión y la sensatez, de dominio de la situación. Estudió el rostro de aquel joven que mantenía la mirada en un horizonte invisible, más allá del jardín recortado sobre los reflejos de la noche. Seguidamente se acercó de nuevo a una ventana y volvió a desplegar la carta, la releyó con atención creciente, movió la cabeza buscando acabar de aclarar lo que allí se decía, de ajustarse letra a letra, y, en apariencia más conforme con el nuevo resultado, se acercó a Arlot, que había permanecido inmóvil desde que había pronunciado la palabra señor.
—¿Cuántos días llevas viajando? —preguntó con un tono menos brusco del predecible, en especial teniendo en cuenta la contrariedad que su rostro expresaba.
—Muchos, señor —respondió Arlot—. No sabría decirle exactamente cuántos porque prefiero no contarlos. Semanas, y el camino se me ha hecho largo.
—Sin duda habrá sido duro, esta sociedad está construida para que nadie se mueva del lugar en que nace, excepto las milicias, los mercaderes y algunos frailes.
—Más que duro ha sido complicado —le corrigió Arlot, como si completara un dibujo al que le falta el último trazo—. Yo diría que está siendo difícil, pero no esperaba otra cosa.
—Difícil, sí. ¿Hambre? ¿Sed? ¿Temor? —insistió el barón, que parecía seguir a la búsqueda de una respuesta que le convenciera a través de sus preguntas.
—Soledad, señor.
La voz de Arlot había sonado concluyente y, fuese por lo dicho o por la forma de hacerlo, el gesto de aquel hombre hasta entonces severo se suavizó, incluso se intuyó una sonrisa medio oculta por un fruncimiento de los labios.
—Empiezo a comprender lo que dice Valerio de ti. —Aspiró hondo y la sonrisa surgió sin rodeos, lo que Arlot no alcanzó a percibir pues visualmente continuaba pendiente del horizonte que le ofrecía el jardín—. Especial, esa es la palabra que emplea para definirte. Bien, en realidad dice muy especial y añade especialísimo. Me pide que no lo olvide al tomar una decisión.
—Páter siempre ha sido muy generoso conmigo y con mis amigos.
El barón dirigió una última mirada a Arlot, avanzó hacia la entrada a la sala y dio varias palmadas. Al instante apareció un hombrecillo vestido con una bata blanca. Tenía el rostro triangular medio cubierto por un denso y canoso flequillo, y aun así resaltaban sus ojos, pequeños, brillantes, nerviosos entre los mechones. Hizo una reverencia con una teatralidad que, resultando exagerada y hasta cómica, transmitía una sincera voluntad de servicio. El flequillo pendió, se balanceó y retornó a su lugar en el momento en que la pequeña cabeza recuperó la verticalidad. El barón señaló a Arlot.
—Lleva a este muchacho a una habitación para que se asee. También proporciónale ropa limpia y unas sandalias. —Y dirigiéndose a Arlot, añadió—: Más tarde te irán a buscar. Cenarás con nosotros y seguiremos hablando del tema.
Dicho lo cual caminó hacia el pasillo y desapareció. Arlot sintió una nueva oleada de agotamiento, esta vez aligerado por un alivio que no acertaba a comprender. ¿Le ayudaría? Eso parecía. Resuelta en principio la mayor duda, llegó la inevitable pregunta. Al margen de ofrecerle descanso, alimento, compañía y conversación, ¿qué podía esperar de él? Tal vez información, detalles que le ayudaran o un lugar en que refugiarse si algo se torcía. De esto último no estaba demasiado convencido, de hacerlo habría demasiado tufo a encubrimiento, y aquel hombre se mostraba alejado de determinadas posturas y tenía una categoría social incompatible con según qué decisiones. Nada de precipitarse, una vez más tocaba esperar. El hombrecillo también esperaba y paciente se mantenía a la expectativa. Se había olvidado de su presencia. Esperar y centrarse, y hacerlo rápido.
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