Arlot. Jerónimo Moya
edad, señalando el estuche.
—No, eso me pertenece.
Hubo una mueca, exagerada, de incredulidad compartida. El de la voz ronca, que parecía estar al mando, tomó de nuevo la iniciativa empezando a caminar hacia Arlot. Los otros dos le siguieron. No actuaban de una forma amenazante, ni tampoco con la falsa afabilidad de los dos salteadores con los que se había encontrado en el bosque, sin embargo, no pudo evitar tensar el cuerpo y prepararse para defenderse. Si su actitud lo evidenció, difícil de saber, pero quedó claro que los tres hombres prescindieron de evaluar cualquier señal al respecto. Cuando estuvieron tan cerca que hubieran podido tocarlo extendiendo el brazo, el que estaba al mando ladeó la cabeza y le miró fijamente a los ojos.
—¿Y quién es ese amigo del que hablas? El de la carta.
—Fue un capitán al que el barón conoció hace años.
—¿De qué señorío?
No, como había hecho con anterioridad, no diría ni de dónde venía ni adónde se dirigía. Nada de rastros. Acabara la empresa bien o mal, nada de rastros. En caso contrario lo acabaría pagando alguien, él o su familia. Los tres hombres esperaban, calmosos, concediéndole tiempo incluso para encontrar un embuste que resultara convincente. Por fin, ante el silencio en que Arlot se había atrincherado, la voz rasposa tomó de nuevo la iniciativa.
—Mala señal ocultar de dónde se viene, o quién se es. Fíjate, estoy seguro de que si te pregunto el nombre, o continuarás en silencio o mentirás.
—Continuaría en silencio —dijo Arlot, y su voz sonó tan firme, tan sincera, que se encontró con un gesto de complacencia.
Los tres hombres llevaban una pieza de tela atada sobre la frente a modo de semiturbante de color rojo. El de la voz rasposa se lo sacó, hizo una bola con él y se lo pasó por el rostro. A continuación repitió la mirada directa, el ladeo de cabeza y, muy despacio, hizo la que sería la última pregunta.
—¿Y cómo sabemos que no eres un mal hombre, un maleante que quiere colarse en Vulcano?
Intuyendo que en esta ocasión disponía de la respuesta adecuada, Arlot sacó de debajo de la camisola una bolsa de cuero que llevaba colgada del cuello.
—Aquí llevo el mensaje. Si quieres te lo enseño y verás que va a nombre del barón, pero no te lo puedo dar. La tengo que entregar personalmente, en mano.
—No te preocupes por eso, chico. Yo apenas sé leer.
Esta vez la voz había sonado lacónica y se había acompañado de un gesto con la cabeza, reconociendo o asintiendo. Con alivio, Arlot comprendió que las preguntas habían concluido y que había superado la prueba. Entonces llegaron las palabras que lo confirmaban.
—De acuerdo, síguenos.
En ese momento más de media ciudad quedaba bajo una inmensa sombra y la otra brillaba a pleno sol. El efecto visual que proyectaba aquel contraste, a saber el motivo, le alentó. Algo en su interior le decía que las cosas irían bien.
XIX
El camino a la ciudad les llevó menos tiempo del que él había necesitado para alcanzar los altos de las laderas. La planicie sobre la que se asentaba la ciudad estaba a un nivel superior al de la llanura que la rodeaba. Por ello ahora el camino serpenteaba por una pendiente que, siendo notable, permitía avanzar de una forma relativamente recta. Arlot llevaba caminando desde el amanecer, y una parte del recorrido había resultado especialmente fatigoso, por ello el descenso, realizado en un absoluto silencio, le supuso un alivio. La curiosidad ante lo que descubría, en especial cuando empezaron a cruzar los campos de cultivo, hizo el resto y pronto se olvidó incluso del agotamiento. Entraron en el corazón de la ciudad con el sol oculto tras el horizonte de las laderas oeste. Tal como había intuido las casas estaban construidas de piedra y las paredes se adivinaban gruesas. Columnas de humo se elevaban de muchas de ellas hacia el cielo y las calles se habían llenado de una mezcolanza de olores, la mayoría de comidas. No había corrales ni rediles ni gallineros a la vista, por lo que el inconfundible y habitual olor a ganado no existía, lo que, comprendió en aquel momento, se agradecía.
—¿Y los animales? —preguntó.
El de la voz rasposa reaccionó como si la pregunta resultase absurda, y sus dos compañeros sonrieron.
—¿Los animales? —respondió dibujando con la mano un arco a su alrededor—, ellos tienen sus espacios y nosotros los nuestros. —La mano se transformó en un índice que señaló una de las laderas. ¿Ves las ovejas? —En efecto, en una de las laderas decenas de ellas pastaban perezosamente bajo los últimos reflejos de una luz declinante. El índice cambió de dirección y señaló hacia la izquierda—. Las vacas, los cerdos, los gallineros… Las cuadras se agrupan en aquella zona, para aprovechar el sol. Los caballos son muy finos y nosotros con esas cuestas los necesitamos fuertes y felices. —Rió. El índice brincaba yendo de un punto al contrario hasta que se replegó y la mano volvió a enlazarse con la cuerda de la cintura—. ¿Te sorprende? Ya sabemos que por ahí fuera personas y animales viven prácticamente apelotonados. ¿No es así?
Arlot no respondió. Trataba de asimilar lo que veía porque lo que veía, tal como indicaba aquel hombre, se alejaba del mundo al que estaba acostumbrado. E intuía que no solo respecto al tema de los animales. Preguntaría, claro que preguntaría, pero en su momento. El recorrido finalizó en la plaza que había distinguido desde lo alto, frente al edificio de las dos banderas. Contrariamente a lo previsible, si en aquel lugar residía el barón, tal como suponía, únicamente había un centinela protegiendo la puerta. Vestía igual que sus acompañantes y apoyaba su mano derecha en el mango de la espada que llevaba cruzada en la cintura, sin vaina.
—Espera aquí —ordenó el de la voz ronca frente a una puerta de considerables dimensiones y de aspecto sólido—. Veré si puede recibirte ahora. —Pareció dudar—. La carta.
Arlot negó con un gesto de cabeza.
—De mano a mano —insistió, advirtiendo que si la duda de aquel hombre se transformaba en recelo, acabaría complicando la situación. Recordaba una conversación con Yamen sobre la mentalidad de los militares, como según él sucedía con su padre—. Tengo órdenes muy claras al respecto, es mi obligación. Lo lamento, pero es imposible —añadió con tono firme—. Solamente dile que es del capitán Valerio.
Desapareció el recelo y retornó la duda, lo que en el fondo suponía una mejora cualitativa. El hombre se rascó la mandíbula cubierta por una espesa barba, apretó los labios, los movió a un lado y luego al otro, como si masticara, se rascó de nuevo, esta vez la cabeza, bajó la mirada, se giró y finalmente se dirigió hacia la puerta. Tenía una forma de andar calmosa, la de un animal pesado y adormilado. El centinela le saludó dándose un golpe en el pecho con la mano libre abierta, y él respondió de igual forma, aunque con menor vigor. Tocaba esperar. Páter le había aconsejado que se preparara el encuentro con el barón, y que lo hiciera considerando que se trataba del último miembro de una de las familias con mayor antigüedad y prestigio del reino. No te llames a engaño ante su naturalidad, es una de sus virtudes y así debe valorarse. Es sencillo y cordial, sí, pero también riguroso y duro cuando lo considera necesario. Preparar la presentación. Lo había intentado y su estrategia, basada en la mesura, creía que daría buen resultado. En ello pensaba y confiaba cuando reapareció el hombre de la voz rasposa y le hizo un gesto con la mano.
—Sígueme —empezó, y señalando el estuche, añadió con un tono tan categórico que dejaba pocas dudas sobre posibles resistencias—: El estuche, si contiene lo que creo, y seguro que acierto, se queda aquí. Déjalo apoyado en la pared. A partir de esa puerta no hay otras armas que las nuestras, las de la guardia.
Lo comprendía, tenía lógica, pero no tenía previsto separarse de su espada y la primera reacción fue la de permanecer inmóvil el suficiente tiempo para que el hombre con un esbozo de sonrisa añadiera:
—No temas, nadie se acercará a ese estuche. En primer lugar porque en Vulcano de ladrones, pocos, por no decir ninguno, y en segundo, porque mis hombres permanecerán