Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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de un palmo de longitud, curvada en el extremo y un mango de madera lo suficientemente sólido y bien engarzado como para emplearlo en empeños de mayor exigencia que cortar los alimentos, que en principio era su finalidad. Sin dejar de contemplar el arroyo, en apariencia embelesado por los brillos y salpicaduras del agua, introdujo la mano en el zurrón y, después de asegurarse tener bien sujeto el mango, la dejó allí. Cerró los ojos y se concentró en los sonidos. En aquel momento una bandada de petirrojos hizo su aparición y tras dibujar varios círculos, irregulares y nerviosos, se posaron a pocos metros de sus pies, no lejos del estuche negro. En un instante el equilibrio que perseguía se rompió. Había vuelto el sonido. Abrió los ojos y lanzó una mirada circular a su alrededor, desinteresada, aburrida.

      En ocasiones la vida ofrece curiosos contrastes cuya valoración dependerá del momento en que cada cual se encuentra o del rasgo de carácter que prevalezca. Esos contrastes tienen la capacidad de ahondar tristezas o aumentar gozos, y en ocasiones también desconciertan. En aquel momento y por una parte, Arlot, joven, saludable y agraciado, permanecía recostado sobre el tronco de una venerable encina, junto a un arroyo de aguas cristalinas, envuelto por un bosque al que la primavera potenciaba su belleza natural. Cerca suyo unos simpáticos pájaros brincaban esperando algún gesto amable por su parte en forma de alimento, y en lo alto el cielo brillaba como si de un inmenso topacio se tratara. Por otra, su mano sujetaba la empuñadura de un cuchillo con el ánimo tenso, a la expectativa de percibir un nuevo crujido, vacilando si persistir en la espera o lanzarse en tromba contra los helechos en un intento de conseguir ventaja a través del efecto sorpresa. Considerando que disponía de pocos segundos para decidir, optó por lo primero. Pensó que jugar con un exceso de confianza por parte de quien estaba a punto de presentarse, si es que tal ser existía más allá de sus recelos, jugaría a su favor. En consecuencia se limitó a inclinarse ligeramente hacia su izquierda y apuntalar la pierna derecha en el suelo con el ánimo de facilitar el impulso para ponerse en pie de un salto llegado el momento. Por su parte los petirrojos, con sus constantes desplazamientos le facilitaban permanecer vigilante, aunque fuese de reojo, ante cualquier movimiento brusco que se produjera. Siguiendo ahora a uno y luego a otro, su mirada recorría los espacios que le rodeaban. Sin embargo, sus cálculos fallaron en el tiempo y en las previstas brusquedades puesto que el primero, el tiempo, se alargó de una forma que le resultó interminable, y las segundas, las supuestas brusquedades, se materializaron a través de una aparición que se presentó con unos movimientos suaves, se diría que incluso refinados.

      —¿Te has extraviado, hijo? Los bosques son hermosos, sí, pero también traicioneros. La belleza siempre debe tratarse con mucho cuidado, con todo aquello que deslumbra debe hacerse así.

      El refinamiento del discurso con que se presentaba, la voz, dulce y ronca al tiempo, provenía del busto de un anciano esquelético, de piel oscura y apergaminada, cubierto por un raído manto de color indescifrable. El viento agitaba lo que le quedaba de lo que fuese una larga melena y una barba de pelo enmarañado y amarillento. Con la suciedad como estandarte, el anciano acabó de apartar los helechos que le entorpecían el camino y se mostró en su conjunto sobre dos piernas descarnadas cubiertas de costras y rasguños. Arlot se puso en pie cuan alto era, lo que provocó una perceptible vacilación por parte del recién aparecido, vacilación que acabó disculpando con una sonrisa que dejó al descubierto una boca sin apenas dientes. Ambos se estudiaron entre desconfiados e intrigados. Sin duda, y por motivos bien diferentes, se interrogaban acerca de con quién se encontraban y en especial por y para qué.

      —¿Vienes a reemplazarme? —preguntó al fin el anciano sujetando con fuerza el tosco bastón en el que se apoyaba, y esta vez, en el ánimo de Arlot, la balanza entre la desconfianza y la intriga se decantó hacia la segunda—. Un año, diles que me concedan un año más. O dos. Eso es, mejor dos. No pido más porque soy consciente de que mi tiempo en este desdichado mundo se acaba. Para mí sería una pena que tanto esfuerzo resultara inútil. —Asintió pensativo, grave—. Por eso pido tiempo, un poco de tiempo. Desde el primer momento me expresé con claridad. Dije que para conseguirlo nada de prisas, que la misión exigía tranquilidad y no me parece justo tanto apresuramiento de sopetón. Considero que mi obediencia y mi disposición merecen otro trato.

      Dicho lo cual, y por primera vez, el hombre alzó la vista, pues hasta ese momento la mantenía baja en un esfuerzo por mostrarse humilde. Al hacerlo descubrió unos ojos claros, acuosos, dominados por la ira. En aquellos ojos, hundidos y cercados por unas arrugas ennegrecidas por el sol, brillaba algo demasiado próximo a la locura, lo que contradecía los calmosos movimientos del cuerpo y la afabilidad del rostro. Arlot reconoció aquella mirada. Hacía años había visto morir ahorcada a una mujer condenada por entregarse a prácticas indecentes, impropias de un cristiano y sí de un servidor de Satán, así se proclamó en el bando, y él, que asistió obligado junto a su madre respondiendo a una convocatoria oficial del marqués, descubrió en ella la misma mirada. En aquel momento sintió temor. ¿Qué ha hecho tan vergonzoso como para que la ahorquen, madre?, había preguntado. Ella se inclinó y en voz muy baja respondió: Nada, creo que sencillamente es una perturbada, que no sabe pensar ni actuar como hacemos los demás y eso la ha perdido. Simplemente es una pobre mujer que sufre. Él no acabó de comprender qué le quería decir su madre y, como tantas veces hacía para no obligarla a traspasar la línea de lo que ella considerase oportuno, no pidió más explicaciones. Ya aprendería a entender lo que le decían, si es que lo que le decían tenía un sentido. En caso contrario resultaba innecesario insistir. Ahora, en el bosque y ante aquel anciano que invitaba a la compasión a pesar de su aspecto repugnante, le volvieron las imágenes de la mujer ahorcada, las rollizas piernas peludas pateando frenéticamente en el aire, el sonido gutural, como un ronquido, que a él se le incrustó en el cerebro y tardó semanas en borrarse.

      —¿Y quiénes son ellos? —preguntó—. ¿Les conozco?

      El anciano cayó de rodillas con un gemido tan lastimero que inclinaba a pensar en una rendición incondicional, en la exhibición impúdica de una impotencia absoluta. Gimoteaba y movía las manos haciendo amagos repetidos de unirlas en oración y rechazándolo acto seguido.

      — ¿Quiénes son ellos? —rió amargamente—. ¿Quiénes quieres que sean, chico? ¿Me tomas el pelo? ¿Por tonto? No está bien burlarse de un pobre viejo, no. Hablo de los ángeles, no me engañes. De los ángeles o del prior, eso no tiene demasiada importancia.

      A continuación elevó la mirada hasta dejarla perderse por el cielo, como si siguiera el vuelo no de los petirrojos, sino de algún ser celestial que planeara sobre su cabeza ofreciéndose a guiarle hacia un destino repleto de resplandores divinos, y la felicidad que se reflejó en su rostro cristalizó una sonrisa próxima al éxtasis. Arlot, viendo el estado en que su inesperado visitante había caído, tomó la bolsa, se la colgó de un hombro e hizo lo mismo con el estuche, esta vez en la espalda. Con ambas tiras cruzadas sobre el pecho se dispuso a reemprender el camino. Sin embargo, antes de que diese el segundo paso, alarmado ante tan evidentes propósitos, el anciano pareció despertarse y se puso en pie con una asombrosa agilidad dado su aspecto y edad.

      —¡Espera, hijo, espera! Debo saber, necesito saber.

      Obedeció Arlot, incapaz por el momento de ofender a quien le provocaba mayor compasión que repugnancia, y se detuvo.

      —¿Quieres saber? —preguntó cruzando los brazos—. ¿Y en qué puedo ayudarte yo a conseguirlo? Te aseguro que nada sé de tu misión y diría que bien poco de los ángeles.

      El anciano asintió dando varios pasos hacia el río. Al caminar las ropas le resbalaban dejando al descubierto partes del cuerpo cubiertas de una suciedad enquistada, una suciedad que levantaba olas pestilentes con cada movimiento. Aun así, Arlot se obligó a permanecer en el mismo lugar, a la espera.

      —Necesito reflexionar antes de que te vayas. Si tú no vienes a relevarme, y no lo consigo en estos próximos años, si yo fracaso, ¿quién continuará con mi búsqueda cuando los ángeles me conduzcan ante Dios?

      —El mismo Dios se ocupará de ello, ¿no crees? —respondió Arlot con una circunspección forzada que el anciano no advirtió—. Él ordenará y sus ángeles obedecerán. Está escrito, ¿recuerdas?

      Confundida la ironía con


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