Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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resultaban familiares, incluso alguna había llegado a posarse en los alrededores de la casa, tanto que sus padres le habían advertido que se anduviera con cuidado con ellas y que se mantuviera alejado de su pico. Son imprevisibles, le explicaban, y en ocasiones agresivas. Él se fijaba en el pico y en las garras, metálicas, y sobre todo en los ojos, fríos como el metal, y obedecía. Ahora una parte del comentario de su padrastro, lo de nuestro cielo, le resultaba curioso. ¿Nuestro cielo? Nunca se le hubiera ocurrido emplear tal expresión.

      —Hay quien asegura que son muy especiales —continuó el herrero sin apartar la mirada del águila—. Que son más que simples pájaros, que poseen poderes antiguos, desconocidos para nosotros.

      —Supercherías —replicó Arlot con aplomo—. Donde viví, en Aquilania, las había por decenas y de misteriosas no tenían nada. Mi padre llegó a cazar una con su honda. Le alcanzó en la cabeza y cayó fulminada. Por cierto, la desplumamos y nos la comimos. Repugnante.

      El herrero asintió.

      —Me lo imagino, pero para esta gente es un símbolo y como todos los símbolos se acoge a la interpretación oficial, aunque cada cual la adapte a su manera, según su carácter. Desde un presagio de tiempos de bonanza hasta convertirla en el clarín de la muerte. El propio rey lleva una en su escudo de armas. Una enorme águila negra con la cabeza roja y las garras doradas. El marqués ha colgado una de las banderas del reino en la sala de recepciones de la torre y por eso lo sé.

      —No deja de resultar lógico que el rey haya escogido ese bicho como emblema.

      ¿Lógico? Mejor no preguntar el motivo de tal comentario, pensó el herrero. Al menos no hacerlo por el momento y próximos a tanta gente, incluyendo soldados y quienes siempre andan deseosos de ganarse algún favor delatando a quien se prestara por imprudente o por ingenuo. Sin embargo, su prudencia la quebró el propio Arlot concluyendo la idea.

      —Me refiero a lo del color de la cabeza y de las garras. Sangre y oro. Además las águilas son aves depredadoras y crueles. ¿Y qué nos aportan? ¿Entretenimiento viendo como vuelan por encima de nuestras cabezas?

      Por fortuna lo había dicho con un tono que apenas alcanzaba la categoría de susurro. Aun así, el herrero, tras comprobar que nadie había cambiado de postura para comprobar de quién habían sido esas palabras, que nadie les había prestado atención, respiró hondo, tomó del hombro a su hijastro y lo condujo de vuelta a la herrería. Una vez allí le reprendió sin aspereza, pero con gravedad.

      —Debes cuidar lo que dices, Arlot. Tu juventud no te librará de los castigos, ya tienes experiencia de ello y no siempre podremos ayudarte quienes te queremos.

      Dicho lo cual, con gesto de preocupación, tomó las pinzas del cubo y reemprendió el trabajo. También lo hizo Arlot, quien continuó rehaciendo la empuñadura de una daga, al tiempo que su pensamiento retornaba a lo sucedido en el valle Silencioso el día anterior a partir de la irrupción de Páter.

      —Hay quien dice que es una de las águilas del rey —oyó decir a su padrastro entre martillazos—, algo así como una rapaz amaestrada. Lo normal son los halcones, claro, pero un rey es un rey. Vamos, que podría ser la misma del escudo, que de tanto en tanto recorre el país para informarle de lo que sucede. Eso dicen y eso creen por desatinado que te parezca. El espía volador del rey. Yo no lo creo, pero pasan tantas cosas sorprendentes que… En fin.

      El hombre se rascó la barba mecánicamente, dándole vueltas a algún pensamiento o tratando de alejarlo. Finalmente balanceó la cabeza, grave, incluso abatido, y reemprendió los golpes. El peto nuevo del señor iba tomando forma. Pasan tantas cosas sorprendentes… Algo similar había pensado Arlot al advertir la presencia de Páter avanzando sobre la hierba aún húmeda con la sotana remangada y el manto de piel de oveja medio cayéndosele de los hombros. Y la sorpresa aumentó al oírle sus primeras palabras en medio de unas exageradas gesticulaciones con las manos que resultaban poco habituales en él, tan comedido en lo que hacía y decía en general. No, no, lo hacéis mal y hacer mal ciertos movimientos en situaciones comprometidas es peligroso. Con esas palabras empezó antes de tomar una rama del suelo, partirla hasta dejarla con la longitud de una espada media y, haciendo caso omiso de las atónitas miradas de sus discípulos, los redistribuyó en dos líneas ligeramente arqueadas contando cuatro pasos de distancia entre cada uno de ellos. Tú, gírate, le decía a Yúvol, así cubres a quien tengas al lado y de paso cubres más terreno con ese mazo, que tú sabrás de dónde has sacado, y aprovechas la ventaja de tener los brazos tan largos. Vento, deja de jugar y de brincar porque pierdes apoyo y concentración y en un combate la gente no va a aplaudir tus cabriolas. Tú, Marlo,… Entre divertidos y desconcertados obedecían. Supongamos que os doblan en número, dijo al cabo de unos minutos, y una vez que consideró que la posición y los movimientos resultaban al menos aceptables. Seguid con el círculo, pero girando sin perder las distancias. Si no conseguís evitarlo, corregirlo en cuanto os sea posible. Ahora, imaginad que… Durante una hora practicaron una serie de formaciones siguiendo sus indicaciones. En ocasiones ocupaba el lugar de uno de ellos y esgrimía la rama mostrando ejemplos de defensa y ataque en coordinación con el resto. Pronto el divertimento y el desconcierto mudó a concentración y reconocimiento. Despojado del manto, los faldones volando, sudoroso, la respiración pesada, aquel hombre manejaba el remedo de espada con una precisión y una velocidad que hizo añicos la imagen que de él tenían, la del buen, sabio y contemporizador sacerdote, y confirmó intuiciones. Sí, había sido un soldado y no del montón. Cuando la sesión acabó, sin dar pausa a su actividad, tomó de un brazo a Arlot y, el uno aún con la rama y el otro con la espada negra, le invitó a alejarse del grupo.

      Arlot, se acabó la broma, dijo. Tenemos que hablar, ¿recuerdas? Pregunta retórica por lo que no dio tiempo a la respuesta. Por eso he venido, ¡Dios me perdone!, para hablarte como guía espiritual. Lo demás ha sido porque… No importa. Bien, sí importa. Me preocupáis. ¿Ha venido como guía espiritual o como instructor de combate?, le interrumpió Arlot con su esbozo de sonrisa. Seamos claros, insistió el sacerdote. Mi prioridad es la de ejercer de guía espiritual. Lo que os he enseñado es una muestra de amistad, por si algún día os encontráis en un problema. Lo que Dios quiera que no suceda. ¿Y en qué convento ha aprendido usted a combatir de esa forma?, le había preguntado Arlot sin abandonar una ironía que ya empezaba a resultar molesta, en especial porque no estaba dispuesto a dar mayores aclaraciones. A combatir y a dirigir un combate. Páter había cerrado los ojos, unido las manos como si se dispusiera a orar y respirado lenta y profundamente. Calma, se exigió. Cualquier hombre tiene un pasado a recordar o a olvidar, empezó con paciencia, en realidad ambas cosas, y con el tiempo recuerdos y olvidos se acumulan y para según quién constituyen una carga. El problema radica en que en ocasiones no se sabe o no se puede elegir si recordar u olvidar porque el pasado forma parte de nuestra alma y el alma sigue sus propias reglas. Había tomado aire de nuevo y abierto los ojos. Las manos continuaban unidas, ahora con los dedos enlazados. Sólo en Dios halla descanso mi alma, de él viene mi salvación. ¿Recuerdas? Salmos. Descanso mi alma, eso es.

      Se había hecho el silencio. El sol entibiaba un aire frío que parecía llegar del bosque, cargado de fragancias a maderas y hierbas húmedas. Páter se había quedado inmóvil, la mirada fija en aquel cielo que mostraba un azul pálido deslumbrante. ¿Rezaba o pensaba? Arlot esperaba. Conocía a aquel hombre y lo que tuviera que decir se lo diría, a tiempo o a destiempo, bien o mal, con delicadeza o con aspereza, pero se lo diría. No tuvo que aguardar demasiado. Tras una intensa inspiración Páter se santiguó y clavó sus ojos pequeños y brillantes en los de Arlot. En los conventos se aprende a luchar en otro tipo de guerra, muchacho, dijo entornando los ojos, concentrado, y sabemos que no existe otro enemigo peor que el mal que propagan el demonio y sus huestes, que ni te imaginas lo numerosas que son ni el poder que tienen. En eso nos formamos y a ello nos aplicamos. Eso no responde mi pregunta, había insistido Arlot. Yo creo que sí. La violencia y la templanza, el odio y el amor, la virtud y el pecado… ¿Sigo? No, no hace falta, basta con hablar del mal y del bien. Eso lo resume todo, y posicionarnos sobre ellos nos define. Lo demás es palabrería. A Arlot se le había escapado una mueca recelosa. Totalmente de acuerdo, Páter, y me parece, una vez más, un planteamiento inteligente, como todos los suyos. Pero insisto, y perdone mi curiosidad, usted ha demostrado unos conocimientos en un tipo


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