Arlot. Jerónimo Moya
a la marcha hasta los más amedrentados por su decisión habían acordado el punto de encuentro en un lugar conocido como el valle de las Lunas. Pensaban, aspiraban, a encontrar acomodo en otro feudo creyendo, soñando, que el poder se ejerciera allí con mayor benevolencia. Les habían llegado nombres, uno de ellos, precisamente, el señorío donde vivían Arlot y sus compañeros, Galtaria. Así fueron convergiendo en el bosque las columnas de fugitivos. Ese fue el momento que se consideró adecuado para intervenir. El capitán Valerio recibió la orden de disponer sin demora a la tropa. Así lo hizo y una vez dispuesta, se presentó ante el señor de Poniente en busca de las últimas órdenes. ¿Qué actitud debo tomar una vez los tengamos cercados en el valle? Te lo diré una vez allí porque he decidido acompañaros, fue la respuesta, quiero presenciar el castigo. No le agradó la idea de una presencia que no haría si no entorpecer el avance, el deterioro físico y tal vez mental del marqués cada día resultaba más evidente, pero no podía evitarla y, como de costumbre, se mostró disciplinado y acató las órdenes. Un soldado se debe a su señor. La primera sorpresa llegó al advertir que también les acompañaría la jauría que se utilizaba en las cacerías, docenas de perros productos de cruces desordenados, hambrientos, acostumbrados al látigo. Servirán para rastrear el camino, se dijo. Un absurdo ya que se conocía a la perfección el lugar en que los rebeldes se encontraban y él mismo había infiltrado a dos de sus hombres para controlar cualquier movimiento imprevisto. Partieron una vez preparados el marqués con su séquito, los soldados y los perros.
Tras varios días de un viaje ralentizado por la presencia del marqués, quien se hacía trasladar en una pesada carroza cargada de todo tipo de lujos, un atardecer llegaron al bosque que rodeaba parte del valle de las Lunas. Acamparon no lejos de las primeras líneas de árboles, por el oeste. El capitán Valerio se reunió con sus ayudantes para preparar unas maniobras que preveía iniciar a la mañana siguiente, pero para acabarlas de concretar necesitaba conocer los planes, crípticos hasta ese momento, de su señor, quien guardaba hasta el momento un silencio absoluto al respecto. Él suponía que se buscaba capturar a los cabecillas, trasladarlos de vuelta, ajusticiar alguno y castigar al resto con una vida peor de la que llevaban antes de la rebelión. Porque ¿qué futuro les esperaba a aquellas familias cargadas de mujeres, niños y unos cuantos viejos sin los hombres más jóvenes? Resultaba improbable que sobreviviesen al invierno o, en el mejor de los casos, acabarían suplicando retornar al estado anterior, tan denigrado en los últimos meses. Trabajar más, pagar más, obedecer más. ¿Era esa la estrategia del astuto monje? Probablemente. Aquel hombre, al que él despreciaba, había dado muestras de poseer una inteligencia retorcida. Astuto, vehemente en cuanto hacía, resultaba realmente peligroso. Sí, mejor mantenerse alejado hasta de su sombra. Con esa idea se echó sobre la manta medio protegido por su propia capa la noche anterior a la carga. Con esa idea y el deseo de volver a la confortabilidad del castillo le llegó el sueño.
A las pocas horas los ladridos y gruñidos de los perros, a los que convenía controlar aunque fuese a golpes, le despertaron. Flotaba en el ambiente una excitación que él conocía bien, la del preludio de la batalla. ¿Batalla? ¿Contra qué ejército? Se incorporó y empezó a impartir las órdenes para iniciar las maniobras de aproximación y, tras solicitar y obtener el debido permiso, la comitiva de puso en marcha y penetró en el bosque. Tal como había previsto a partir de los informes recibidos, no tardaron en distinguir entre los árboles una claridad que identificaron con el valle. Y allí estaban. A un centenar de metros, agrupados alrededor de varias hogueras, los fugitivos, alertados por el escándalo de los perros aguardaban acontecimientos con un pánico que se olía desde la distancia. Los llantos creaban la armonía de fondo y una ligera neblina suavizaba el escenario dándole incluso una pátina de dulzura. Del grupo de aquellos seres harapientos, sucios y de aspecto agotado surgieron varios hombres, algunos jóvenes y otros rozando la madurez, que avanzaron hacia las figuras que desde donde se encontraban iban dibujándose entre los árboles. Llevaban en la mano cuchillos de los empleados en la siega o esgrimían toscos bastones. No había en ellos agresividad, sino lo que sin duda les suponía ejercer un penoso deber si se consideraban las consecuencias. Sencillamente trataban de proteger al resto sabiendo, una vez reconocidas las tropas del marqués, que nada conseguirían, que fracasarían en el intento si se producía un enfrentamiento. Valerio pensó que tenía ante sí la situación tal cual la había previsto, y estaba convencido de que ante las primeras coacciones los hombres tirarían las armas sin mayores problemas. La rendición quedaba asegurada. Tocaba, pues, arrestar a los cabecillas y proceder. Se disponía a enviar a una veintena de sus hombres para capturar a unos rivales tan poco fieros, tan visiblemente debilitados, cuando, ya él con la mano en alto, le llegó la voz carrasposa del marqués.
—¡Espere, capitán! ¡Aún no conoce las instrucciones finales!
Desconcertado, el marqués nunca se había entrometido en su autoridad al frente de la milicia, se giró. Había dejado la carroza, estaba a pocos pasos y sonreía, como si saboreara la situación, lo que aumentó su confusión. Sabía que aquel hombre no se distinguía por su clemencia, que tenía una inclinación a la crueldad, pero incluso así aquella expresión de regocijo, de una alegría casi salvaje, enfermiza, ante una situación tan dramática como aquella le desconcertaba. Sin embargo, guardó silencio a la espera de la orden. Y la orden llegó de inmediato, pero no se dirigió a él, sino a los encargados de los perros.
—¡Preparadlos! —gritó, la voz más ronca que nunca.
Los encargados eran diez y cada uno de ellos sujetaba entre cinco y siete animales empleando cuerdas de lazo corredizo. De inmediato empezaron a fustigar a los perros, insultándolos, excitándolos, irritándolos. Cuando el alboroto se hizo atronador, las correas amenazaban con romperse y quienes las aguantaban se mostraban incapaces de mantenerlas en las manos, llegó la segunda orden, esta vez de forma gestual. El señor de Poniente señaló al centro del valle y uno a uno los perros fueron liberados, y uno a uno partieron raudos. Lo que sucedió a continuación al capitán le resultaría imposible de olvidar y difícil de describir con el paso del tiempo. Acostumbrado a convivir con la violencia y la muerte, se sintió conmocionado, trastornado, revuelto, ante un espectáculo que se prolongó durante una eternidad. Una eternidad en la que tuvo que apelar a su veteranía y a la dureza de su carácter para mantenerse en pie, firme, impasible. Cuando los perros saciaron instintos y hambre, la carnicería había alcanzado tales cotas que varios de los soldados, novatos y veteranos, se inclinaron a vomitar sabiendo lo que aquel gesto de debilidad les podía reportar. Fueron los encargados a recoger sus perros, con dificultad pues la borrachera de aullidos, carne y sangre les había enloquecido, quienes pusieron el punto final al episodio. Volvió el señor de Poniente a la carroza tras susurrar algo similar a nadie me desafía, sus vidas me pertenecen, y pugnando por recuperarse dio el capitán las voces de rigor a sus hombres, tras lo cual se emprendió el camino de retorno al castillo. El viaje le resultó insoportable. Lo sucedido le atormentaba, apenas hablaba con sus soldados, quienes asimismo se mostraban taciturnos, cabizbajos, y se limitaba a cumplir las órdenes de quien, olvidando profesionalidad y lealtades, ya le repugnaba. Le repugnaba tanto que comprendió que su vida en Poniente ejerciendo de brazo armado de un criminal, no podía escudarse ni siquiera tras la disciplina. Se había acabado. Por acción u omisión él también tenía las manos manchadas de sangre, y no de la sangre de las batallas. Al cabo de unas semanas, sin encomendarse a autoridad, amistad o enemistad alguna, partió del señorío a media noche y estuvo galopando en dirección al este hasta que el caballo, extenuado, se negó a dar un paso más. Le concedió el descanso mínimo y continuó con su viaje hacia un lugar llamado cualquiera, lugar al que llegó al cabo de un número indeterminado de días. La sobria silueta de un monasterio se le presentó como una señal. Dios se la enviaba, le daba un mandato y él, tan formado en el ejercicio de la disciplina, lo acató al instante. Obedecer, creyó en su turbación, le abriría una puerta a la esperanza, una esperanza que durante mucho tiempo tampoco supo en qué se fundamentaba ni qué objetivo tenía al margen del olvido, del olvido imposible. ¿Se encontraba entre aquellos muros su penitencia? Lo ignoraba, pero la paz que emanaba el lugar anegó las dudas y le empujó a tomar la decisión de una forma incondicional, un punto irracional puesto que nunca había destacado por su fervor religioso.
Tras pedir y conseguir albergue, primero de forma transitoria y más tarde estable, vivió en aquel lugar colaborando en todo tipo de labores y aceptando