Arlot. Jerónimo Moya

Arlot - Jerónimo Moya


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conocía a Arlot. No emplearía triquiñuelas en lo que, si no conseguía evitarlo, sería una pelea a muerte. Lo esperaría a pie firme, en medio del camino. Necesitaba quitarle la idea de la cabeza, pero ¿cómo?

      A finales del invierno en la herrería del castillo se trabajaba sin tregua. El secretario del marqués, y padre de Vento, había tomado la decisión de lanzarse a una remodelación de algunas zonas del castillo, y en sus planes piedras, maderas y piezas de hierro abundaban. No se trataba de una gran revolución, sino de un esfuerzo personal por confirmar la importancia de su cargo para el buen funcionamiento del señorío. Llegaban las carretas cargadas hasta los topes, pululaban sin cesar albañiles y carpinteros bajo la tutela de los maestros y los artesanos. En el momento álgido todos se sentían importantes, imprescindibles, y lo proclamaban a los cuatro vientos mediante continuos desplazamientos por el patio de armas o dando grandes voces. La actividad se iniciaba antes del alba y no cesaba hasta entrada la noche. Vista desde el exterior, la herrería revelaba su aspecto de gran fogata lanzando luces por tres espacios rectangulares, la puerta y dos ventanas, consumiéndose al anochecer en tonos azulados. Y de improviso, en un abrir y cerrar de ojos, alumbraba un ambiente en apariencia desierto, el del patio de armas controlado por las siluetas de los centinelas recorriendo las almenas, mientras escondía los rincones en una penumbra de sombras huidizas. Sí, tras los primeros momentos del anochecer, el castillo y la vida que contenía se aletargaban. Sin embargo, en el interior de la herrería el paisaje resultaba bien diferente. Enrojecidos por las llamas de las fraguas, sudorosos, silenciosos los labios y elocuentes los brazos, dos hombres continuaban trabajando. Uno, el mayor, con el mazo sobre el yunque y el otro, el joven, con las pinzas y las tenazas sobre una mesa de metal. Entre ambos, fijo en la pared, un pergamino con el dibujo de una espada, dibujo que consultaban con miradas intermitentes, unas miradas que sugerían antes la búsqueda del estímulo que la de la orientación. El boceto se lo sabían de memoria. Pasado un tiempo ni largo ni corto, solo prudente, noche tras noche, el mayor hacía una señal y el joven asentía. A partir de ese momento debilitaban el fuego esparciendo las brasas, enterraban las piezas en que trabajaban en una de las pilas de carbón, descolgaban el pergamino, lo enrollaban lo suficientemente apretado para que cupiera en una de las grietas de la pared, se lavaban en los cubos de agua, se secaban, se ponían las camisas, se ajustaban en los pies las sandalias y abandonaban el taller camino de la puerta del castillo. Los centinelas, dos o tres, los veían aproximarse sin curiosidad, y unos días sí y otros no saludaban al herrero, nunca a su hijastro, y es que la historia del derribo de uno de sus jinetes aún escocía.

      Pasaron las semanas y el dibujo se iba materializando. Será algo pesada, había advertido el herrero al inicio, ese hierro tiene sus singularidades. Mejor, fue la respuesta de Arlot. Cuando el mercader se presentó con el estuche, negro, forrado de terciopelo rojo, la espada llevaba varios días envuelta en trapos en una de las estanterías. La habían limpiado hasta arrancarle reflejos que resaltaban sobre la cerrazón oscura de la hoja y de la empuñadura. Únicamente la cruz plateada en lo alto del pomo daba al conjunto un punto de claridad. La podrías llamar Tormenta Negra, había propuesto Yamen el día en que, concluida la forja, se acercó para verla. Suena bien, convino el herrero, aunque un punto disgustado. En el terreno de las fantasías, y aquella propuesta se lo parecía, se movía incómodo. Con todo, estaba satisfecho, había realizado un buen trabajo y la belleza y la solidez de la espada lo demostraban, aunque también preocupado. Quizá presentía que aquella arma sería empleada más de lo que él hubiera deseado. Ya con el estuche, ese mismo día la colocaron en su interior y, llegado el atardecer, bajo un resplandor en el cielo que anunciaba la primavera, se dispusieron a abandonar el castillo. Las obras habían concluido y los horarios habían recuperado su regularidad habitual. El herrero llevaba el estuche colgado a la espalda y Arlot caminaba a su lado. Conversaban pausadamente con el fin de dar una imagen de absoluta normalidad. Sin embargo, como temían, esta vez los centinelas no se mantuvieron al margen. Aquel estuche de considerables dimensiones y aspecto pesado despertó de inmediato su curiosidad. Uno de ellos lo señaló exigiendo explicaciones. El herrero replicó sin detenerse que se trataba de un encargo urgente del marqués. Debía concluir con los arreglos en el taller que tenía junto a la cabaña. No pensaba pasar la noche en la herrería. Fue la primera y última vez que Arlot oyó mentir a su padrastro. La respuesta pareció despertar nuevas dudas a los centinelas.

      —¿Queréis que os muestre qué llevo?, retó el herrero, disgustado.

      —No será necesario —repuso uno de ellos—, pero queremos saber qué hay dentro.

      El herrero hizo ademán de descolgar el estuche. El mismo soldado que había hablado anteriormente hizo un gesto negativo. Sabía del prestigio de aquel hombre, lo habían comprobado con el perdón a su hijastro, y no quería meterse en líos. Si se trataba de un encargo del marqués, mejor limitarse a cumplir su función de centinela,

      —Te digo que con tu palabra me basta.

      —Pues bien —dijo el herrero volviendo a colgarse el estuche a la espalda—, llevo una espada, una espada preciosa.

      Los dos soldados asintieron y dejaron libre el paso. Cuando ya se encontraban a una distancia prudencial del castillo, Arlot se dirigió a su padrastro, con un tono de comentario antes que de pregunta.

      —¿Y si le llega al marqués que tienes un encargo suyo urgente?

      —Tendríamos un problema —replicó el herrero, resignado—. Es lo que tienen las mentiras, que son peligrosas. Por eso hay que huir de ellas.

      Aquel domingo, como de costumbre, se dirigieron al bosque Silencioso cargados con unos sacos llenos de paja, sacos que evidenciaban un peso que no se correspondía con el supuesto contenido. Para quienes los veían pasar suponía una escena con la que se habían familiarizado. Lejos de sospechas, les contemplaban con naturalidad. Un grupo de amigos avanzaba charlando animadamente por el camino que conducía a los bosquecillos situados en la zona sur de la villa, tras los cuales se encontraba el bosque Silencioso. De vez en cuando alguien les advertía de los peligros de acercarse a aquel lugar recordando lo que se decía de él. Ellos le quitaban importancia respondiendo que quién se atrevería con unos chicos entre los cuales se encontraba el gigantesco Yúvol. Sí, tenían razón y se la daban. Otros, más curiosos, les preguntaban para qué querían llevar la paja al bosque. Para hacer un fuego si el frío aprieta, o para asar lo que cacemos, y de paso para traer leña. Las preguntas y las respuestas se cruzaban ligeras, intrascendentes. Pocos daban importancia a unas y a otras, y si lo hacían preferían no ahondar en lo relativo al peso de los sacos. Tampoco les hubiese supuesto un problema hacer frente a esa pregunta, disponían de un amplio repertorio de respuestas basadas en verdades relativas. En especial Yamen.

      Dejaron atrás los bosquecillos, hayedos y alcornocales en su mayoría, atravesaron un pequeño valle y llegaron al bosque cuando el sol empezaba a calentar. Les envolvía un aire cargado de aromas a madera húmeda, flores, helechos y musgo. El suelo estaba empapado y los pies chapoteaban en una mezcla de hierba y barro. Estaban acostumbrados y sabían que mejoraría la situación a medida que avanzara la mañana. Una vez en el claro las miradas convergieron en Arlot.

      —¿Y bien? —animó Yúvol con un guiño de impaciencia.

      Sin decir palabra alguna, Arlot extrajo del saco el estuche, lo abrió, tomó la espada con ambas manos y se la mostró a sus amigos.

      —Es una maravilla, mejor que no te la vean los soldados, ni los soldados ni nadie —aconsejó Triste, preocupado—. Te la quitarán.

      —Preciosa —afirmó Carlo.

      —Más que eso, digna de un rey —corroboró su hermano.

      Yúvol se mantenía ahora serio, la boca fruncida en un gesto tan suyo que ya formaba parte de su rostro, como si permaneciese en perpetuas cavilaciones, y Vento sonrió alegremente mientras aplaudía. Sin sorpresas en las reacciones.

      —Yo la había visto casi acabada —empezó Yamen pasando un dedo por el filo cuidadosamente—, y ayer estuve tentado de abrir el estuche. No lo hice, no hubiese sido correcto, pero sí que lo sopesé. Luego estuve pensando y creo que mi padre le hubiera dado el visto bueno. Lo suficientemente pesada para hacer daño


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