Un día más en el Universo. Lucas Fridman

Un día más en el Universo - Lucas Fridman


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Confundidos no por nuestra culpa, sino por culpa del mismo miércoles.

      No es un lunes ni un viernes; no está ni lejos ni cerca del fin de semana. Es un día tibio, cagón, de mitad de tabla, mediocre, que trata de quedar bien con todos y no se la juega por nada ni por nadie. Un día que tiene la peor característica de todas: no dice lo que piensa.

      El miércoles es como ir a una heladería y pedirte limón abajo y vainilla arriba. Es como almorzar una ensalada... algo sin sabor, que te hace bien al cuerpo pero mal al alma.

      El miércoles es Truman en The Truman Show. El tipo se levanta, se pone un traje y sale a vivir en sociedad. Se hace el educado y arma su personalidad para complacer a todos... Trabaja, sonríe, no se pelea con nadie y cree que le va bastante bien. Pero no se da cuenta de algo importantísimo: su vida es una mentira.

      Seguro que todos conocemos a una persona que es miércoles. A esa persona, si la queremos, hoy es el día perfecto para hablarle cara a cara.

      Miércoles, ojalá algún día te animes a ser viernes. O a ser lunes, no importa. Lo importante es que hagas lo que sientas sin dejarte llevar por lo que digan los demás. Ojalá en algún momento puedas ser como verdaderamente sos y puedas enfrentar con actitud el abismo de no saber si lo que hacés a la gente le va a gustar o no.

      Miércoles, este mundo es una gran mentira. Todos se hacen los bananas pero nadie se anima a cruzar la puerta que cruzó Truman para salir de ese domo gigante. Todos creemos que somos los protagonistas... pero, con suerte, somos actores de reparto.

      Miércoles, en los momentos difíciles, si te hieren, no te preocupes. Hay mucha gente podrida que te quiere hundir y decirte lo que tenés que decir o pensar. A esos, dejalos ir. Es muy corta la vida como para desperdiciarla en complacer a los demás.

      Y por último, miércoles, te pido perdón. Perdón por no haberte hecho reír en esta carta... Lo que pasa es que a veces necesito recordarme a mí, y de paso a los oyentes, que si hay algo que no hay que ser en esta vida... es un miércoles.

      Bienvenidos a Últimos Cartuchos.

      Somos un sábado, los cinco días de la semana.

      Acá estamos. Un día lluvioso en la Ciudad de Buenos Aires. En los días así cuesta mucho más salir de la cama, y ni bien nos despertamos lo primero en lo que pensamos es “Por favor, Dios, si de verdad existís, hacé que de alguna manera pueda dormir la siesta hoy. Te lo ruego. Entrego a un familiar si hace falta, pero por favor hacé que hoy yo duerma la siesta”.

      Bueno, eso no nos va a pasar porque Dios últimamente tiene la gorra súper puesta y maneja alto patrullero.

      Así que en lugar de siesta, el tipo nos da un día más en el Universo: las vacas siguen pastando, los runners siguen corriendo, los colectiveros siguen cruzando 12 carriles de izquierda a derecha para frenar en la parada, los canillitas siguen repartiendo diarios, los escribanos siguen ganando dinero por firmar papelitos y los despertadores siguen sonando en todas nuestras casas con total impunidad.

      Los despertadores... esos hijos de la mismísima mierda. El despertador es el símbolo que representa lo mal que hicimos TODO. Podríamos haber hecho un mundo más justo, un mundo más saludable, un mundo mejor... pero no.

      Porque el despertador, ese aparatito con el que arrancamos todos nuestros días, no lo inventó ni el diablo, ni Hitler, ni un periodista deportivo que cobra mucha guita por pegar gritos en televisión. Lo inventamos NOSOTROS, los seres humanos. Igual que la cocaína, los cigarrillos, los programas de chimentos o las bombas atómicas.

      Cada ring del despertador nos recuerda automáticamente que somos humildes servidores; humildes servidores de no sabemos quién, porque los poderosos, esos que manejan los grandes hilos del mundo, viven la misma tragedia que nosotros... Sí, ellos también abren los ojos con despertadores.

      No importa qué sonido le pongas. No importa si te despertás con la música de Titanic, una cumbia de Antonio Ríos o cantos tibetanos que alinean tus chacras...

      Cada onda sonora que emite ese despertador es un cachetazo en la cara, un baldazo de agua fría en el pecho, un pellizco en los huevos, o en la vulva, que nos despierta y automáticamente nos para frente al espejo para que, con toda la cara hinchada, nos hagamos la pregunta madre de todas las preguntas: ¿Por qué, de una vez por todas, no explota todo y hacemos el mundo de nuevo?

      Y encima... encima... el despertador suena para sacarte del placer de dormir y recordarte... ¿qué cosa?

      ¿Suena para recordarte que tenés que ir a comprar carbón para hacer un asado con amigos?

      NO

      ¿Suena para que llegues temprano a la fila y te subas antes que un yanqui a una montaña rusa en Disney?

      NO

      ¿Suena para que dos pininos te despierten con caricias en las piernas y después te enjabonen en la bañera mientras te cantan Bohemian Rhapsody?

      NO

      El despertador suena para recordarte que tenés que salir de tu casa e ir a trabajar.

      Por eso, si hoy ser exitoso es despertarte a las 7 de la mañana con un ruido, ponerte un traje caro, un lindo reloj, salir a la calle con tu celular último modelo, subir a tu camioneta y entrar a un laburo donde ganás mucha guita... te comiste el verso.

      Te comiste un verso gigante.

      No hay nada más lejos del éxito que eso.

      Un día exitoso, mis queridos amigos, empieza indefectiblemente sin despertador.

      Bienvenidos a Últimos Cartuchos.

      ¿Ahora entienden por qué este programa arranca a la 1 de la tarde?

      Acá estamos, un día más en el Universo... y la humanidad sigue destrozada por las mismas garras de la humanidad.

      El mundo sigue girando, los despertadores siguen sonando, los runners siguen corriendo, los escribanos siguen dando fe de cosas y yo... sigo diciendo “UT”.

      —¿Qué significa UT, Migue?

      Nada, señooorrr... Ya lo expliqué una y mil veces. No significa nada, señooor. Es mi manera de decir cosas sin decir NADA, señooor. Es mi manera de contestar preguntas que no quiero contestar, señooor. Es mi manera de terminar conversaciones que no quiero tener, señooor.

      En este mundo de hoy parece que es imprescindible decir algo. Lo que sea. Opinar algo, acotar algo... Ya no importa qué. Uno no se puede quedar callado. Hay que twittear, hay que hacer una story, hay que tener una opinión formada del tema del día, hay que bajar línea, hay que opinar sobre la película del momento, sobre la serie del momento, sobre Messi, sobre Cristina, sobre Macri... HAY QUE.

      Es como si toda esta vorágine que nos envuelve nos hiciera tenerle miedo al silencio.

      Como Atahualpa, que en el cielo, en una reunión llena de artistas, pensadores y filósofos, cuando todos estaban callados, se paró y gritó a los 4 vientos: “¡Le tengo rabia al silencio por todo lo que perdí. Que no se quede callado quien quiera vivir feliz!”

      Y ahí nomás, Confucio, un filósofo chino que estaba meditando, abrió los ojos y dijo: “Atahualpa, el silencio es el único amigo que jamás te traiciona”.

      Francis Bacon se sacó la pipa de la boca y exclamó: “El silencio es la virtud de los locos”. Y Beethoven, para apoyar la causa, sacó las manos del piano y dijo: “Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo”.

      Una reunión caótica, porque Miles Davis (que parece que en el cielo es bastante amigote de Beethoven porque plantan flores juntos) apoyó la causa, y dijo: “El silencio es el ruido más fuerte, quizás el más fuerte de todos los ruidos”.

      Y Shakespeare no podía faltar, obvio: “Estimados, tienen razón en todo lo que dicen. Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras”.


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