Manifiesto para la sociedad futura. Daniel Ramírez
entre una idea biocéntrica, heredada de Thoreau, y otra que conserva el antropocentrismo o “chovinismo humano”, agregando simplemente el cálculo y la prudencia. Esta alternativa la encontramos hasta hoy en muchos debates sobre la ecología que oponen a quienes profesan una visión radical del respeto y el amor por la naturaleza, que debe ser preservada intacta, al menos en parte, con aquellos que prefieren una visión pragmática, antropocéntrica pero razonable y cuidadosa de la “buena gestión de los recursos”. Aunque nuestra comprensión y sensibilidad se incline por la primera, si la nueva sociedad debe ser ecológica, se debe tener la inteligencia para que las dos tendencias sean aplicables, porque ambas serán necesarias (no todo puede ser preservado), y para que las diversas opciones filosóficas puedan coexistir, considerando que sobre muchos temas y problemas concretos importantes puede haber acuerdo en la práctica aún cuando subsistan diferencias de principios, y que será imposible evitar enteramente el uso de ciertos entes y espacios naturales como “recursos”, y que en esos casos será importante que un máximo de precauciones, heredadas del conservacionismo de Pinchot, puedan ser aplicadas.
Otro ejemplo notable de cómo una visión filosófica de la naturaleza y del hombre puede dar a luz modos de vida y prácticas ecológicas es el de Rudolf Steiner, que constituye un caso aparte. Inspirándose en una visión de la naturaleza que ya era alternativa, la de la ciencia de Goethe, que se había alejado de la interpretación dominante cartesiana antes mencionada, dirigió la atención hacia la percepción de los fenómenos en su continuidad e interacciones dinámicas, sus metamorfosis y sus fuerzas internas95. En 1924 Steiner da el impulso inicial a la agricultura biodinámica96, que, varias décadas antes de la agricultura orgánica, rechaza el uso de fertilizantes, herbicidas e insecticidas químicos. Aunque las razones y los fundamentos de esta agricultura sean sorprendentes y considerados por muchos como científicamente discutibles, sus resultados son apreciados y aplicados cada vez por más agricultores, como los productores de vino, en Europa y en el mundo. El hecho de que el sistema filosófico de la antroposofía fundada por Steiner sea poco coherente con la ciencia y la racionalidad hegemónica97, pero que haya llegado a estas aplicaciones que son hoy en día consideradas como la base de una agricultura sana y ecológica, es una razón más para pensar que la sociedad del futuro deberá ser abierta, ecléctica e inclusiva en su manera de pensar, buscando la convergencia de gestos, prácticas, maneras de vivir diversas e ideas alternativas.
La literatura y la sensibilidad naturalista heredada de Thoreau conduce a la formulación, desde los años treinta, de la “ética de la tierra” (land ethic) por Aldo Leopold, un experto forestal, autor de gran influencia98. En ese libro se formula por primera vez la idea de la comunidad biótica, un todo interrelacionado del cual los humanos formamos parte, junto a los animales y los organismos vivos, no siendo ni centro ni seres privilegiados, sino “los compañeros de viaje de las otras creaturas en la odisea de la evolución”. Así, el reconocimiento de la naturaleza respetable de todos los seres los convierte en objetos de consideración ética. Los deberes morales, los sentimientos y los valores éticos existen siempre al interior de una comunidad de seres que se reconocen como tales; la conquista ética es ensanchar esa comunidad99. Los argumentos de los defensores de los animales tienen una forma similar: ¿por qué reservar solo a los humanos el derecho por ejemplo a la integridad física, si ciertos animales tienen la misma sensibilidad para experimentar el dolor?
La gran innovación de Aldo Leopold es concebir el ensanchamiento de esa comunidad moral, de manera de “incluir el suelo, el agua, las plantas y los animales, y colectivamente, la tierra”100. Este pensamiento, más que un “biocentrismo”, debería ser considerado como un “ecocentrismo”. En efecto, no solo los seres vivos tienen una importancia moral o un “valor intrínseco”, sino también entidades que no son seres vivos, como los ecosistemas, un río, un lago, un valle, un glaciar o una montaña101, que merecen también atención, consideración moral y protección. La idea del valor intrínseco de las entidades naturales choca con un problema filosófico (así como aquella de los derechos de la naturaleza; volveremos sobre eso): ¿qué podrían ser los valores, independientemente de aquel que valora, para el caso, los humanos?
La respuesta a esta pregunta pasa por el aporte del australiano Richard Sylvan Routley, que expuso en un importante artículo lo que se conoce como “el argumento del último hombre”102. La ética, nos recuerda el autor, trata de lo aceptable o no de nuestras acciones, en la medida en que afecten a los otros. Estos otros, evidentemente, son seres humanos. Si una acción no afecta en absoluto a ningún ser humano, la ética no tiene nada que ver en el asunto. Imaginemos que una catástrofe elimina a la totalidad de los seres humanos sobre la Tierra, salvo a uno. Este “último hombre”, contrariado o por aburrimiento, podría elaborar el proyecto de exterminar todo lo que queda de vida, tanto animal como vegetal, en la medida que ello le fuera posible. La ética tradicional no tendría nada que objetar a esta conducta; sin embargo, sabemos intuitivamente que tal conducta sería totalmente reprobable e incluso monstruosa.
Del miedo a la bomba a la idea de la crisis tecno-ecológica
Otra fuente de pensamiento, tal vez la más fuerte, nos llega por la vía de la angustiada experiencia frente a la bomba atómica luego de su lanzamiento por los EE. UU. sobre Hiroshima y Nagasaki, punto final trágico de la Segunda Guerra Mundial. Grandes figuras intelectuales de la época, Albert Einstein, Bertrand Russel103 y Karl Jaspers104, intentaron advertir a la humanidad de la amenaza de destrucción generalizada de la vida humana, tal como se visualizaba en esa época. Luego fue Gunter Anders quien sistematizó esta fuente de inspiraciones en una importante obra105. El mérito de estos pensadores es haber intuido y comunicado al mundo la idea de la desaparición de la especie humana debido al poder destructor de las armas atómicas, del riesgo de una guerra total; esta angustia duró décadas y constituyó el fundamento de lo que se llamó el equilibrio del terror durante la guerra fría. El mérito indirecto es haber enseñado a pensar ciertos problemas como globales; en efecto, “las nubes radioactivas no se preocupan de marcas de kilometraje ni de fronteras nacionales ni de cortinas de hierro”106 —lo que se vio dramáticamente luego de las catástrofes de Chernóbil y Fukushima—. La cuestión de la existencia se dirige desde entonces hacia la humanidad como un todo.
Sin embargo, el primero que intuyó que la amenaza no iba solo por el lado de las armas nucleares, que se podría considerar como un uso perverso de la tecnología, sino de la tecnología misma, fue Hans Jonas, en su obra fundamental107. No obstante, esta idea flotaba en el ambiente intelectual heideggeriano, donde la expresión “la época técnica” o “la era de la dominación total de la técnica planetaria” forman parte del vocabulario corriente de esta tendencia, dando luego lugar a la expresión más corriente aún “la era planetaria”, que se encuentra, por ejemplo, frecuentemente, en la obra de Axelos108. Pero la idea de una ética que tome en cuenta las generaciones futuras es un avance filosófico importante; no resulta fácil en realidad concebir cómo las generaciones futuras podrían ser consideradas y, por ejemplo, tener derechos que nosotros debiéramos respetar. Literalmente hablando, las generaciones futuras son… gente que no existe. ¿Cómo podrían tener derechos? Sin embargo, el asunto aquí deriva en cierta manera de la moral kantiana, en la cual la dignidad humana es la fuente de toda moral y noción de respeto, los seres humanos no deben jamás ser considerados solo como medios, sino también siempre como fines. Por cierto, si no hay habitantes humanos en un hipotético futuro, porque las condiciones del planeta ya no lo permiten, hay que considerar que el daño sería el máximo, aunque no hubiera nadie para constatarlo. Así, el imperativo kantiano109 se convierte en “actúa según el principio que implique que una vida humana aceptable sea siempre posible en el futuro”.
La naturaleza fue durante mucho tiempo considerada como el dominio de lo inmutable, como un marco protector, una armonía celeste a la cual nada podría alterar. Pero ello, según Jonas, se ha acabado. La civilización tecnológica nos ha dado la posibilidad de alterarlo y, más aún, la conciencia de que lo hemos ya alterado substancialmente. Esta conciencia ha dado lugar al concepto de Antropoceno, una nueva era geológica, que sucedería al Holoceno (la fase actual del período cuaternario) y se caracterizaría por el hecho de que es la especie humana la que produce la mayor parte de los cambios del planeta110. Aunque esto sea discutido, el concepto tiene