Manifiesto para la sociedad futura. Daniel Ramírez

Manifiesto para la sociedad futura - Daniel Ramírez


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      Pero cómo encontrar otra palabra que la libertad; incluso buscarle un apellido es difícil. Ya hemos nombrado (invención de Hegel y Honneth) la libertad social, aunque también podría llamarse libertad interactuante, ya que, presuponiendo todas las formas anteriores de la libertad, solo se constituye en la acción conjunta de individuos que se asocian reconociéndose mutuamente indispensables. También podríamos llamarla libertad integral, puesto que no se trata de uno de sus aspectos o momentos parciales, sino de su ejercicio pleno. Esta expresión tiene una ventaja suplementaria: si en una sociedad futura viniera a la cabeza de alguien alguna forma de “integrismo”, solo el integrismo de la libertad sería aceptable, y por supuesto incompatible con e irreductible a cualquier proyecto de tiranía o dominación.

       II Ecología

       Una nueva sociedad en armonía con el ecosistema de lo viviente

      

       La responsabilidad, corolario de la libertad

      Por razones históricas que tienen que ver con la situación actual de la vida de las ideas, podríamos perfectamente haber situado la ecología en primer lugar de nuestro manifiesto: parece indispensable poner el acento en ese aspecto de las nuevas sociedades, porque, a pesar de los grandes avances actuales, se ha desarrollado una conciencia muy insuficiente en relación con lo que se necesitaría para evitar grandes crisis e incluso catástrofes futuras. Comenzar por la libertad, sin embargo, nos ha parecido necesario no solo para distinguir nuestra proposición de las teorías de la ecología política tradicional, sino también porque una filosofía política es antes que nada una filosofía de los seres humanos organizados en sociedades. La ecología, si bien es el centro de toda comprensión de la vida, pura y simplemente, no lo es específicamente de la vida social organizada de los humanos, que es el propósito de la filosofía política. Es verdad que la vida política del ser humano es parte de la vida y parte activa de la biósfera, por lo que ontológicamente hablando la ecología es el problema principal de la vida humana, pero, políticamente hablando, lo es la libertad.

      Con la ecología, en realidad, no abandonamos el tema de la libertad, pues, si hay dos dimensiones que siempre debemos intentar pensar juntas, son aquellas de la libertad y la responsabilidad. El ejercicio extendido de una libertad efectiva debe absolutamente ser acompañado de una nueva concepción, igualmente extendida, de la responsabilidad. Esta se caracteriza por la capacidad de responder por las consecuencias de nuestras acciones. Por cierto, si nuestra acción tiende a ser transformadora, en el sentido que hemos especificado antes, de estar al inicio de una cadena de causalidades; si nuestra vida y la sociedad pueden ser más libres, tenemos que pensar, definir y visualizar lo más claramente posible las consecuencias que nuestra manera de vivir y nuestras acciones y tendrán para el futuro, tanto inmediato como lejano, de la humanidad y la vida terrestre. Y ese es ya el comienzo del pensamiento ecológico. La responsabilidad es como el espesor de la libertad70.

      La ecología hoy en día está en todos los discursos, en todos los programas. Todo el mundo sabe que las cuestiones medioambientales, climáticas, energéticas y de la biodiversidad son fundamentales, y que lo que se juega allí es de consecuencias inmensas para la política, la economía, la salud y en general el devenir de las sociedades humanas. Muchos se esfuerzan en crear conciencia de la crisis profunda del ecosistema global, contaminación y degradación de los suelos, acidificación y contaminación de los océanos, polución de la atmosfera con gases tóxicos, efecto de invernadero y calentamiento global, desregulación climática, caída espectacular de la biodiversidad con la desaparición masiva tanto de especies como del número de individuos en las especies, a tal punto que se habla de la “sexta gran extinción masiva”71. Así, la ecología como desafío político se vuelve omnipresente, inspirando cantidad de movimientos militantes: antinucleares, por el decrecimiento y por la protección de especies amenazadas, contra la contaminación en sus variados aspectos, de oposición a la realización de obras monumentales destructoras de ecosistemas y paisajes, así como por otras tantas causas, y tiende a imponerse en las grandes conferencias internacionales como un tema obligado.

      Aunque se piensa menos en ello, la ecología también es un problema filosófico y ético, y de los más importantes. La filosofía permite pensar la naturaleza, el mundo, el ser humano, la técnica, la sociedad, solo que hoy en día está obligada a repensar enteramente las relaciones entre esos términos, a la luz de los conocimientos a propósito de la crisis ecológica planetaria. Abordar la cuestión filosófica de la ecología, sus fundamentos y principios, sus teorías y problemas, es un desafío intelectual necesario y una aventura apasionante para el habitante del futuro.

      Cuando definíamos la libertad como la facultad de cambiar algo del mundo, lo primero que debemos transformar es nada menos que nosotros mismos, nuestro ser en tanto ser-en-el-mundo; o, al menos, podemos desarrollar la voluntad, la decisión de encaminarse, de tomar la dirección de esta transformación. La ecología es algo que compete a la civilización humana y no a uno que otro programa político. Y los seres humanos tienen una manera propia de habitar, de situarse y de comportarse en un hábitat, morada, oïkos (casa), en griego antiguo, lo que da origen tanto a la palabra ecología, como a economía, por lo cual no deberían estar nunca contrapuestas, como se hace, absurda pero habitualmente, en las sociedades actuales.

      Cuando decimos que la sociedad no debe plantearse como opuesta a la naturaleza ni entender esta última como objeto de dominación, de la misma manera que los humanos no deben ser objeto de dominación de otros humanos, ello implica oponerse a algo que está muy enraizado en la modernidad occidental, en nuestra manera de ser, y para ello hay que desarrollar una firme voluntad y poner en juego grandes energías.

       ¿Dominadores de la naturaleza? El modelo antropocéntrico

      Descartes lo expresó de manera elocuente: si la ciencia, tal como él se proponía fundarla racionalmente, tuviera éxito en su tarea de dar un conocimiento cierto del mundo, sus aplicaciones podrían ser no solo teóricas, perdiéndose en la “filosofía especulativa”, sino también prácticas; así, nosotros los seres humanos podríamos entonces constituirnos “como dominadores y poseedores de la naturaleza”72. Aún más expresivo, Francis Bacon, importante pensador de la ciencia, decía que a la naturaleza había que “forzarla y arrancarle sus secretos”73.

      El hombre en este modelo está claramente separado y opuesto a la naturaleza y se trata de triunfar sobre ella; la relación hombre-mundo se interpreta desde la dualidad sujeto-objeto. Ello parece estar al centro de la modernidad, lo que se expresa a veces con una imagen: el “impulso prometeico”, es decir, según el uso metafórico del mito griego, en el cual el titán Prometeo roba el fuego a los dioses del Olimpo para dárselo a los hombres en compensación por la mortalidad, un castigo excesivo infligido por Zeus. Este fuego se interpreta como la potencia industriosa y creadora de la inteligencia humana, que puede doblegar a las potencias naturales para que estas se plieguen a sus designios. En otras palabras, la técnica. Incluso Karl Marx conservó intacto este principio de la modernidad, que se puede definir a grandes rasgos como antropocentrismo o metafísica centrada en el hombre (genérico, universal) como ser separado de la naturaleza cuya vocación es dominarla.

      Investigadores importantes lo han atribuido incluso a un acontecimiento en la historia de las ideas muy anterior a la modernidad cartesiana: la difusión y generalización del cristianismo en la Antigüedad. Esta idea fue lanzada por Lynn White en un artículo de gran repercusión. En efecto, en las culturas antiguas, tanto del Egipto como Mesopotamia o Grecia, una interpretación cósmica precede al conocimiento del hombre; este es interpretado como inserto en un orden que lo transciende (kosmos, en griego, significa ‘orden’), una armonía superior que religaba los astros, los dioses, la tierra, las sociedades y los hombres. La sabiduría consiste en conocer esta armonia mundi y actuar según ella. En las culturas que los primeros cristianos llamaron “paganas” —pero ello persistió hasta avanzada la edad media—, cantidades de divinidades, espíritus, genios protectores, demonios


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