El ocaso del hielo. Sergio Milán-Jerez
de examinar el informe emitido por la auditora designada por el Registro Mercantil, el juez ha fijado el valor de las acciones inferior al de la sentencia de la primera instancia.
―Es una buena noticia.
―Según como se mire. Continúo viendo alto el precio a pagar por cada acción.
Alicia lanzó una punzante mirada a Óliver.
―Nunca tienes suficiente.
―¿Por qué lo dices?
―¿Crees que merece la pena interponer un recurso ante el Tribunal Supremo? ―respondió Alicia con otra pregunta―. Llevamos un año con todo este proceso. Empiezo a estar cansada, Óliver, cansada de que el nombre de mi marido salga en los medios de comunicación un día sí y otro también.
―De acuerdo. ¿Y qué propones?
―Pasar página ―respondió―. Acepta el resultado. Después de todo, ya has conseguido todo lo que querías de la familia Everton.
―Pero no quiero pagar más de la cuenta a sus hermanos.
―Ocultaste información; aun así, no te han condenado por ello ―repuso Alicia―. Pagar un poco más de lo esperado es peccata minuta en comparación con todo lo que ha sucedido en este último año. Dicho de otra manera, no tientes a la suerte. Nos jugamos el bienestar de nuestra familia, y creo que eso es más importante que cualquier otra cosa.
Óliver la observaba atentamente.
―Además, tienes que terminar de cerrar el acuerdo con la dichosa multinacional de una vez por todas. Llevas demasiado tiempo trabajando en esto como para estropearlo ahora por un proceso judicial.
Óliver se puso serio. Alicia había hablado alto y claro. Era evidente que ella no iba a permitir que su familia corriese peligro de nuevo, pero él tenía algunas dudas sobre el siguiente paso que debía de dar. Lamentablemente, Óliver se había acostumbrado a jugar a dos bandas, y eso le hacía ser tremendamente imprevisible.
―Hablaré con Robert. Puede que sea el momento de zanjar este asunto.
―Me parece bien ―manifestó Alicia, que le dedicó una sonrisa sincera.
Óliver suspiró.
―Sabes, hay algo que me gustaría contarte.
Ella lo miró con preocupación.
―Ufff, miedo me das.
Óliver dudó un momento antes de hablar.
―Desde hace unos meses, alguien me está siguiendo.
―¿Cómo que alguien te está siguiendo?
―Ese maldito sargento de los Mossos.
―¿El sargento Ruiz? ¿El que llevó la investigación del triple asesinato?
―El mismo.
―¿Y qué quiere de ti?
―Meterme en la cárcel ―sentenció Óliver.
Alicia se levantó bruscamente de la silla y se llevó las manos a la boca, en un claro gesto de inquietud.
―Pensaba que se había olvidado de ti.
―Ese tipo no se olvidaría de mí, aunque pasaran cincuenta años. Me tiene entre ceja y ceja.
Alicia exhaló un suspiro y volvió a tomar asiento.
―¿Y dónde lo has visto?
―Cerca del trabajo. A veces, por los alrededores de la fábrica. No es que lo vea todos los días, pero sí con una cierta regularidad. Al menos, una o dos veces a la semana. Y no creas que se esconde: lo hace a plena luz del día.
―Bueno, pero no tiene nada en tu contra.
―Probablemente no. No lo sé. ―Hizo una corta pausa y añadió―: Me preocupa que pueda hacer preguntas indiscretas a mis empleados.
―Puede que te esté vigilando como medida de presión, para recordarte que la investigación todavía permanece abierta.
―O puede que lo único que quiera sea buscarme las cosquillas ―concluyó Óliver.
―Sea lo que sea, no pueden relacionarte con esa... banda de delincuentes.
―No es una banda de delincuentes de poca monta ―aclaró―. Se trata de una organización criminal con infinidad de recursos. Esa «gente» controla el tráfico de drogas en Barcelona. Nadie mueve un dedo sin su consentimiento. Se podría decir que están en todas partes.
―Y si son tan peligrosos, ¿por qué contactaste con ellos? ―preguntó Alicia.
Óliver miró a su mujer mientras pensaba la respuesta.
―Supongo que, porque se mueven desde las sombras, haciéndose invisibles a ojos de la gente corriente, y actúan con cierta impunidad. Es decir, sabes, en cierto modo, que han podido estar involucrados en un ajuste de cuentas, pero no lo suficiente para poder demostrarlo. Es como el pez que se muerde la cola: si no hay pruebas del delito, la policía lo tendrá prácticamente imposible para llegar hasta mí. Dará palos de ciego hasta hartarse.
Alicia respiró hondo y soltó el aire poco a poco.
―Me hubiera gustado que hubieses actuado de otra manera.
―Ya lo sé. Siento mucho todo el daño que te he hecho, pero no puedo hacer nada para remediarlo.
―Tienes razón, Óliver, no puedes. Tendrás que vivir con ello durante el resto de tu vida.
Óliver tragó saliva.
―Pensarás que soy un monstruo, y que merezco lo peor.
―Por mi parte, no temas, no te traicionaré. Nuestra familia debe permanecer unida; y no podemos permitir que nadie se apodere de nuestras vidas. ―Cogió sus manos con delicadeza y dijo―: ¿Me oyes? No en estos momentos.
*
A la una del mediodía, el sargento Ruiz y la cabo Morales acompañaron a la señora Medina al Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses. El camino hasta el interior del edificio se hizo en un profundo y tenso silencio. Más adelante, tras atravesar una puerta abierta que daba a un pasillo, vieron al doctor Jerez de pie, al lado de la puerta donde, en teoría, yacía el cuerpo sin vida de la víctima. Le saludaron con la cabeza y, seguidamente, la cabo Morales caminó hacia él. Por el contrario, el sargento Ruiz se detuvo frente a la puerta y se volvió hacia Laura Medina.
―¿Está preparada?
La señora Medina respiró profundamente y asintió con la cabeza. El sargento Ruiz abrió la puerta y entró primero, luego pasó ella y, entonces, él cerró la puerta con sumo cuidado. Durante varios segundos, Laura Medina se quedó quieta, rezando para sus adentros para que no fuera su exmarido. Su corazón empezó a latir velozmente y notó cómo se le hacía un nudo en el estómago. Dio un par de pasos hacia delante y, a través del cristal, observó la bolsa de conservación que almacenaba el cadáver. Cerró los ojos e intentó serenarse, pero le resultó imposible.
Se dio la vuelta y le hizo un gesto con la cabeza al sargento Ruiz; éste comprendió y pidió al celador que procediera. Sin más dilación, el celador abrió la cremallera de la bolsa hasta casi la cintura y dejó a la vista la parte superior del cuerpo.
Entonces, ella se estremeció.
―Oh, Dios mío... ―susurró, apoyando las manos en el cristal―. Dios, Carles... ¿Qué te han hecho?
Lanzó un grito ahogado. Luego, agachó la cabeza, se abrazó a sí misma y rompió a llorar desconsoladamente.
Con tremendo tacto, el sargento Ruiz se acercó a ella por la espalda, le puso las manos sobre los hombros y la sacó de la sala.
Laura Medina sujetaba una taza de té con las dos manos. Estaba sentada a la mesa de