Cartas de Gabriel. Rosa María Soriano Reus
diversas regiones de España. Las únicas invitadas femeninas eran las hijas del Coronel Rotger, que se mantenían al margen de la conversación de los varones, estaban más preocupadas por engullir todo lo que había en la mesa que por atender a las normas de cortesía y decoro. Se quedaron en un extremo de la mesa siempre juntas y atentas a las exquisiteces culinarias y a la decoración de la casa; su mundo se reducía a unas cuantas invitaciones y a atender la casa como buenas cristianas. Todo estaba muy bien organizado como si de una batalla se tratase y el error no era probable. Los allí presentes estaban acostumbrados a unas normas estrictas, eran personas educadas con ideales que habían superado la derrota de la guerra y ahora vivían de los recuerdos y de su experiencia.
El Coronel había bebido bastantes copas de vino y sus ojos brillaban de forma especial. Entonces, empezó a hablar sobre la famosa batalla del Ebro, comentando que el mejor estratega del ejército republicano fue el general Vicente Rojo, héroe como Miaja de la defensa de Madrid y quien ideó un plan para salvar la situación, es decir, volver a pasar el río Ebro y atraer a las tropas que acosaban Levante. Todos le aplaudieron con gran entusiasmo reconociendo que en la contraofensiva contra el ejército franquista fallaron los apoyos y por eso el fatal desenlace.
En ese momento Ramón levantó su copa para proponer un brindis por su abuelo para que el próximo año se pudieran reunir otra vez para celebrar un cumpleaños más.
La conversación derivó en el tiempo tan variable que estaba haciendo en Palma ese verano y que apenas llovía. La tertulia fue decayendo hasta finalizar con la basura televisiva y los pocos valores que se inculcaban en los medios de comunicación.
—A veces pienso que hemos retrocedido en vez de avanzar y que la sociedad es más inculta y retrógrada —añadió el Coronel.
Ramón se levantó y pidió a Teresa si lo acompañaba a dar un paseo por la casa, que le quería enseñar algo. Teresa sorprendida y taciturna, observada por todos los presentes, salió de la mesa para seguir a Ramón hacía la habitación contigua.
—No te preocupes, ya estamos solos —dijo Ramón con una sonrisa pícara.
—Me has dejado en evidencia delante de todos —respondió muy alterada.
—Te he salvado de una tertulia tediosa. Eres una desagradecida.
—Tú no tienes derecho a decidir por mí —dijo con el ceño fruncido.
—Cuando te enfadas estas más guapa y me gustas más —dijo cogiéndola por el hombro.
—Necesito hablar contigo a solas antes de que te vayas, quiero enseñarte algo importante.
—Siempre me convences para que te escuche, supongo que merecerá la pena lo que me vas a contar —dijo Teresa con gran interés.
—He encontrado por casualidad una carta que tenía guardada mi abuelo en un cofre y habla de tu abuelo Gabriel.
—No puede ser, no sabía que tu abuelo lo conociese —respondió con cara extrañada.
—Parece ser que Gabriel, en el frente, conoció a un chico llamado Enrique con el que tuvo gran amistad, los dos eran muy humanos y sensibles. Enrique era sobrino del Coronel y, al igual que Gabriel, no era de ninguna ideología política y se acababa de casar hacía poco tiempo cuando estalló la guerra. Cuando murió, el Coronel encontró en casa de su hermana las cartas de Enrique y se las quedó como recuerdo de su sobrino. En las cartas menciona a su amigo Gabriel y su gran lealtad y honradez. Comenta que, cuando pasaron por un río, bebieron agua y, después, se enteraron de que en ese río habían permanecido muertos varios días un regimiento de soldados y que el agua estaba sucia y olía mal. Gabriel, al enterarse, no paró de vomitar y permaneció varios días sin comer ni beber nada.
—Gracias por contarme todo esto, pero necesito ir con mi abuela —respondió Teresa con semblante pálido.
—No sé lo que te pasa, pero estás muy arisca conmigo.
—Lo siento, tengo que acudir al salón.
Teresa estaba perpleja por la información que acababa de recibir y no salía de su asombro. El Coronel tenía cartas que hablaban de Gabriel. Cada día recibía novedades que le costaba asimilar.
Al regresar al salón, su abuela le dijo que la merienda estaba acabando y que solo faltaba la torta de cumpleaños pero que quería irse cuanto antes. Con su mirada pudo adivinar que en su ausencia se había sentido muy sola y que nadie había hablado con ella, las hermanas se encontraban en el otro extremo y el Coronel demasiado ocupado en distraer a sus amigos. Aquella casa era fría y poco acogedora, se notaba que solo habitaban hombres y que apenas recibían visitas femeninas.
El Coronel no tenía ninguna sensibilidad ni delicadeza para tratar a las mujeres y pensaba que la mujer estaba hecha para obedecer y someterse al hombre. Su abuela no podía soportar el autoritarismo de aquel hombre, ella que siempre había sido libre y fuerte.
En el camino de regreso, las dos permanecieron en silencio cada una con sus pensamientos y sus sombras, apenas se distinguían en la inmensidad de la noche, andaban como por inercia y su mente libre se alejaba de su cuerpo para evadirse de la realidad.
¿Qué les estaba ocurriendo? ¿Cómo podían evitar todo lo sucedido? ¿Eran esclavas de su destino?
El camino se les hizo eterno y tortuoso hasta llegar a La Masía y no podían parar de pensar en todo lo que había acontecido en casa del Coronel. Era como una pesadilla tener que relacionarse con aquellos militares atraídos por el afán de protagonismo y las ganas de sobresalir, escuchar sus carcajadas, sus gritos y sus miradas altaneras. Sin embargo, las invitadas supieron estar a la altura de la ocasión y comportarse correctamente.
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