Cartas de Gabriel. Rosa María Soriano Reus
El papel descolorido, amarillento y manchado indicaba que las cartas que se encontraban en el interior del sobre se habían escrito hacía mucho tiempo y que al principio la letra era más clara y recta para finalizar más inclinada y con el pulso menos firme. Era evidente que durante la ocupación de Palma de Mallorca en plena guerra civil, su abuelo escribió esas cartas desde el frente y su abuela las guardaba como su más preciado tesoro. Al contemplar por primera vez la letra de su abuelo, la invadió un escalofrío que la estremeció y tuvo la sensación de que alguien la estaba observando, los fantasmas del pasado se habían despertado para ver la luz. Pudo intuir que su abuelo era muy sensible y que había sufrido mucho en la guerra. La impresionó la historia de amor tan apasionada y desgarradora, pensó que era muy difícil encontrar un amor así. ¡Qué romántico! ¡Es una pena que finalizase tan pronto! ¡Eran tan jóvenes cuando estalló la guerra! ¡Tenían tantos sueños y proyectos!
El destino puede llegar a ser tan cruel y arrebatarte de golpe la felicidad cuando te encuentras en el momento de mayor esplendor. Aquellas cartas contenían una gran revelación, la personalidad de un hombre con grandes ideales y que amaba profundamente a su mujer hasta el punto de arriesgar su vida por volver junto a ella. Eran la prueba que había dejado su abuelo de su gran carisma, de su nobleza de espíritu y de su entusiasmo por vivir.
Aquellas cartas le produjeron auténtico dolor y estremecimiento, hablaban de sufrimiento y de desgarro, de horror; en definitiva, describían con todo detalle la guerra desde primera línea de fuego y con gran objetividad. Poco a poco pudo vislumbrar alguna muestra del carácter de su abuelo, cuando al finalizar reconocía que no servía para atender a los heridos y que era muy escrupuloso.
Se encontraba inmersa en esos pensamientos cuando la alertó el sonido de la puerta y la voz de su abuela, e intentó reponerse emocionalmente para no mostrar sus verdaderos sentimientos. Le apetecía estar sola para reflexionar sobre aquellas cartas, sin embargo, el regreso de su abuela interrumpió sus propósitos y debía bajar al salón para ver cómo se encontraba e intentar clarificar dónde había ido y qué ocultaba.
Bajó deprisa las escaleras para salir a su encuentro y descubrió que su rostro manifestaba gran preocupación y desconsuelo. Parecía una autómata y se movía muy deprisa por la casa sin argüir ninguna palabra. No era habitual esta actitud, su abuela siempre le contaba las cosas y no había secretos entre ellas.
Le preguntó si le ocurría algo, sin embargo, su abuela se encontraba como ausente y apenas articuló una palabra. Decidió comportarse de forma natural y no darle demasiada importancia. De ella había aprendido que no había que magnificar los problemas y que no hay nada tan relevante como para que te quite el sueño y te haga sucumbir en la tristeza. Aquella máxima era una filosofía para ella e intentaba practicarla siempre que podía.
El verano despertaba y el sol irrumpía por la ventana al alba, se adueñaba de la habitación e invitaba a embriagarse de todo su esplendor. Le encantaba poder disfrutar de aquella brisa fresca, del olor a campo, del paisaje verde y del silencio de La Masía. Era todo un espectáculo para los sentidos y una inyección de vitalidad que la hacía sentirse unida con la naturaleza.
Le gustaba pasear cada día por el campo y apreciar de cerca la belleza de aquel entorno único y salvaje. Acompañada por su vieja cámara de fotos y una pequeña mochila, recorría senderos nuevos y exploraba aquel terreno que poseía su abuela desde hacía tantos años. El tiempo pasaba raudo, hipnotizada por plasmar las imágenes y retenerlas en instantes mágicos, el clic de la cámara se disparaba de un rincón a otro como poseída por la belleza de aquel paraíso de luz y color. Ensimismada en su tarea no se percató de la presencia de un forastero que la observaba hacía un buen rato desde arriba de un árbol.
—¡Cuidado con el arbusto!
—¿Quién anda ahí?
—Perdona, soy Ramón —de forma estrepitosa se precipitó junto a ella con una gran sonrisa.
—Yo soy Teresa —Musitó con voz entrecortada.
—Te he visto hacer fotos a todo bicho viviente y parece que disfrutas mucho.
—¿Llevas en el árbol mucho tiempo? —preguntó con tono molesto.
—Lo suficiente para observarte minuciosamente.
—Lo siento, se me ha hecho muy tarde y me tengo que ir.
—Puede ser que nos veamos otro día, ya que yo estoy residiendo con mi abuelo en…
—Encantada y adiós.
—Hasta pronto
Teresa se marchó corriendo del lugar y apenas se despidió del joven al que acaba de conocer de una manera tan insólita. No le gustaba que la observasen y se sentía asustada e intimidada por aquel extraño. En ese momento sintió rabia y malhumor por no haberse dado cuenta antes de que alguien la observaba en el bosque.
Llegó a La Masía empapada en sudor y agotada por la carrera, pero resuelta a olvidar pronto aquel incidente. No deseaba preocupar a su abuela y menos por una tontería, sin embargo, estaba intrigada por saber quién era el joven del árbol y qué hacía en el bosque.
Cuando llegó su abuela, se apresuró por ayudarla en sus menesteres y aprovechar para indagar sobre los vecinos más cercanos. A pesar de ser muy despistada y no interesarse mucho por las habladurías de la gente, en esa ocasión se encontraba ávida de información.
—¿Qué tal te ha ido, abuela?
—Muy bien, he estado en el pueblo visitando a mi prima Antonia.
—Me parece que el otro día llamó por teléfono para hablar contigo.
—No me lo habías comentado —dijo con nerviosismo.
—Solo quería hablar contigo, aunque añadió que era muy urgente. Lo siento, se me olvidó.
—Espero que sea la última vez que no me avisas de un recado — dijo con tono alterado.
—No volverá a ocurrir.
—¿Qué has hecho hoy?
—He salido a pasear. Por cierto, me podías hablar de los vecinos más próximos a La Masía.
—Veo que muestras mucho interés de repente.
—Sí abuela, hay que ser sociable y necesito estar informada de nuestros vecinos.
—Me parece muy bien. El vecino más próximo es el Sr. Antonio, un cascarrabias octogenario que se vanagloria de ser republicano y ateo.
—No lo he visto nunca.
—No sale mucho y este verano ha recibido la visita de su nieto Ramón que parece que va a pasar todo el verano con él. El nieto estudia botánica y le interesa realizar una investigación en plena naturaleza.
—Parece interesante, la verdad no sabía nada.
—Siempre dices que no te interesa la vida de los demás y te aburren los chismes.
—Pero esto es distinto, hay que ser amables con los vecinos.
—Tienes razón, y por eso te propongo que aceptemos la invitación de su abuelo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con ademán de sorpresa.
—Que nos han invitado a merendar mañana en su casa.
—¿Con qué motivo?
—Por cortesía y para contarnos su batalla en la guerra civil.
—Cómo eres abuela... — dijo en tono cariñoso.
—¿Te apetece ir?
—Está bien, te acompañaré.
Parecía que todo en La Masía volvía a ser como antes y que su abuela se había tranquilizado, aunque, en el fondo, algo le decía que estaba preocupada y que no le quería decir lo que pasaba.
Intentó olvidarse de ese asunto y centrarse en lo que importaba. Se había propuesto adentrarse en la vida de su abuelo para