Cartas de Gabriel. Rosa María Soriano Reus

Cartas de Gabriel - Rosa María Soriano Reus


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tenía muy acusado el sentimiento de libertad y el derecho a su intimidad.

      El sol intenso invitaba a permanecer dentro de La Masía. En aquel mes de agosto el calor se imponía con fuerza y los grillos cantaban sin descanso como un sonsonete continuo que resonaba en el silencio de aquel paraje perdido y solitario.

      La poca brisa que soplaba mitigaba en parte el sol abrasador e insuflaba la fuerza para poder emprender una nueva jornada. Aquel verano todo era diferente y Teresa sentía que su vida iba a cambiar a raíz de su estancia en La Masía, aquel lugar era especial y mágico.

      Era más madura y reflexiva y ya no le apetecían las mismas cosas que antes, se daba cuenta de que se estaba haciendo mayor y tenía otras motivaciones, ya no la podían engañar como cuando era niña. Su interés se centraba en la investigación de su familia y de aquellas cartas misteriosas que, de repente, habían aparecido como por arte de magia.

      ¿Qué ocultaba su abuela? ¿Por qué no quería hablar del pasado? Teresa estaba muy intrigada y confusa, necesitaba saber más de aquella historia familiar y se había propuesto indagar sobre el tema.

      Sentía que poco a poco recibía señales que la dirigían hacía el camino correcto y sabía que su instinto luchador le haría obtener la información para ahondar en la personalidad de su abuelo.

      Estaba tranquila y centrada en su misión y no quería que nadie ni nada la importunase, necesitaba sosiego y lucidez para pensar con claridad sobre todo lo que considerara relevante para escribir un diario.

      La Masía era el lugar idóneo para poder tener tranquilidad y tan solo necesitaba tiempo para conocer bien todos los recovecos de la casa y a través de sus objetos descubrir a sus habitantes. Aquel lugar era la clave de todo, sin embargo, su abuela no se lo iba a poner fácil y tendría que ser astuta y hábil para poder sortear sus preguntas y al mismo tiempo no importunarla. Su abuela sentía debilidad por ella y no le podía negar casi nada.

      María Ripoll era muy organizada y puntual, le gustaba llegar muy pronto a los sitios y acicalarse con sus mejores joyas. Era muy presumida y estaba muy orgullosa de llevar collares y pulseras de oro o diamantes de gran tamaño para que luciesen bien y no pasar desapercibida a los ojos de los demás.

      Se estaba preparando para la visita propuesta por su abuela y así conocer mejor a los vecinos más cercanos, cuando la invadió de pronto un sentimiento de inquietud y desasosiego, no sabía qué atuendo seleccionar y sentía que esto le producía malestar e inseguridad. En el fondo, tenía miedo de aquel encuentro inesperado y no sabía cómo comportarse. Su abuela le comentó que si no se daba prisa iban a llegar tarde.

      —Lo siento, no sé qué vestido elegir —dijo mirándose al espejo y con cierta inquietud en el rostro.

      —Tan solo es una merienda en una casa, no hace falta ir de etiqueta.

      —Tienes razón, voy a ir sencilla, aunque no tengo ni idea de qué ponerme.

      —El vestido verde te sienta muy bien.

      —Estoy pensando que sí, me voy a decidir ya —dijo con seguridad.

      —Si estás preparada, podemos irnos ya, ¿no te parece?

      —Claro que sí, no hagamos esperar a los ilustres anfitriones —dijo Teresa con un tono irónico.

      La tarde llamaba a pasear y el cielo claro predecía buen tiempo. Teresa se encontraba nerviosa e inquieta por tener que acudir a una cita donde se encontraría, casi con seguridad, al joven del día anterior.

      Su abuela caminaba con rapidez y su paso firme y seguro la tranquilizaba, su presencia, su voz, sus gestos resolutos le conferían una autoridad moral que pocos poseían.

      —Te noto algo inquieta.

      —Ya sabes que las sorpresas no me gustan.

      —Si ya conoces al nieto del Coronel Solivellas y son gente muy respetuosa y distinguida.

      —Eso no me reconforta —dijo Teresa con cierta irritación. —No soy amiga de codearme con ricos y menos con militares —espetó molesta y aligeró el paso.

      —¡Qué genio tienes! ¡Hay que ver cómo te pareces a mí!

      —Lo siento abuela, pero no lo puedo evitar, ¡es más fuerte que yo!

      A pocos metros se encontraba la morada del Coronel, un caserón antiguo y grande, que más bien parecía una fortaleza, rodeada de pinos y árboles frutales. A lo lejos, se divisaba una torre que sobresalía. Según la abuela, la casa había pertenecido a una familia de la nobleza, los cuales habían construido un pequeño castillo en aquel lugar para protegerse durante las guerras de los agresores.

      Daba la impresión de haber retrocedido a la Edad Media o estar soñando, ya que el edificio era propio de un libro de caballerías. No era fácil encontrar la entrada que, enmascarada, se situaba en un lateral de la fortaleza para despistar a los enemigos.

      Su abuela, que ya conocía la casa, se dirigió presta para llamar al timbre. Se podía comprobar que era algo novedoso y que antes se llamaba mediante un pasamanos.

      Al rato abrió la puerta un señor octogenario, con aire distinguido y un gran bigote bien recortado. Con tono imperativo comentó: «Pasad, os esperábamos con impaciencia, mi nieto está en su habitación practicando el piano».

      —Lo siento, Sr. Antonio, pero ya conoce a los jóvenes, nunca tienen prisa.

      —Me lo va a decir a mí, mi nieto siempre llega tarde a cenar, yo no sé qué hace siempre en el monte.

      —Lo mismo que mi nieta — dijo Dª María con impaciencia por sentarse y merendar.

      —Pero pasen ustedes y tomen asiento, que hemos preparado una limonada muy fresquita con unas ensaimadas rellenas de nata. Espero que les guste —dijo el señor con gesto elegante.

      —Bueno y ¿qué me cuentan? ¿Se lo están pasando bien este verano? Hace mucho calor en Inca.

      —La verdad es que en La Masía con los techos altos y las paredes gruesas apenas se nota el calor.

      —Aquí dentro tampoco hace demasiado calor, esta casa se mantiene fresca.

      —¿Y qué me dice del incendio del mes pasado en Palma?

      —No puedo entender que no detengan a los responsables.

      —En este país ya no hay justicia ni nada. Cuando yo estaba en el ejército esto no pasaba, había orden y más educación, ahora... Bueno, no quiero aburrirles con mi discurso. Voy a llamar a Ramón.

      Teresa, con las manos en los bolsillos del vestido y las piernas cruzadas, miraba asombrada a su alrededor. No había visitado antes una casa tan ilustre y con muebles tan recargados, daba la impresión de encontrarse en un museo: cuadros, cerámica, estatuas, tapices, vitrinas. La conversación transcurría y ella se había evadido hasta que una voz dulce y conocida le susurró al oído

      —¿Te aburres mucho?

      —Oh, lo siento, pensaba en otras cosas.

      —Te he pillado, es mejor que te enseñe la casa y dejemos hablar a los mayores de sus cosas.

      —¿Estás seguro? A ver si se enfada tu abuelo.

      — No creo, ya está acostumbrado a mis desplantes.

      —O sea, que eres un poco caradura.

      —Mejor no digas nada y sígueme.

      La casa era enorme y tenía muchas salas, despachos, biblioteca, sala de armas, capilla. Le resultaba asombroso que en esa época viviera alguien en un lugar así.

      —¿No es muy grande esta casa para tu abuelo?

      —Eso le digo yo constantemente —dijo Ramón fijando la mirada en el rostro de Teresa—. Sin embargo, dice que le gusta vivir aquí, ya que tiene sus recuerdos y su pasado es toda su vida.

      —En parte


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