Cartas de Gabriel. Rosa María Soriano Reus

Cartas de Gabriel - Rosa María Soriano Reus


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—dijo Teresa estremeciéndose y girando la cara hacia otro lado—. Es evidente que tu abuelo está acostumbrado y le resulta familiar —dijo, rectificando su tono serio.

      —Parece que solo quieres hablar de mi abuelo y de la casa —dijo, indicando la escalera de caracol que subía a la torre.

      —Apenas te conozco y no sé de qué hablar contigo —respondió Teresa con cierto desdén.

      —Te estoy asustando y no es mi intención, si quieres podemos volver al salón para merendar —comentó Ramón con tono amable.

      —Muy bien.

      —Te voy a complacer por ser la primera vez, pero la próxima tienes que hablar un poco más de ti.

      —No te prometo nada —respondió irritada por su atrevimiento.

      En el salón, se escuchaba hablar al Coronel de la guerra civil y de su heroico período en el frente. Daba la impresión que no tenía abuela y se vanagloriaba de sus hazañas a cada minuto. Quería ser el centro de atención, sin embargo, Dª María era de armas tomar y cuando veía que la cosa iba a mayores era ella la que tomaba la palabra.

      —¡Qué años aquellos en el frente! Me sentía tan indispensable al cargo de tantos muchachos jóvenes e inexpertos. ¡Viva la república!

      —¡Se ha vuelto usted loco! No comprende que la guerra ha finalizado hace mucho tiempo y no se puede vivir en el pasado. No le sienta bien estar recluido en esta fortaleza tanto tiempo, es evidente que se ha trastornado.

      —Usted siempre tan clara y sin pelos en la lengua. En el fondo tiene razón, aunque no puedo cambiar ya a mi edad.

      —Será porque no se lo propone, ya que nunca es tarde.

      —Bueno, si le parece mejor dejamos el tema y merendamos que ya tendrán hambre.

      —En eso le doy la razón —dijo Dª María con manifiesto entusiasmo.

      —Sé que a usted le gusta mucho el dulce y supongo que a su nieta también.

      —La verdad es que ella prefiere lo salado —respondió con indiferencia.

      —Si quiere le puedo sacar torta de verduras recién hecha.

      —No se preocupe que el dulce también le gusta.

      Resultaba curioso observar a aquel anciano que había sido un ilustre militar, temido y adorado al mismo tiempo, viviendo solo en aquella fortaleza olvidado del mundo. Aquella guerra tan sangrienta que separó a tantos hombres y dejó tantas mujeres desamparadas. Todo era un sin sentido, enfrentarse españoles contra españoles.

      Dª María se encontraba nerviosa, no le gustaba aquel entorno, le recordaba el pasado, la guerra, su marido, todos sus sueños truncados...

      —Hemos de irnos. Gracias por la merienda —dijo en tono serio.

      —¿Tan pronto? Si apenas llevan una hora.

      —Tenemos muchas obligaciones y no podemos permanecer aquí tanto tiempo.

      —Bueno, hasta la próxima y que sea pronto.

      —Ya veremos —dijo Dª María con cierta frialdad.

      La salida del salón fue rápida y tanto el abuelo como el nieto no tuvieron mucho tiempo para despedidas ni cumplidos.

      Por el camino tortuoso y solitario, Teresa recordaba las frases de Ramón, su nuevo y enigmático amigo. El paso ligero y raudo de su abuela no dejaba lugar a dudas, aquella visita no le había agradado, más bien le había producido inquietud y desaliento.

      Al llegar a La Masía, Teresa observó a su abuela fatigada y apesadumbrada. Comentó que el Coronel era muy aburrido y que siempre contaba lo mismo.

      —Es mejor mantener las distancias y dar largas a estas invitaciones, ¿no te parece?

      —Lo que tú digas.

      —¿Te ha resultado divertido?

      —Más bien curioso.

      —Sí, tienes razón, es un hombre muy particular, aunque su nieto parece bastante normal.

      —Abuela, no empieces —dijo con cierto tono desairado.

      —Supongo que ya eres mayor para decidir por ti misma.

      —No sé a qué viene eso.

      —Ya lo sabrás con el tiempo.

      La siesta era sagrada para su abuela y el momento idóneo para escudriñar en los rincones menos frecuentados de la casa. El silencio no se rompía hasta las seis de la tarde o a veces más y eso era un bálsamo de salvación en su conciencia. Nadie le pedía explicaciones de lo que hacía ni lo que veía y el único miramiento era ser sigilosa y no hacer ruido.

      Le urgía la necesidad de releer otra vez las cartas de Gabriel y comprender bien lo que contenían. Era evidente que hablaban de la famosa batalla y los días de infierno que allí se vivieron. Subió al desván para encontrarse de nuevo con las vivencias de sus antepasados y descubrir poco a poco algo nuevo y fascinante para ella, se trataba de descifrar lo que hubiese oculto en las palabras e imaginar los pensamientos y reflexiones de su abuelo en circunstancias límites, cuando la vida no tiene valor y nada tiene sentido. Al entrar, sintió un escalofrío y un ligero mareo la hizo tambalear unos segundos hasta que se percató de que todos aquellos objetos aparentemente inservibles le sugerían la trama coherente de una historia real. En ese mismo instante su miedo desapareció para dar paso a una insaciable curiosidad por saber el significado de todo lo que allí se encontraba, la función que había tenido cada objeto, a quién pertenecía, por qué se había arrinconado como algo viejo y no se había tirado, lo que significaba que para alguien era valioso y no quería desprenderse de su recuerdo, un sinfín de preguntas que quedaban sin respuesta para que el más suspicaz de los investigadores pudiera exprimir el jugo de la esencia de una historia heroica y apasionante. Al leer la primera frase, «Más que una carta, va a ser un relato de todo lo que he pasado desde que salí de Mallorca el día 14 del pasado julio», ya le conmueve el sentido de la misma, lo que llevan implícitas las primeras palabras de sufrimiento y de impotencia, refiriéndose a toda esa pesadilla que se iba a alargar en el tiempo y que necesitaría muchos folios para poder expresar bien todo lo que le iba a suceder día tras día.

      Resultaba extraño, pensar que por un momento el tiempo se había quedado aletargado a la espera de que alguien con la misma sensibilidad de Gabriel pudiera descifrar aquel enigma.

      «¡Qué ardua tarea!», pensaba Teresa, mientras releía una y otra vez las cartas amarillentas.

      Tenía poco tiempo, pronto su abuela se despertaría de la siesta y reclamaría su atención, por lo que intentó dar un último vistazo a todo lo que allí se encontraba para impregnarlo en su retina y poder hallar nexos de unión para empezar sus pesquisas. Era muy consciente de que su abuela no quería hurgar en el pasado y que solo podía contar con la intuición y el buen olfato para conducirse por el camino certero.

      De pronto escuchó el insistente sonido del teléfono que no paraba de sonar e intentó avisar a su abuela, con gritos que más bien parecían alaridos, por lo que se levantó refunfuñando y medio dormida para llegar a tiempo y a lo lejos retumbó la palabra «estafa».

      —¡Qué se han creído! ¡Conmigo no se juega! ¡Hasta aquí podíamos llegar!

      Asustada, Teresa bajó deprisa las escaleras para ver qué pasaba, no comprendía el enfado de su abuela, aquella llamada había perturbado la tranquilidad de la casa.

      —¿Qué pasa?

      —No te preocupes, son temas económicos —dijo con tono molesto.

      —¿Por qué no me cuentas lo que te han dicho? Ya no soy una niña —espetó Teresa con cierto malhumor.

      —Es mejor que no lo sepas por ahora y que te relajes.

      —No estoy de acuerdo, pienso que no confías en mí.

      —Me voy a dar


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