Religión y juventud. Luis Bahamondes
Los sujetos son los que deciden, y no ponen su libertad en manos de la autoridad religiosa” (Rabbia et al., 2019: 14). La religión vivida por las personas puede parecer desordenada, desprolija, multifacética, ecléctica, y se expresa en prácticas diversas en donde involucran cuerpos, emociones, objetos y narraciones de maneras que se pretenden propias.
Junto al pluralismo, o sea a la diversidad de propuestas de verdad existentes en la sociedad contemporánea, la autonomía de los sujetos es una característica determinante de la vivencia de lo religioso.
En estos contextos es que la investigación se pregunta por las diversas visiones de lo que es la fe y la Iglesia, y explora distintos significados, caracterizándolos, permitiendo de esa forma acercarse tipológicamente a ellos.
El trabajo explora el rol de las familias en la transmisión de la fe, que sigue siendo la principal institución socializadora, reconociendo que su influencia es mayor en los primeros años de vida y menor más adelante, cuando otros agentes socializadores que aparecen en el entorno juegan un rol importante. Allí también se toma en consideración el peso del entorno social y de las visiones acerca de la Iglesia católica en los ambientes en que se mueven los jóvenes.
Luego el documento pasa a considerar el rol de las instituciones católicas de enseñanza y sus propuestas y explora no solo el marco de sentido institucional sino también como son entendidas por los jóvenes. Explora también y más específicamente la importancia de lo religioso para los colegios jesuitas.
Pone de relieve la percepción de los jóvenes de la fe católica como algo individual y personal, señalando que las propuestas de las instituciones educativas católicas adquieren grados de significación en cada sujeto en cuanto afecta su sensibilidad.
Emerge de la investigación el desencuentro entre propuestas oficiales de sentido y las formas en que los jóvenes construyen sus marcos de sentido en la actualidad. Asimismo, detecta de dónde provienen los estudiantes que expresan un mayor interés por temáticas sociales, actividades de ayuda y servicio al prójimo.
El trabajo concluye remarcando los principales hallazgos, así como también incorporando valiosas reflexiones a la luz de lo encontrado en la investigación.
Entiendo que estamos frente a un trabajo serio, sistemático, documentado que les dio voz a los actores (los jóvenes) y que se hace cargo de expresar los elementos que emergen de los datos. Es una importante investigación que contribuirá a un mayor conocimiento de los elementos desafiantes de la transmisión de la fe en este tiempo de transformación axial de la humanidad y de lo religioso, con pistas más que interesantes.
Dr. Néstor Da Costa
Director Instituto Sociedad y Religión
Departamento de Humanidades
Universidad Católica del Uruguay
INTRODUCCIÓN
La preocupación de la Iglesia católica por los jóvenes no es un fenómeno nuevo. La conciencia de estar presenciando tiempos de cambio, expresada de forma constante en las conclusiones surgidas del Concilio Vaticano II, ha colocado sobre la juventud la responsabilidad histórica de preservar la fe y construir la sociedad del mañana. El riesgo de que las nuevas generaciones se “salven o perezcan con ella”1, ha implicado una interpelación constante a los jóvenes para ser puente entre una tradición religiosa milenaria y un futuro colmado de incertidumbres y conflictos. La posibilidad de expandir la fe, ese “tesoro antiguo y siempre nuevo”2, en un mundo cada vez más afectado por el pluralismo cultural, el relativismo moral y la increencia, dependería de la capacidad de canalizar las virtudes propias de la juventud dentro de la misión de la Iglesia.
Sin embargo, aun cuando el papel de los jóvenes ha sido reconocido nominalmente como un pilar central del trabajo pastoral contemporáneo, la relación entre Iglesia y juventud no ha estado exenta de problemas y contradicciones. En la medida que la juventud es un concepto socialmente construido (Zarzuri, 2000), surgido en un contexto de sociedad moderna y representado imaginariamente según patrones físicos y psicológicos puntuales (Feixa, 2006; Grob, 1997; Duarte, 2000; Aguilera, 2009), la institucionalidad eclesial ha pensado y se ha relacionado con sus jóvenes de manera cambiante a lo largo del tiempo. Para el caso latinoamericano, la Conferencia de Puebla (1979) definió a la juventud no solo como un grupo de personas de edad cronológica, sino también como una postura ante la vida, en una etapa no definitiva sino transitoria. Caracterizados por el inconformismo y una actitud cuestionadora, los jóvenes serían poseedores de un espíritu de arrojo, libertad, rebeldía y creatividad, que los pujaría a jugar un rol importante como dinamizadores sociales. Por el contrario, su naturaleza indomable los haría particularmente susceptibles a los vicios, a una sexualidad liberal, al radicalismo ideológico y al ateísmo. Desde este punto de vista, los jóvenes se presentarían como un grupo social en permanente condición de riesgo frente a los peligros que abren los nuevos tiempos. Tal como mencionan las orientaciones pastorales de 1986-1989:
Hablar de los jóvenes, con entusiasmo y esperanza, no nos oculta sus limitaciones ni los temores que con respecto a ellos también tenemos. Sabemos que son inconstantes y a veces intolerantes. Comprendemos que la urgencia con que quieren cambiar las cosas los induce, a veces, a ser impetuosos, absolutos, radicales en sus planteamientos. Son signos de la juventud de todos los tiempos, y no es nuestra principal preocupación. Lo que más nos preocupa es que los jóvenes sean hoy día el grupo social más vulnerable de Chile3.
Todas aquellas características, asumidas como íntegras y connaturales a la juventud, poseen un correlato al momento de analizar su rol dentro de la Iglesia. En tanto fuerza renovadora, los jóvenes han sido llamados a vitalizar la labor evangelizadora por medio de una experiencia personal con Cristo y la comunidad de creyentes, siendo central en este objetivo la participación eclesial. Es precisamente este último punto el cual se presenta como crítico a nivel logístico e institucional, suscitando un constante “quedar defraudados cuando no hay una buena planificación y programación pastoral que responda a la realidad histórica que viven”4. Esta falta de recepción adecuada de los jóvenes fue denunciada con vehemencia por el Cardenal Silva Henríquez cuando declaraba: “Pido y ruego que se escuche a los jóvenes y se les responda como ellos merecen”5, situación que propició la creación de la Vicaría de la Esperanza Joven en 1991 con el objetivo de promover la inclusión activa de los jóvenes en la Iglesia, así como la generación de insumos que apoyen los procesos formativos guiados por las pastorales juveniles.
Esta necesidad de interpelación de los jóvenes hacia la Iglesia es algo que el papa Francisco ha reafirmado durante el Encuentro con la Juventud que sostuvo en su reciente visita a Chile durante enero de 2018. Aunque abiertamente más receptivo y dialogante, el papa actualiza un imaginario sobre la juventud que pone énfasis en las condiciones de “inquietos, buscadores, idealistas”, como atributos positivos que los distanciarían del mundo de los adultos “maduros” y “corrompidos”. Nuevamente, la labor de la Iglesia sería del tipo oír y rectificar, “porque es importante que ustedes hablen, que no se dejen callar. A nosotros nos toca el ayudarlos a que sean coherentes”6. Actividades como el Sínodo de la Fe o el Encuentro de Jóvenes tienen por inspiración este diagnóstico, aunque cabe la duda si dichos canales sean suficientes para transmitir las reflexiones de los jóvenes y transformarlas en medidas vinculantes al interior de la institucionalidad a nivel global y local.
Los cambios sociales vertiginosos experimentados en las últimas décadas, ampliamente descritos por las ciencias sociales contemporáneas, parecieran tener un impacto especial en la religiosidad de los jóvenes actuales (Jiménez y Osuna, 2007). Esto tiene una importancia central si tomamos en cuenta que las condiciones de reproducción de la religión tienden a verse profundamente trastocadas por un escenario cultural pluralista que descompone la religiosidad hereditaria y la somete de forma creciente a las necesidades particulares de los individuos (Berger, 1967). Fenómenos tan predominantes como el consumismo, el individualismo, o la masificación de las nuevas tecnologías de la comunicación, configuran nuevas formas de creer, pertenecer y sentir religiosamente. Los segmentos juveniles, aquellos llamados a “recibir la antorcha de vuestros mayores y a