Innombrables. Maite Mentxaka

Innombrables - Maite Mentxaka


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en office, como les gustaba decir, o sala de café, en donde habían instalado las máquinas suministradoras de mil modalidades de café y bebidas llamadas refrescos y varias hipertónicas, además de agua, Donuts incluidos y nutrientes de semejante aleación bien empaquetados en celofanes impresos con colores brillantes. Decía de esos trabajadores encorbatados ellos, de tacón alto ellas, no todos, no todas, amplia muestra de ese joven ya menos joven que se ha incorporado al mundo llamado profesional y permanece en él, sobre todo permanece. Decía que ellos y ellas se encontraban con Erik en el descansillo habilitado, lugar de paso a la vez, y a veces charlaban con él y se reían otras veces de él. Había quién apreciaba a Erik y había quien sin despreciarle, era imposible despreciar a Erik, le incitaba a hablar para evidenciar su déficit expresivo, esperando que se derivara un coro de sonrisas discretas aunque bien marcadas y contenidas, ante su torpeza. Le alentaban para que explicase, cada vez que pronunciaba Transilvania muy mal pronunciado, su árbol genealógico inexistente sin duda, y sabiendo que el término era desconocido para Erik. Se lo expliqué yo un día y le dije que no tenía ninguna importancia no conocer el árbol genealógico, desconocido también para la mayoría. Había, como hay también siempre, los que no se alojan en la sombra y alentaban a Erik para hacerle sentir que le apreciaban. En esos corredores de los edificios de oficinas en donde la corbatilla es el distintivo del sobresaliente se alojaba, se aloja quizá, mucha frustración. Son bloques en donde un miserable escalafón permite el subidón de egos. Son criaturas que jamás llegan a quitarse la corbata ni a 40 grados, quizá ni el fin de semana. Fuerte decepción cuando descubren al situado en el escalafón más alto que se distingue por el poder de desfilar sin corbata. Y digo corbata porque es el distintivo de los equipos masculinos el que connota con fuerza, aunque cada vez hay más tacones altísimos que podrían ser hermanos o hermanas gemelas de las corbatas. Pardillos entre los que Erik resultaba bien auténtico, sin acepción ninguna del calificativo que usan en los folletos turísticos como lo que yo refería respecto a Sibiu. Erik sí, él era auténtico, bastante más que la ciudad de sus antepasados que iba de antigua más que ser antigua. Erik no iba de nada, a pesar de que su nombre le fue puesto por su padre con intención de plasmarle un sello a modo de blasón familiar sajón.

      Al conocerle nadie dejaba de sorprenderse por su frecuente alusión a la lejana procedencia. Más tarde yo entendí el déficit de seguridad que había crecido junto al niño Erik, al principio tartaja y fustigado por un padre que deseaba un proyecto más que un hijo, como tantos padres.

      Erik se escondía detrás del compañero de delante pensando así que la profesora no le haría las preguntas que pocas veces sabía responder. Él no veía a la profesora pero la profesora veía el esfuerzo de Erik por esconder su enorme cuerpo ya con ocho o nueve años, y siguió aumentando año tras año para hacer más difícil su escaramuza detrás de uno u otro compañero siempre de hechura mínima respecto de la suya. Esa mirada temerosa en un niño de ocho, nueve o doce años y tartaja permaneció invariable cuando se hizo mayor, mirada de las que no se afirman en nada pero abierta a todo cuanto pudiera captar. Esa mirada se mantuvo así de virgen desde esa edad. Entonces los retrasos en la escuela se asociaban a vagancia. Entonces y ahora porque qué padres quieren reconocer incapacidad en su hijo, mejor decir y creer o creer para decir que es un vago. La genética sufre menos. Así transcurrieron los años de ese niño que llegó a joven con un déficit de ego y una rebosante ingenuidad, confundida a menudo por los modelos de prepotencia que su padre le inspiraba o más bien le instigaba para medrar su ego. Se zanjó el abuso, ahora llamado bulliyng, cuando adquirió la fuerza necesaria. Una fuerza que le permitió también parar los golpes de su padre al que sobrepasó en altura y fuerza con quince años. Así el padre se replegó para alojarse en las críticas y reproches.

      16 de julio de 2013 cuatro años después de la noche de autos

      Salimos de Sibiu. No hemos visto el castillo de Bran pero hemos tomado cervezas estupendas y una buena cena. Nos dirigimos hacia los Cárpatos, la puesta de sol nos permite ver su perfil negro. Mientras el coche circula por la carretera, el perfil se desplaza y muestra sus picos y vaguadas. Mi pecho se encuentra un poco comprimido porque los recuerdos se han instalado con fuerza y llegan a trepar por mi garganta presionándola. Recuerdos en los que desfilan algunos rostros, entre ellos el de Erik.

      Persona Erik que a pesar de su despertar quinceañero contra su padre abandonó pronto su hostilidad. La necesidad de aprobación le impulsaba a volver a él para ser castigado de nuevo, ya no con agresión sino con clara muestra de desinterés por cuanto le decía o hacía. No le concedió nada de más valor que el nombre de Erik y su apellido. Quizá porque lo hizo antes de que su hijo se manifestara como el antiproyecto del padre. Hombre ajeno a la dulzura por lo que deducía del sentir de Erik, y el respeto, la generosidad y la discreción. Su hijo las abanderaba y ni los ladinos de corbata que tomaban su café en el descansillo y azuzaban a Erik para que exhibiera su déficit, hubieran podido negarlo. Ignoro cómo se instalaron en él esas virtudes tan ajenas a su progenitor. Pudieron venir de su madre, no lo sé porque no la conocí hasta el día en que despedimos a mi amigo y solo un momento. Mi amigo amaba a su madre, solo la amaba, nunca resaltó nada que nos permitiera saber cómo era. Luego supe que jamás ella se dejó ver, era una mujer sin presencia, oculta tras su marido y tan sumisa que aceptaba hasta la más brutal agresión hacia su hijo y hacia ella si lo protegía. Así salió un Erik pacato en su juventud y más alentado luego cuando pudo hacerse con un trabajo y un valor que se transcribía en unos ingresos suficientes, producto de la comisión asignada en razón de la cantidad mensual vendida. En ese momento vendía material de oficina. Ninguna seguridad en ese trabajo ni en ningún otro de los que consiguió. Siempre autónomo, siempre a porcentaje.

      Jamás supo decir cuál era el idioma originario de sus antepasados cuando hacía referencia a su procedencia alemana de Transilvania. No lo sabía pero sí sabía que su padre le puso el nombre de Erik porque siempre reivindicó su ascendencia alemana. Quizá ese era el idioma de sus antepasados muy antepasados. Debía ser así si su padre lo decía aunque toda la familia, la que él conocía, de su padre y de su madre, todos habían nacido como él en Tarrasa. A los abuelos por parte de su padre no los conoció pero sabía que su abuelo vino de La Mancha aunque su padre nunca se lo dijo. Todos de Tarrasa y todos hablaban catalán, Erik lo hablaba con la misma dificultad que el español. Sus problemas eran de locución, su voz y gesticulación se expresaban con más soltura. Sus problemas de locución no provenían de ningún origen alemán, nadie en su familia lo hablaba, ni tampoco del idioma familiar catalán. Podía ser su infancia de tartaja y el arrastre de una inseguridad que su padre fomentó a la perfección. Ante su vocabulario tan reducido, a veces me sentía obligada a facilitarle las palabras cuando le veía azorado a la búsqueda de alguna para completar una frase. Sé que no era bueno pero no podía evitar lanzarme en su auxilio dejando aún más en evidencia su impotencia verbal.

      Mi amigo repetía a la menor oportunidad que su familia procedía de la Transilvania alemana, como decía su padre, y repetía, Transilvania no Rumania. La oportunidad se la daba a veces alguna o algún mal intencionado buscando sacar a escena su orgullo de procedencia. Erik no lo mostraba por propio orgullo, era el orgullo que su padre le instigaba y con más empeño una vez reconocidos las limitaciones de su hijo. Erik no se extendía mucho más que en la mención de su procedencia, solo una escueta mención, aunque la hacía muy presente. Pocas veces se extendía verbalmente. Y si alguien decía, enfatizando la interrogación, Transilvania está en Rumanía, entonces era la oportunidad de Erik para responder, repitiendo lo que siempre había oído. Si estábamos a su alrededor escuchábamos por décima o quincuagésima vez lo mismo. Es posible que el desprestigio de la palabra rumano en una Europa que ya comenzaba a llenarse de una inmigración del Este de Europa produjera en Erik un inacostumbrado vigor expresivo e insistía, sí, ahora es Rumanía pero siempre estuvo poblada por alemanes que fueron allí a hacer negocios. Es verdad que la síntesis de los motivos que condujeron a alemanes a instalarse allí en boca de Erik sonaba un poco cómica. Lo importante para Erik era avalar la decisión de su padre al elegir su nombre y defender sus argumentos. Ese orgullo de procedencia inculcado por su padre era muestra de su déficit y mayor muestra de la infravaloración a la que le condujo su padre cuando percibió que su proyecto de progenie era inviable en aquel ser. Fue el mismo momento en que ese padre supo que el nombre de pila elegido no sería suficiente para agregar a su hijo una mayor cotización.


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