Innombrables. Maite Mentxaka
alemán, pasó a halagarle. Repito que fue a partir de la noche de autos cuando la adulación y el halago, cosas desconocidas para mi amigo Erik, fueron la trampa en la que cayó. Todo lo sucedido a partir de esa noche y punto por punto, todo está recogido en un dossier en el despacho de una abogada. Repito que todo esto sucedía después de que Erik nos comunicara esa noche su gran buena nueva.
Será discutible qué parte nos constituye y cuánto el nombre que llevamos. El padre de Erik eligió un nombre que según su criterio contribuiría al futuro de éxito del hijo que acababa de nacer, va a ser un triunfador, le espera un gran futuro, eso decía antes de que su hijo llegara a una edad en que el triunfo se percibe como posibilidad o imposibilidad. A partir de entonces le reprochaba no ser merecedor de su nombre. Erik, con expresión vencida, me lo dijo una vez. Compartíamos una pequeña mesa del bar-restaurante en el que había un menú decente a un precio posible. También me dijo una vez que su lentitud en la escuela provocaba mofas en sus compañeros y que harto ya comenzó a responder. Y respondía con genio hasta provocar una pelea. Así fue a partir de sus diez años, después de unos meses nadie se atrevió a mofarse de ese niño grandullón, lento pero el más fuerte. Más tarde, cuando cumplió los catorce años paró los cachetes de su padre. Así me lo confesó otro día mientras hablábamos de las malas edades de la juventud, él siempre se mostraba como vencido cuando mencionaba la decepción de su padre. A veces fue bien expresivo cuando le encontraba en los meses de calor sentado en el bar que estaba frente al edificio de nuestras oficinas con una jarra de cerveza, envuelto en una espesa humedad ardiente que le hacía transpirar. En esas ocasiones se encontraba en confianza y se expresaba sin trompicones. Otras veces estaba triste y pensativo cuando se creía solo pero sus ojos se alzaban de inmediato si yo o cualquier otra persona de su agrado se aproximaba, entonces mostraba el destello de la bienvenida, me alegro de verte, decía, y lo decía de verdad. Debió ser un niño cuitado porque sus compañeros ya se mofaban de su ritmo, hasta el día en que les mostró su fuerza o quizá porque su padre le ignoraba o despreciaba, aunque también a él, a partir de que una agresión que detuvo, mostrando una fuerza superior, no volvió a agredirle. Vigor le sobraba y tenacidad sin duda, pero se encasquillaba al hablar y temía hablar, es posible que eso marcara el camino al innombrable, tan dotado en oratoria, para cautivarlo.
Repito que aquella noche, la que llamo de autos, en que mi amigo conducido más tarde a esa muerte voluntaria, nos invitó a su casa, a mí, a otros amigos y conmigo al innombrable. Era un apartamento ordenado y limpio, como él, bien provisto de luz, claras las paredes y los muebles, el suelo de madera de pino en cuyas juntas se abrían pequeñas grietas de las que mi amigo me hablaba en ocasiones con un poco de preocupación. Esa fue la razón de que me fijara en ellas. Me había comentado que las grietas se abrían haciendo un ruidito como de algo que se resquebraja. Era el barniz que se abre cuando va secándose le dije yo, o quizá la madera que se hincha, añadí, no estoy muy segura continué diciéndole, pero lo mejor es preguntar a quien ha barnizado el suelo. Dos años antes había alquilado un apartamento a un precio mínimo en estado mínimo. Su madre le ayudó a pintarlo y encargó también barnizar el suelo. Ninguna concesión a colores que resaltasen, claridad un poco uniforme que proporcionaba el aire de limpieza que caracterizaba a Erik. Cuando entré en su apartamento la noche de autos aún no habían llegado los demás invitados. Le vi algo excitado, normal, eran los nervios propios de un anfitrión en su primera invitación a amigos. Los elementos decorativos estaban excluidos, todo era funcional, discreto, limpio. Solo una concesión a un jarrón con flores secas en colores pasteles sobre la pequeña cómoda en pino claro que tenía en la entrada, en buena armonía con las paredes. Único lugar de toda la casa en el que podía adivinarse un poco de polvo sobre las flores porque se había incorporado a los tonos pasteles un ligero tinte grisáceo. Nos enseñó la casa y aunque me resultó un poco impersonal, carente de lo que yo pudiera identificar con mi amigo, toda ella era acogedora y cálida como él. Quizá las entonaciones no respondían a ningún gusto especial. Todo era neutro pero estaba flotando ese algo de Erik que me hacía sentirme cómoda, como siempre me sentía con él, el amigo afable sin pretensiones, cercano, muy cercano con sus incondicionales.
Esa noche en su casa nos reunimos sus seis incondicionales, el séptimo invitado era la amenaza que construyó allí mismo los cimientos de su estrategia. Una escoria que se coló en la reunión antes de que yo pudiera identificarlo con certeza. Mis sospechas entonces se presentaban a trompicones, se presentaban y se esfumaban. Aquella noche se presentaron. Erik quería comunicar una noticia a sus amigos, en absoluto lucirse o hacerse valer, solo hacernos partícipes de su gran alegría por tener su futuro asegurado y de su gran tristeza por perder a una persona muy querida. No comenzó a hablarnos hasta que estuvimos situados, nos invitó a sentarnos en torno a una mesita en la que se combinaban los colores más apetecibles para el paladar, pequeños tomates cortados por la mitad sobre una base de atún y con una anchoa que se sostenía sobre ellos mediante un palillo, tostadas mínimas sobre las que debíamos extender distintos patés. Nos dijo de qué era cada uno señalándolos y según los colores, color salmón de salmón, color rojizo de cabrarroca, color gris-marrón de cerdo, más claro de pollo, todos los patés con pequeñas motas de otros colores eran hierbas. Incluso había un paté blanco de bacalao con jengibre, de color blanco con distintas tonalidades. Se completaba la exposición gastronómica con un surtido de charcutería de ibéricos y aceitunas, cacahuetes y patatas en la mesa pequeña y sobre otra mesa de la sala, más alta y próxima a la cocina abierta, nos esperaban dos fuentes repletas de jamón y salmón más un cestillo con pan ya cortado y varias botellas de vino. A qué se debe este festín Erik, preguntó un amigo. En ese momento Erik acercó una silla de la mesa próxima a la cocina que era alta en relación a la mesita en la que sobre una bandeja se alineaban en orden perfecto servilletas pequeñas en un pequeño montón, cucharillas y cuchillos también pequeños, un palillero de cerámica que desplazó a la mesita para dejarlo junto al platillo de aceitunas. Distribuyó posavasos, platillos accesorios para servirnos. Tomó el sacacorchos y preguntó que deseábamos beber si blanco o tinto, si blanco rueda o de resina. Todo a la perfección. Erik sobre una silla un poco alta en relación a los que rodeábamos la mesita del festín gastronómico, sentados como estábamos en el sofá o en la alfombra. Él era ya alto y se le veía bastante más elevado que nosotros, sus invitados, sobre la silla banqueta. Me alegró que nos dirigiera su mirada desde la altura. El innombrable era pequeño y el sillón sobre el que se había sentado le engullía, su cabeza era mínima y su cara impasible, estaba en estado inoperante porque no esperaba nada especial, aunque con su habitual exhibición de encantos dispuesta para saltar en cuanto veía la oportunidad. Analizaba bien la oportunidad, dominaba bien el saber estar y no se excedía en protagonismos aunque no controlase siempre su rostro con expresiones bonancibles, es verdad que tampoco había ningún filón que explotar o él, en ese momento, aún no lo sabía. Acudía allí acompañándome, después de conseguir introducirse en mi grupo de amigos con artes de prestidigitador. Yo no conocía a más de tres amigos suyos, o quizá solo conocidos, y pensé, cuando comenzó su introducción en el grupo, que estaría a falta de ellos en ese momento. Hablaba de amigos, de muchos amigos y todos del pasado. Yo comenzaba ya a estar expectante y seguía todos los guiños seductores dirigidos al grupo por el sujeto, estaba atenta a sus expresiones como si me urgiera penetrar en su pensamiento y descifrar unos circuitos que encontraba ya enrevesados, sin saber aún a qué respondían. Me decía, es posible que respondan a su intención de sentirse bien acogido o admirado. Caí en ocasiones en reflexiones sobre lo que consideré laberintos mentales de este señor, es más, creí que su mente era confusa, sin más. Luego comprobaría que los percibidos como laberintos eran circuitos de sombras que podían ocultarle mientras él, buen conocedor de los caminos entre las sombras, se acercaba a su objetivo eliminando cualquier obstáculo material o humano que se encontrara en ese laberinto, dejando tras su paso cadáveres invisibles o ilocalizables. No existe el cuerpo del crimen luego no hay delito, no hay denuncia ni culpable, solo queda alguien que vive desplumado, o engañado, quizá solo herido por la decepción o es posible también que quede una persona que se siente despojo, o confundida porque no puede entender ciertas miserias de quien fue o pretendió o fingió ser su amigo.
En una fase de serias sospechas que no certezas me encontraba yo con el innombrable, cuando aquella noche de autos mi amigo que sería conducido, a partir de esa noche que he denominado de autos, al desastre, nos comunicó el motivo de