Innombrables. Maite Mentxaka
partícipe de sus gags. Los gags del innombrable se repetían y después de escuchados unas cuantas veces, aburrían. Ingeniosos sí pero sin demasiada variación, estudiados para cada ambiente, bien elegidos según público. Tendía a ridiculizarse él mismo y para mí, por repetido, resultaba ya bastante ridículo. Se flagelaba en exceso ante los demás y después soltaba remates irónicos y chistosos. Repetidos como digo, se adivinaba el final y el aplauso, eran las bambalinas preparadas para la actuación. Percibida por mí como patética, solo eso, porque aún no habían saltado mis alarmas.
Ahí estaba el guepardo preparándose, atisbando desde su oscuridad, su sombra, que yo después de varios años vislumbraba pero aún sin nitidez, aún sin preguntarme si todas las personas portamos esa sombra en la que escondemos lo que no deseamos traslucir. Tardé en detectar en el innombrable ese momento en que sus maxilares se frotaban ligeramente como los que sufren bruxismo, ese rechinar de dientes. En él era casi imperceptible pero yo lo detectaba porque veía el gesto tantas veces visto que prepara los jugos gástricos y la fuerza de arranque de las patas para lanzarse por la presa. Como el guepardo, su atención solemne y estiramiento antes de saltar. A diferencia del depredador de la sabana que mantiene su mirada fija en el objetivo, la mirada del innombrable se revestía de magia bonancible cuando vislumbraba la presa mientras preparaba el salto, se movía con cautela. Por desgracia, esa noche de autos no pude escuchar con claridad sus jugos gástricos y no detecté su posición de ataque que se plasmaba con cada intervención ante los invitados que a coro le reían. El final sería el degüello de la presa. Me asusté de mis pensamientos un tiempo después, un mes más tarde. Se presentaron sin que yo los convocara, de repente. Digo de nuevo que por desgracia solo los vislumbré, intuí, aquella noche de autos en torno a la mesita con los pintxos y tostadas en las que untábamos diferentes patés, un colorido bien armonizado que era el único de aquella sala en la que Erik, o no sé si su madre, había decorado con la máxima atención a la higiene y la apariencia de higiene, todo color pastel, todo bien limpio, incluyendo al mismo Erik que era la pulcritud hasta en sus movimientos pausados, lentos pero bien medidos y sin relación con su torpeza expresiva. Incluso se podría decir que eran movimientos que se sucedían a cámara lenta, bien armonizados, como el colorido que se exponía sobre la mesita aunque ya con algunas calvas. Erik era un poco cargado de espaldas que, según avezados psicoaficionados, es clara señal de una persona nada perfeccionista ni exigente consigo misma ni con nadie. Conclusión a la que se llega sin dificultad en una conversación de treinta minutos. Más tiempo fue, mucho más, el que yo pasé con Erik a lo largo de diez años o quizá más. Ese tiempo me confirmó que Erik era una excelente persona con habilidades suficientes para relacionarse, toda la disposición para ayudar si era necesario o si no lo era, y total capacidad para ser autónomo en su casa o en el trabajo. Trabajo que solo tenía para él un inconveniente, los objetivos que la empresa determinaba cada año para Erik y los otros vendedores. Su lentitud y la poca inclinación a forzar las ventas le ocasionaron algún problema a final de año, y ya a mitad de él comenzaba la empresa a lanzar amenazas si no cumplía objetivos. En Erik esta presión producía bajones de ánimo ante el temor a perder la representación comercial. La agilidad no era lo suyo y el ritmo superior de los demás era evidente para los demás y también para él. Era consciente de su déficit.
El innombrable, después de estudiados intervalos de discreción, volvía a Erik con todo el aleteo de sus plumas, y yo no reaccioné, Aún no habían saltado todas las alarmas, solo las sospechas. Mi desconfianza empezaba a fraguarse sin llegar a compactarse. No tuve la certeza que requiere el salto a la denuncia, a denunciar que a mi amigo le seguía un depredador. Tardé en decírselo y llegué tarde.
Sigo en la noche de autos en que Erik nos comunicó su herencia. El pavo real después de conocer la noticia desplegó todas sus plumas ante mis amigos y sobre todo ante Erik. Poseía todas las artes del embaucador. Se levantaba y servía él mismo el vino, habíamos comenzado por el blanco y yo elegí un blanco del Penedés. Como casi todos excepto el innombrable que bebía el vino de resina, después de alagar el refinado y original gusto de Erik al elegir ese vino que nos había ofrecido como una novedad a la que no respondimos con entusiasmo el resto de invitados. Fue perspicaz el sujeto sin nombre y aprovechando esta fisura de nuestra poca aceptación del vino siguió hablando sobre él, vino común en Grecia antes de llegar la sofisticación de las cavas, blablabla y la resina se utilizaba para blablablá. Hasta que se dio por agotado el vino del Penedés y solo quedó blanco de resina, otra fisura que el innombrable aprovechó para colarse haciendo hincapié en que yo le había dicho en alguna ocasión que no me gustaba ese vino griego. Erik se apuró y levantándose dijo que iría a comprar más vino del Penedés. No, dije yo, yo quiero probar ese resina, el que probé una vez no sé de qué marca era, me pareció muy elemental. No recuerdo que yo haya dicho que no me gustara, hay muchas clases y muchos niveles. Lo dije mirando a quienes me miraban sin comprender mi repentino entusiasmo y sin sospechar que un personaje había lanzado un dardo hacia mí para posicionarse mejor con Erik. Yo estaba en guardia. Miré de nuevo a quienes miraban un poco perplejos y les pregunté si no querían probar el vino griego. Todos asintieron. Erik insistía en ir a buscar vino de Rueda pero todos a una le dijimos que no. El innombrable intentó cambiar de tercio de inmediato e introdujo en la reunión los saberes que almacenaba sobre el país productor del vino de resina. Es Grecia la que ha gestado nuestra cultura de la que quizá nos queda aún un barniz, aunque muy superficial. Así lo dijo, barniz, no sé si con desprecio encubierto dirigido a los asistentes. Luego él mismo se incluyó diciendo que lo suyo era solo ese barniz porque la cultura hay que gestarla como un feto y parirla, seguía con la metáfora facilona, y siguió en ella diciendo, el parto es griego no nuestro y el retoño tampoco. Siguió mientras bebíamos ya el vino de resina. Impulsé a todos a reconocer su excelente sabor, no recuerdo ya, no recuerdo tan siquiera si me gustó, lo que recuerdo es que deseaba mostrar mi entusiasmo. Mi lengua daba lengüetazos a mi paladar en señal de degustación satisfecha y casi exagerada para expresar mi placer durante los primeros sorbos. Es lo más apropiado para los aperitivos, pena que no me haya dado cuenta antes. Veía al innombrable confundido y disfrutaba de su confusión con la misma intensidad que él lo hacía cuando causaba dolor o lo producía para conseguir sus intereses, sin importarle en quien recayera ese dolor. Tras mi intervención dejó de pronto su exhibicionismo y volvió a la discreción que por lo general le caracterizaba cuando no tenía objetivos inmediatos. Me extrañó, mi cerebro siguió maquinando ante ese descanso inesperado después de la noticia de Erik. Decidí tomarme yo también un descanso y relajarme.
14 de marzo de 2009 dos semanas después de la noche de autos
El innombrable consiguió llevarnos a Erik y a mí después de días de insistencia a su casa, con el objetivo de convencer a ese amigo mío al que con frecuencia, en ausencia de Erik, denominaba el cortito, el rumano, el papagayo tartaja, abriendo con la nominación una sonrisa de las que esperan complicidad con su maledicente expresión. Se mofaba, ante auditorios no allegados a Erik, de las continuas alusiones de mi amigo a sus ancestros alemanes. Su mofa la sellaba con esta frase, en realidad provenientes de Rumania, y lo emitía con sonrisa misericorde, como compadeciéndose de la torpeza del muchacho. Yo no quería que Erik fuera solo a su casa. Olfato, nada más. El innombrable era despectivo con Erik cuando no había quorum y sabía que yo ya no lo era porque le había paralizado cada vez que escupía mofas sobre él. Su maldad supuraba incontrolada cuando no había testigos y yo había comenzado a temerla.
Su casa, la del camaleón, se esmeraba en aparentar, y digo que la casa se esmeraba y no su propietario porque él se mostraba humilde y hacía ligeras alusiones a cosillas conseguidas a cambio de nada, cedidas por amigos. Su exposición de casa museo era un medio de apariencia culta para quienes deseaba impactar. En ese momento Erik era la pieza que él oteaba por la mirilla de su implacable rifle.
Así era el innombrable. Él no merece tener un nombre. Las acepciones de los nombres corren como las corrientes de un río de boca en boca y acaban con significados múltiples y a veces se impone alguno de ellos que llega a desvirtuar su origen. Aparentar es manifestar o dar a entender lo que no es o no hay. El innombrable aparentaba bondad y su objetivo era esa apariencia. Lo hacía bien, como víctima siempre, como perdedor, ‘soy un desastre’ ‘no hago nada bien’ ‘tú lo harás mejor, seguro que sí’ ‘me han robado siempre la cartera’ ‘soy un incapaz’. Estrategia