La casa de Okoth. Daniel Chamero Martínez
al embarazo de Hafsah. No sabía si achacarlo a la inusual y prolongada sequía, pero lo cierto es que era incapaz de presagiar nada acerca de la criatura que su hija llevaba en el vientre. A diferencia de otras veces, en esta ocasión Nazima no tenía claro el sexo del bebé, ni siquiera su nombre. Aquello era tan inusitado que, unido a la sequía, le hizo pensar y temer lo peor. Pero aquellos oscuros vientos de malos augurios no solo pasaron por su mente, pues desde la sequía y durante el embarazo de Hafsah la gente del poblado empezó a hacer conjeturas sobre la criatura que Hafsah llevaba en el vientre.
Fue Jábilo, el curandero de la aldea, el primero en relacionar la sequía con el embarazo de Hafsah. Una mañana Hafsah fue al pozo situado a las afueras del poblado con las gemelas Kakra y Banji, así como con el pequeño Ekón, de tan solo dos años de edad entonces. Eran muchas las veces que Aba, su marido, le había dicho que no cogiese agua del pozo, pues gozaba de escasa salud debido a la sequía, y no merecía la pena desplazarse hasta él teniendo a pocos metros la ribera del río Cross. Aun así Hafsah seguía intentándolo; prefería el agua del pozo a la del río, ya que no le agradaba saber que las aguas que fluían por él eran las mismas en las que los habitantes de los poblados por los que discurría habían lavado sus ropas e incluso hecho sus necesidades. Esa mañana, cuando Hafsah llegó con sus hijos se encontró a Jábilo junto a otros hombres del poblado cerca del pozo. De manera airada, discutían acerca de la sequía y el lamentable estado del pozo. Tacari, uno de los más reconocidos guerreros del poblado, gritaba irritado que alguien había robado el agua del cielo. Lo repetía una y otra vez haciendo aspavientos con los brazos señalando al cielo. Nasah e Iggy intentaban calmarlo aduciendo que no se puede robar el agua del cielo y que la lluvia volvería tarde o temprano. Nasah contaba una vieja historia de su padre que recordaba cómo una sequía de once meses estuvo a punto de acabar con el caudal del río Cross. Relataba los estragos que había hecho en la agricultura y cómo muchas reses habían perecido en aquellos once meses de infortunio. Aun así, terminaba concluyendo que nada de eso había sucedido esta vez, ya que los cultivos estaban cerca del río y el ganado tenía terreno de pastoreo en buenas condiciones para alimentarse. Iggy, que estaba a favor de los argumentos de Nasah, añadió:
–¡Es imposible; nadie puede robar el agua del cielo!
Jábilo observaba atento el debate. En cuanto Iggy terminó de exclamar aquella frase, Jábilo levantó los brazos con las palmas de sus manos extendidas y dijo:
–¡No! ¡No lo es! No es imposible. Haraké sí podría hacerlo.
–¿Haraké? –preguntó Iggy.
–Sí, Haraké.
–¿Haraké? –exclamó Nasah–. Es una leyenda; Haraké no es real.
–¿Quién es Haraké? –preguntó Tacari, el guerrero.
–Una diosa de las aguas –contestó Jábilo y prosiguió–. Pertenece a un mundo subterráneo de grandes poblados situados bajo las aguas. Su belleza y juventud son enormes. Su poder de atracción es tan fuerte que ninguno de nosotros podría escapar de él. Cuentan que sus cabellos son transparentes, y están formados por un agua cristalina y pura. Al atardecer, Haraké descansa a la orilla del río Níger esperando a su amado para llevarlo a las ciudades subterráneas. Puede que Haraké necesite el agua para su cabello y así ser más bella. Quizá esté robándole el agua al cielo.
–Bah, solo son cuentos de curanderos –dijo Nasah.
–Deberías creer en ellos –replicó Jábilo mientras Hafsah se acercaba al pozo con sus tres hijos.
Los cuatro se volvieron a enzarzar en el debate sobre la sequía, pero esta vez con la leyenda de la diosa Haraké como protagonista, hasta que Jábilo detuvo la discusión. Había visto cómo Hafsah se acercaba al pozo cubo en mano. Entonces se dirigió hacia ella:
–Hafsah, ¿a dónde vas?
–Voy a sacar agua del pozo, Jábilo.
–El pozo está seco; no sacarás nada más que lodo de él. ¿Cómo estás? ¿Cuánto tiempo tiene ya tu barriga?
–Cansada, Jábilo; esta barriga tiene tanto tiempo como la sequía que padecemos. Aún me quedan dos lunas para parir.
–¿Y Nazima? ¿Te ha dicho si será niño o niña?
–Mi madre no quiere decir nada. Creo que no lo tiene claro.
–Esperemos que sea otro varón fuerte y sano como Ekón –replicó mientras le sacudía la cabeza al pequeño Ekón.
–Sea lo que sea será bienvenido –contestó Hafsah con un tono cortante.
Hafsah cogió uno de los cubos que portaba una de las gemelas y lo anudó a la cuerda del pozo. Acto seguido lo introdujo en la gran oquedad circular levantada a base de piedras y arcilla que constituía la boca de aquel pozo artesano. Tramo a tramo, fue soltando la cuerda con sus manos, haciendo descender el cubo por el interior del pozo. De pronto, Jábilo la interpeló:
–¿Qué haces? Te he dicho que el pozo está seco; no sacarás nada de él.
Hafsah, aún dolida por el inapropiado comentario acerca del sexo de su futuro hijo, le lanzó una mirada inquisidora al tiempo que le contestaba:
–Bien, si el pozo está seco es algo que veré por mí misma.
Hafsah terminó de bajar el cubo hasta el fondo del pozo; una vez allí sintió como el cubo se llenaba y adquiría mayor peso, con lo que comenzó a recoger la cuerda para hacerla ascender hasta la vasija metálica. Jábilo observaba su esfuerzo y se percató del aumento de peso del recipiente. Con una risa sarcástica, le dijo:
–Eso que subes es barro; has malgastado tus fuerzas.
Cuando el cubo estaba próximo a la superficie y al alcance de la poca luz que entraba por la boca del pozo, Hafsah se detuvo y, mirando el recipiente, sonrió devolviéndole la mirada a Jábilo, para terminar diciéndole:
–¿Barro? Debierais discutir menos y hacer más. Mirad.
Hafsah terminó de aupar el cubo. Estaba completamente lleno de un agua limpia y pura, cristalina, como pocas veces antes la habían visto emanar de aquella sima artificial. Todos quedaron absortos ante aquel hecho. Jábilo no tardó en reaccionar, y señalando el vientre de Hafsah, empezó a exclamar:
–¡Haraké! ¡Haraké! ¡Será una niña, es Haraké!
Nasah e Iggy permanecieron callados; Tacari se unió a los gritos de Jábilo. Hafsah pronto se dio cuenta de lo que hablaban, pues estaba al corriente de todas aquellas viejas leyendas. Nazima, su madre, se las había contado todas. Instintivamente protegió su vientre con su mano y se fue del pozo entristecida. Por el camino, y mientras se marchaba, dejó su mirada clavada en la superficie del cubo que portaba. El agua a cada paso formaba círculos concéntricos que rebotaban en las paredes del recipiente. El cristalino líquido dejaba ver perfectamente el fondo del cubo. Hafsah se sumió en los recuerdos de las viejas leyendas mientras sus hijos corrían y jugaban a su alrededor. Indignada, no paraba de darle vueltas a por qué el hombre siempre daba una explicación mística a hechos simples que brotaban de la naturaleza.
«¿Por qué no pueden pensar que el agua subterránea sencillamente se ha abierto paso por una de las galerías hasta llegar al pozo? ¿Por qué tienen que recurrir a esas estúpidas leyendas y marcar a mi futuro hijo? Sus retorcidas mentes no dan más que para esos juegos de chamanes. Yo te protegeré» se terminó diciendo a sí misma mientras acariciaba su vientre.
Durante los dos meses que restaban hasta el parto la sequía continuó y los rumores acerca de su embarazo fueron creciendo. Hafsah y su madre hablaron del tema y de lo sucedido en el pozo. Acordaron no hacer caso de aquellas habladurías y seguir con normalidad sus vidas; sin duda era lo mejor.
–La sequía no tiene nada que ver con la criatura que darás a luz –llegó a decirle Nazima a su hija.
Pero en su interior Nazima sentía una inquietud desbordante que muchas noches no le permitía conciliar el sueño. Aquel embarazo era el más paradójico de cuantos había vívido.