La casa de Okoth. Daniel Chamero Martínez

La casa de Okoth - Daniel Chamero Martínez


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sobre antiguos mitos y leyendas del África negra para deshacer los argumentos sobre la leyenda de Haraké.

      Y no solo consiguió darle la vuelta a aquel murmullo virulento que iba de boca en boca, sino que logró que los aldeanos no vieran en su futuro nieto a Haraké, la diosa que le estaba robando el agua al cielo. Con astucia y una estudiada estrategia consiguió que en el vientre de Hafsah todos viesen a la criatura que devolvió el agua al pozo y que repondría el agua en el cielo el día de su nacimiento. Era un plan perfecto; tanto, que Nazima lo ejecutó pasadas cinco semanas de lo acontecido en el pozo. La lluvia llegaría tarde o temprano y ella sabía que era bastante improbable que aquella sequía se prolongase mucho más.

      «Igual, con suerte, incluso llueve el día en que la criatura venga al mundo» llegó a cavilar.

      Y eso mismo sucedió el 1 de septiembre de 1979, cuando Nazima se dirigía a atender el parto de su hija Hafsah y se cruzó con aquella gota de lluvia en su camino. Cuando vio cómo aquella gota impactaba sobre la sedienta superficie de Okuni supo lo que durante los nueve meses anteriores se le había negado. Iba a nacer una niña y su nombre sería Okoth: nacida bajo la lluvia.

      Allí estaba Nazima, con los ojos cerrados, sintiendo cómo la lluvia golpeaba su rostro. Alrededor de ella no tardó en escuchar los gritos de júbilo. Había vuelto la lluvia. El agua caía del cielo cada vez con más intensidad. De pronto, Nazima reaccionó y reanudó su camino hacia la cabaña donde la esperaba su hija Hafsah para dar a luz.

      Próxima a la cabaña pudo divisar como un grupo numeroso de personas se amontonaban a las puertas de la misma. Gritaban y vociferaban antiguas canciones Ekoi a Obassi Osaw, el dios del cielo. Aleiah, la mujer que ayudaba a Nazima en los partos, apareció por la espalda de la matrona y, cogiéndole del brazo, le dijo:

      –Deprisa, te estaba buscando; ya viene.

      Las dos mujeres se abrieron paso entre la multitud bajo la lluvia y accedieron al interior de la cabaña. Aba, el padre de la criatura, estaba dentro; estaba exaltado y no paraba de chillar el nombre de Nazima. Cuando las vio entrar se dirigió rápidamente hacia ellas y comenzó a gritarle a su suegra:

      –¡¿Dónde estabas?! ¡Ya viene; date prisa!

      Nazima asintió con la cabeza y lo empujó al exterior de la cabaña con las palmas de las manos diciéndole:

      –Los hombres fuera; dejadnos con ella.

      Nazima cerró la puerta y observó la habitación. Al fondo y tumbada sobre un mullido colchón estaba Hafsah. Su aspecto era preocupante. Estaba empapada en sudor, y a pesar de las grandes contracciones que padecía apenas tenía fuerzas para quejarse. Nazima rápidamente ordenó a Aleiah que acercase el agua tibia al tiempo que le daba los paños que llevaba en las manos a Nmachi, la otra chica que las ayudaría en el parto.

      –Humedécelos en agua fría y pónselos sobre la frente –le dijo.

      Los gritos de Hafsah eran apagados. Nazima hizo un amago de sacar el ungüento que ella misma preparaba para el dolor. Las fuerzas de Hafsah eran escasas por lo que el dolor era de vital importancia; la necesitaba lo más despierta posible. Se acercó hasta ella y, acariciando sus mejillas, le dijo:

      –Todo saldrá bien, Hafsah; te necesito fuerte como siempre.

      El rostro de Hafsah desprendía un cansancio alarmante; aun así le contestó:

      –Me tendrás fuerte, madre –exclamó mientras agarraba con fuerza uno de sus brazos.

      Nazima se arrodilló frente a la ingle de su hija y exploró su bajo vientre con sus manos. Aleiah llegó con el agua tibia y comenzó a limpiarle la zona genital, que desprendía bastante sangrado. Colocaron paños limpios bajo su pelvis. Desde dentro se podían escuchar los cánticos del exterior entremezclados con la generosa lluvia. El dolor se hizo intenso y Nazima exclamó:

      –¡Ahora, Hafsah! ¡Ahora, mi leona! ¡Empuja! ¡Tu hija viene!

      «Tu hija viene». Aquellas palabras detuvieron el tiempo. Las pupilas Hafsah se dilataron. Su oído se agudizó y sus músculos se tensaron. Su madre había dicho «tu hija». Era la primera vez en todo el embarazo en la que su madre le revelaba el sexo de la criatura. En aquel momento, Hafsah se dio cuenta de que ella misma siempre había sabido que iba a tener una niña. Había hablado con ella cientos de veces, le había cantado todas las noches. Incluso juraría que había escuchado su voz. El sonido de la lluvia y de los cánticos llegó a sus oídos.

      Hafsah hizo un portentoso y sobrenatural alarde de fuerza emitiendo un tremendo rugido similar al de una leona. El estruendo de aquel rugido fue tal que acalló los cánticos de los que se agolpaban afuera. Dentro de la cabaña solo se escuchaba el caer de la lluvia. De pronto, el sonido de la lluvia se mezcló con el sofocado llanto de un bebé. Una lágrima cayó por las mejillas de Hafsah. Okoth había nacido.

      Nazima sostuvo al bebé ensangrentado entre sus manos, se lo cedió con cuidado a Aleiah y procedió a cortar el cordón umbilical que le unía a su madre. La joven lavó rápidamente a la niña y la arropó entre paños limpios de algodón. Nazima dio órdenes a Nmachi para que se apresurase a traer más paños limpios y otro cántaro de agua tibia. Hafsah sangraba abundantemente; su estado era preocupante. Nazima se acercó al rostro de Hafsah y la besó en la frente diciéndole:

      –Has tenido una niña. Una hermosa niña.

      –Quiero verla, madre –respondió Hafsah.

      Aleiah acercó al bebé y lo dejó entre los brazos de Hafsah, que cansada lloraba sin remedio al ver a su hija.

      –Madre, es preciosa. Sabía que eras una niña, nunca has dejado de decírmelo –musitó mientras besaba la frente del bebé.

      Acto seguido, le preguntó a Nazima:

      –¿Está lloviendo, madre?

      –Sí, hija mía; la lluvia ha vuelto con tu niña.

      –¿Cómo se llamará?

      –Su nombre es Okoth, hija mía. Nacida bajo la lluvia.

      –¿Okoth? Qué nombre más bonito, maame (madre). Qué ojos tan grandes tiene mi niña.

      –Sí, Hafsah; es preciosa.

      –Maame, me siento débil.

      –No te preocupes, es normal.

      –No, maame, sabes que no. Sabes que no aguantaré. Ahora deja de mentirme y prométeme dos cosas.

      –Dime, hija –contestó Nazima triste.

      –La primera es que le darás esto cuando cumpla cinco años –pidió Hafsah con llanto sosegado al tiempo que señalaba con de una de sus manos un hermoso pañuelo azul con bordados blancos simulando la lluvia que caía desde un cielo estrellado.

      –Lo haré, hija mía –contestó Nazima entre sollozos.

      –La segunda es que le hablarás de su madre todos los días, que le dirás lo mucho que la amo. Le contarás que yo siempre estaré con ella. Cada vez que vea una estrella. Cuando mire la luna. Cuando el sol la caliente. Pero sobre todo cuando la lluvia caiga. Dile que su madre está en la lluvia que ella trajo. Dile que nunca se rinda, que luche siempre y que no tema porque nunca estará sola; su madre siempre estará con ella.

      –Lo haré, leona mía.

      –Maame, no llore. Ahora la tiene a ella, y a mí siempre me tendrá. En la lluvia también.

      –Te amo, Hafsah.

      –Y yo a usted, maame. Cuide de mi pequeña Okoth.

      Los ojos de Hafsah se quedaron abiertos cuando la vida se le fue. De la base de sus pupilas cayó una última lágrima, del mismo modo que había caído aquella primera gota de lluvia. Nazima cerró los ojos de su amada Hafsah y, recogiendo con ternura al bebé, se dirigió a la puerta. Aleiah y Nmachi cantaban suavemente una vieja canción Ekoi.

      Cuando Aba supo la fatídica noticia de la muerte de Hafsah no quiso saber nada de la pequeña


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