La casa de Okoth. Daniel Chamero Martínez

La casa de Okoth - Daniel Chamero Martínez


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su nombre es Okoth; así lo quiso su madre antes de morir –respondió Nazima.

      –De acuerdo. Ahora solo te tiene a ti –contestó Aba resentido mientras se marchaba sin tan siquiera despedirse del cuerpo de Hafsah.

      Nazima abrió la puerta de la cabaña y, alzando a la niña, gritó a los aldeanos que allí se encontraban bajo la lluvia:

      –¡Es una niña; su nombre es Okoth!

      2. Primeros pasos

      La consternación por la muerte de Hafsah y la alegría por la vuelta de la lluvia junto con el nacimiento de Okoth se entremezclaron dando lugar a unos días grises como la lluvia que no dejaba de caer. Al tercer día, y tras los debidos rituales, tuvo lugar el sepelio de Hafsah. Según la costumbre Ekoi, las personas nos debemos a la naturaleza, que nos entrega el cuerpo y la forma en la que habitará nuestro espíritu por medio del dios del cielo, Obassi Osaw. Del mismo modo, la tradición dice que una vez muertos habremos de entregar nuestro cuerpo al dios de la tierra, Obassi Nsi, para que devolvamos a la naturaleza lo que ella nos prestó en su día y liberemos el alma, que volverá a los cielos. Para cumplir con este ritual es necesario que el cuerpo sea entregado a la tierra en el mismo lugar y en la misma parte del día en que fue dado. Hafsah nació en un cobrizo atardecer del verano de 1943.

      Aquella tarde del verano de 1943, Nazima, que estaba ya fuera de cuentas del embarazo de Hafsah, había salido de la aldea en busca de hojas de higuereta y de caña santa. Las primeras eran escasas, pero ella sabía dónde buscarlas; tenían un efecto medicinal que estimulaba la producción de leche materna en las mujeres recién paridas. Las segundas, las hojas de caña santa, eran más habituales, y preparadas en infusión podían aliviar los dolores menstruales. Nazima llenó hasta la mitad el fardo que portaba de hojas de caña santa; estaba a las afueras del poblado, pero no distaba mucho de él. Para las hojas de higuereta dejó la otra mitad del fardo; como eran más inusuales debía adentrarse en la selva para hallarlas. Y así lo hizo. Caminó entre la espesura en busca del ricino hasta encontrar las hojas de higuereta. La tarde estaba cayendo. Nazima recogió con delicadeza aquellas preciadas hojas una a una hasta llenar la otra mitad del fardo que portaba. Cuando estaba bajo el árbol recogiendo la última hoja escuchó un aullido a su espalda. Rápidamente, se dio media vuelta. Aterrorizada, descubrió que un numeroso grupo de hienas la observaba con una mirada voraz. Nazima se mantuvo quieta, intuyendo que cualquier movimiento podría ser mortal. Su instinto le decía que no debía mover músculo alguno. Las hienas se amontonaron y comenzaron a acercarse con paso cauteloso. De pronto una de las hienas aceleró el paso y las demás la siguieron. Nazima se giró hacia el ricino del que había cogido las hojas y se ocultó entre su ramaje. Las hienas rodearon el espeso y cerrado arbusto, intentando llegar hasta cualquier parte de su cuerpo. Pasaron unos minutos, la noche estaba a punto de caer y ninguna de las hienas había logrado hasta el momento alcanzar a Nazima. Pero ella sabía que era cuestión de tiempo que una de ellas lo lograse. Temía por la hija que estaba a punto de alumbrar. Su desesperación le aceleró el pulso y la respiración. Sabía que no tenía escapatoria, cuando de repente divisó dos puntos rojizos en el manto de oscuridad que se apelmazaba lentamente sobre la tarde. A tan solo unos metros, tras las hienas, algo los observaba fijamente. El tremendo rugido de la leona se escuchó en Okuni. Al escuchar aquel rugido, las hienas, aturdidas, comenzaron a moverse y a arremolinarse las unas contra las otras. Atemorizadas empezaron a emitir una especie de carcajada. La leona, impávida, avanzaba hacia ellas con paso firme. Nazima jamás había visto a un animal que desprendiera tanta solemnidad y fortaleza. La primera hiena que se abalanzó sobre la leona terminó rápidamente abatida entre las fauces de la poderosa mamífera. El resto del grupo de hienas rodeó a la leona. Una a una se turnaban para atacar y lograron herirla por la retaguardia. Entonces Nazima pudo contemplar como el felino se revolvía y enganchaba a otra de las fieras del cuello, y con un vigoroso giro partía el cuello de su segunda víctima. Volteó y lanzó a varios metros el cuerpo inerte de la osada hiena, para acto seguido volver a rugir. «Una a una acabaré con vosotras si es necesario» parecía querer decirles con el aquel rugido. Las hienas no tardaron en huir despavoridas. La leona se acercó a la ricina donde se resguardaba Nazima. La miró fijamente, con las fauces ensangrentadas. Nazima pudo ver que no albergaba hostilidad alguna hacia ella. Era como si el animal hubiera ido en su auxilio. En el de ella y en el de la hija que llevaba en el vientre. La leona se retiró unos metros. Nazima podía ver el encendido resplandor de dos grandes ojos en la oscuridad. No la temía, pues sentía que algo la conectaba a ella. Salió de entre el ramaje y a paso acelerado emprendió el camino de vuelta a la aldea. Presentía que las hienas la acosaban a lo lejos, pero cada vez que miraba a su espalda veía aquellos dos puntos rojos que la escoltaban en la distancia. Llegó a las puertas de Okuni protegida por la leona. Justo antes de adentrarse en la aldea, se dio media vuelta y volvió a ver la brillante mirada de la leona que la observaba desde la oscuridad. Ambas se miraron fijamente durante unos segundos hasta que finalmente el animal desapareció. Fue en ese momento cuando Nazima rompió aguas y parió a Hafsah. Sola a las puertas de Okuni, recién caída la noche. Cuando el bebé nació, su llanto rompió el silencio de la noche al unísono con un poderoso y cercano rugido. Los aldeanos, alertados, no tardaron en acudir al auxilio de Nazima. Llamó Hafsah a aquella niña en honor a aquel animal que les había salvado la vida, pues para ella ambos espíritus se habían fusionado.

      Y allí, a las puertas de Okuni, al atardecer, fue donde nació la ahora difunta Hafsah. Y del mismo modo allí, a la caída del sol, la iban a enterrar junto a la base de un resistente baobab, justo en el lugar donde había nacido treinta y seis años antes.

      Nazima lo dispuso todo para el funeral. Habló con Orji, el carpintero de la aldea, que preparó un magnífico ataúd de madera de agba o tola de una textura fina y un color paja pálida. La madera era de un duramen similar al de la caoba, una materia prima de calidad y bastante deseada por la escasez de cedro nigeriano en la zona. Aun así Orji no quiso cobrar por su trabajo. Había sido un gran amigo de Hafsah y para él era un gran orgullo hacerle ese último regalo a su querida amiga.

      Cuando Nazima llegó con el cortejo fúnebre al baobab junto al que iba a ser enterrada Hafsah, la mayor parte de los aldeanos esperaban allí para darle el último adiós a su hija. Los allí presentes portaban largos ramales secos de hojas de palma. Cuatro atriles de aceite de palma con un vigoroso fuego cada uno los rodeaban. Caía la noche cuando Abdalá terminó de oficiar la ceremonia religiosa. Las mujeres más jóvenes entonaban suavemente una canción Ekoi. Cuando se comenzó a dar sepultura al ataúd donde yacía el cuerpo, uno a uno los aldeanos prendieron las hojas secas de palma. El espíritu de Hafsah, al abandonar el cuerpo que le había sido dado por Obassi Osaw, debía regresar al cielo. El fuego que prendía las ramas de palma sería el encargado de recogerlo y guiarlo hasta el limbo. Nazima, afligida, sostenía a la pequeña Okoth en sus brazos. Su mirada, nublada por las lágrimas, estaba fija en aquel montículo de tierra que había quedado sobre el féretro de Hafsah. De pronto, algo le hizo desviar la mirada en la misma dirección en la que treinta y seis años antes despidió a la leona que le había salvado la vida. Allí estaba. Pudo contemplar el fulgor de una mirada rojiza en la oscuridad. Un tremendo rugido invadió la zona; todos quedaron enmudecidos y expectantes. La leona se acercó poco a poco, y cuando estaba a escasos metros se detuvo. Su mirada estaba fija en Nazima. El segundo rugido fue más intenso y prolongado si cabe. El animal resopló y se giró para volverse a perder en la oscuridad de la que había emergido. En ese momento Nazima supo que el espíritu de su hija Hafsah descansaba en paz.

      Durante los siguientes dos años, la vida en Okuni volvió a la normalidad. El recuerdo de Hafsah seguía presente. Eran muchos los rumores que agrandaban la leyenda que se había formado en torno a ella. Para algunos aldeanos, aquella leona vino a llevarse su espíritu, y contaban que Hafsah, reencarnada en ella, rondaba los alrededores de Okuni para protegerlos de todo mal. Incluso los había que juraban haber visto a la leona junto al baobab donde descansaba el cuerpo de Hafsah.

      Nazima se encargó del cuidado de la familia de su difunta hija. Aba, el viudo de Hafsah, tenía una actitud totalmente pasiva hacia sus hijas, en especial hacia Okoth, a la que menospreciaba constantemente por considerarla


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