La casa de Okoth. Daniel Chamero Martínez
joven Adwim levantó la cabeza y dijo:
–Lo siento, Okoth.
La pequeña Okoth, un poco asustada, hizo un leve aspaviento con la cabeza, como aceptando las disculpas de Adwim.
–Bien –prosiguió el profesor–; ahora tú, Ekón. Pídele disculpas a Adwim por tu agresión.
El joven Ekón, asombrado, le interpeló:
–¿Yo? Pero si ha empezado él.
–Nada justifica la violencia. Si quieres seguir aquí, pídele disculpas. Si no, márchate.
Ekón se quedó pensativo. Con la mirada clavada en la arena apretaba los dientes, fruto de la indignación que sufría. No entendía que aquel hombre le pidiera aquello. Tras unos segundos de reflexión, el profesor volvió a la carga:
–¿Entonces? ¿Te vas o te quedas?
Ekón levantó la cabeza y, mirando a Adwim, dijo:
–Perdón.
–Ahora daos la mano –dijo Aalim.
Ambos chicos se estrecharon la mano y se dirigieron hacia sus asientos. El profesor volvió a dirigirse a ellos:
–¡Un momento! A partir de ahora os sentaréis siempre juntos. Con Okoth.
Aquel día comenzó una verdadera y bonita amistad entre Okoth, Ekón y Adwim. Quizá fuese a ser breve, pero era verdadera.
3. Leyendas
El sol no había acabado de terminar de salir cuando Adwim, como todas las mañanas, corría entre las cabañas de Okuni en dirección a la choza donde descansaban Ekón y su hermana Okoth. Desde que Aalim, el profesor, les obligó a pedirse disculpas mutuamente y a sentarse juntos nació una amistad fuerte y sincera, y los tres niños se hicieron inseparables. Y así lo pensaba el pequeño Adwim mientras corría en busca de sus nuevos amigos.
Ekón descansaba abrazado junto a la pequeña Okoth cuando escuchó que algo golpeaba la puerta de la choza. Abrió los ojos y unos segundos después volvió a sentir el mismo golpe sobre la entreabierta puerta de la cabaña. Se incorporó sigiloso, e intentando no despertar al resto de la familia, se dirigió a la puerta. Cuando estaba próximo a la portilla de la choza percibió nuevamente aquel incesante golpeteo. Eran piedras, pequeñas piedras que empezaban a amontonarse sobre la base exterior de la puerta; así pudo verlo por la pequeña abertura que oscilaba suavemente, a causa de una leve brisa, entre la puerta y el marco. Ekón la abrió y, justo en ese momento, una piedra le golpeó. Tras un párvulo quejido, se echó las manos a la frente. Acto seguido apartó sus manos para ver si había algún resto de sangre en ellas, pero había sido un golpe minúsculo y no le había causado ninguna herida. Escudriñó el exterior de la choza y a pocos metros contempló a Adwim de pie tras un arbusto dispuesto a volver a hacer diana en su frente mientras reía. Ekón rápidamente le hizo un gesto con las manos para que parase y se mantuviese en silencio. Adwim asintió con la cabeza y Ekón le hizo señas para que esperase un momento mientras volvía a meterse en la cabaña. Una vez dentro, se fue abriendo paso entre la luz parda que entraba por una de las ventanas hasta llegar al lecho donde descansaba Okoth. Con una de sus manos tapó la boca de su hermana pequeña mientras con la otra la zarandeaba para despertarla. Okoth se sobresaltó, pero las manos de su hermano impidieron que hiciese ruido alguno.
–Vamos; Adwim ya está fuera esperándonos –le susurró al oído.
Okoth se incorporó y siguió sus pasos cautelosos hasta la puerta, donde lo esperaba Adwim.
–¡Vamos, ya está despierto! ¡Le he visto encendiendo el fuego de su choza! –exclamó Adwim.
–¿A dónde vamos? –preguntó Ekón.
–A espiar a Jábilo; vamos a ver a quién hechiza hoy.
Ekón y Okoth se miraron y sonrieron; les pareció una idea divertida. Los dos echaron a correr tras Adwim.
Cuando llegaron junto a la choza de Jábilo los tres se agacharon y ocultaron tras unas cajas que descansaban amontonadas a escasos metros de la cabaña del curandero. Los niños reían en silencio y se intercambiaban miradas de complicidad. De repente, la puerta se abrió. Era Jábilo, que portaba una especie de amuleto en sus manos. El curandero se puso de rodillas mientras agachaba el torso hacia el suelo al tiempo que susurraba un tipo de oración. Los pequeños contuvieron la risa y Adwim dijo en voz baja:
–Sssh…, creo que está rezando a Obassi Osaw, el dios del cielo.
–¿Y cómo sabes eso? –replicó Ekón.
–Porque cuando sale el sol el cielo despierta y entonces es cuando hay que rezarle a Obassi Osaw, que está en el cielo –contestó Adwim.
–¿Y cuándo se le reza a Obassi Nsi? –preguntó Okoth.
–No sé; supongo que cuando se hace de noche –repuso finalmente Adwim para estallar en una gran carcajada.
–¡Silencio, viene alguien! –lo interrumpió Ekón.
A escasos metros se podía divisar la figura de un hombre que se acercaba a la cabaña del curandero hasta situarse junto a él.
–¡Es Aba, vuestro padre! –dijo Adwim con asombro.
–¿Qué hace padre aquí? –se preguntó en voz alta Ekón.
–Le va a hechizar –sentenció Adwim.
–¡No digas eso! –replicó Ekón.
Jábilo terminó sus oraciones y se incorporó saludando y abrazando a Aba. Ambos mantuvieron una conversación, pero a los niños les era imposible escuchar con nitidez lo que decían. Finalmente, Jábilo invitó a Aba a entrar en la cabaña y la puerta se cerró.
–Parece que son amigos –no tardó en decir Adwim.
–Sí, lo son. Los veo juntos muchas veces, pero no sabía que venía cuando el curandero prepara sus hechizos y medicinas –dijo Ekón.
–Ese maldito Jábilo tiene la culpa de que vuestro padre no le haga caso a Okoth. Seguro que le está robando el espíritu. Deberíamos decírselo a Nazima –declaró Adwim.
Ekón permaneció callado y pensativo, y tras unos segundos se giró hacia Okoth y le dijo:
–Okoth, yo sí te quiero y siempre te querré. Nadie podrá robarme el espíritu y hacer que deje de quererte.
La pequeña Okoth sonrió y contestó a su hermano:
–Y yo a ti, Ekón. Y a ti también, Adwim –añadió.
–Vámonos. Vamos al río –dijo Ekón.
–¿Al río? –preguntó Adwim.
–Sí, al río, vamos a bañarnos –sentenció Ekón.
***
Habían transcurrido casi tres años desde la primera clase en la ribera del río Cross. Durante esos años y desde que Aalim, el profesor, les obligase a sentarse juntos, Ekón, Adwim y Okoth se habían hecho inseparables. Pasaban los días enteros jugando, bañándose en el río, trepando a los árboles o escuchando los cientos de leyendas que Nazima les contaba junto al pozo al atardecer. En cuanto a las clases, Aalim las seguía impartiendo fielmente todos los sábados. Los avances de los niños empezaban a dar sus frutos. La pequeña Okoth destacaba poderosamente por sus constantes avances y su interés desmesurado. Así es que, con casi cinco años, Okoth ya había superado a otros niños de mayor edad y era capaz de leer y escribir. Aquella mañana en que los niños corrían a bañarse a las aguas del río Cross era sábado y Aalim acudiría como era habitual a darles clases junto al río, pero ese sábado era especial. Era 1 de septiembre de 1984; Okoth cumplía cinco años.
Tan pronto