Memoria y paisaje en el cine japonés de posguerra. Claudia Lira Latuz
sobre la cola del tigre (1945). Otras muchas se vieron mutiladas. Como ejemplo elocuente, se prohibió la exhibición del documental Nihon no higeki (La tragedia japonesa, 1946), producido por una voz crítica: Akira Iwasaki, y dirigido por Fumio Kamei a partir de un guión original de Yoshima Yutaka.
Toho en llamas
Desde el Cuartel General de las Fuerzas Aliadas se impuso la organización de sindicatos obreros en cada productora. Sin que fuera algo premeditado, esta actuación favoreció la dinámica de sectores vinculados con el Partido Comunista Japonés que, una vez organizados, no tardaron en mostrarse activos. A partir de este momento, la exigencia de cambios y mejoras empresariales provocó frecuentes conflictos laborales.
El caso más grave se fraguó en el seno de la compañía Toho, cuyo sindicato había virado hacia la izquierda mucho más de lo que hubieran supuesto las autoridades americanas. Y, una vez activados sus mecanismos, resultaban muy difíciles de controlar. En concreto, el sindicato del estudio exigía participar activamente en la administración de la empresa. Pero, al hacerse caso omiso a sus peticiones, sus portavoces convocaron enérgicas medidas de presión. Y no fueron escasos sus resultados: en 1946 se logró que cada producción Toho precisara del consentimiento del sindicato. De este modo, todos los proyectos de la firma eran acordados por sus gerentes, en compañía del director, el guionista y los representantes del sindicato. Como es de suponer, no era fácil poner a todos de acuerdo.
La nueva situación laboral, alentada por el impulso dado a los movimientos sindicales, fue origen de numerosas fricciones, algunas de las cuales fueron particularmente graves. No tardaron en rodar cabezas. En particular, la permisividad de Conde con los sectores más izquierdistas del gremio cinematográfico provocó que fuera destituido un año después.
Pero tal destitución no pudo impedir que los conflictos se agudizasen. Recuperemos el caso de Toho, cuyo sindicato tiene fuerza hasta para participar en la producción de las películas y casi llega a tener a la empresa en sus manos. En la primavera de 1947 parte de la plantilla del estudio, abrumada por el poder del sindicato, decidió emanciparse. Así fue cómo el estudio se escindió y de la separación nació una nueva compañía: la llamada Shin (nueva) Toho, cuya actividad se mantuvo hasta 1961. A su vez, los directivos de la Toho reaccionaron, purgando el estudio de cualquier brote considerado como infeccioso. Y contrataron un nuevo plantel de profesionales. Entre ellos, figuraban dos de los grandes: Akira Kurosawa y Mikio Naruse, y otros nombres de prestigio, como Shiro Toyoda.
Pese a estas medidas cautelares, la atmósfera del estudio se volvía irrespirable: entre 1945 y 1948 la Toho sufrió tres huelgas sucesivas, a cuál más violenta, lo que repercutió muy negativamente en su producción. En 1946 la compañía solo había producido trece películas, en vez de las veinticuatro inicialmente previstas, y sufría pérdidas continuas de capital. Es más, a partir de 1947 buena parte de la plantilla propone la realización de películas de marcado tono izquierdista. No es menos cierto que, tal vez a causa de estos impulsos, fue precisamente en Toho donde se realizaron algunas de las películas pro-democráticas más representativas de la posguerra: Waga seishun ni kuinashi (No añoro mi juventud, Akira Kurosawa, 1946), Joyu (La actriz, Teinosuke Kinugasa, 1947), o Sensô to heiwa (La guerra y la paz, Satsuo Yamamoto y Fumio Kamei, 1947), en la que se reconocía, por primera vez en una película japonesa, la injusta ocupación de China y los delitos allí cometidos por el ejército japonés.
Sin embargo, estos buenos resultados artísticos no bastaban para apaciguar las tensiones. Puestos a corregir la conflictiva situación doméstica, en 1948 la dirección trató de despedir a un cierto número de sindicalistas disidentes. Pero la medida no hizo sino provocar una nueva huelga, más violenta que las anteriores, y que los miembros del sindicato se sublevaran, llegando a ocupar los estudios, donde se atrincheraron durante 195 días. Para desalojarlos, tuvieron que intervenir conjuntamente la policía japonesa y el ejército norteamericano, armados con tanques, vehículos blindados y hasta con aeroplanos. Finalmente, los estudios fueron tomados; los alborotadores, detenidos, y los líderes del sindicato, expulsados de la Toho.
Este grave incidente arrastró otras consecuencias. El ejército americano se tomó el asunto muy en serio, al temerse que el brote de insurrección laboral en Toho podría ser el preludio de un generalizado movimiento revolucionario izquierdista, amparado por el Partido Comunista Japonés. De manera que decidieron cortar por lo sano y dar un escarmiento ejemplar. De este modo, se purgaron los estudios de todos los elementos subversivos o sospechosos. En particular, Toho despidió a trece trabajadores; Shôchiku a sesenta y seis, y Daiei a treinta.
Como es de suponer, durante este periodo turbulento apenas se produjeron películas. Y la mayoría de ellas se orientaban hacia las directrices prodemocráticas que imponía el SCAP. En Shôchiku durante esta temporada contaron con la presencia de Kenji Mizoguchi, quien durante estos años de transición filmó algunas de las producciones más representativas de los años MacArthur: Utamaro o meguru gonin no onna (Cinco mujeres alrededor de Utamaro, 1947), uno de los primeros jidai geki tras la ocupación; Yoru no onnatachi (Mujeres de la noche, 1948), en la que se denunciaba la situación opresiva de la mujer. Esta película se sitúa, dentro del catálogo mizoguchiano, entre la muy expresiva Josei no shori (La victoria de las mujeres, 1946), y la no menos reivindicativa Waga koi wa moenu (Llama de mi amor, 1949), en la que se homenajeaban los orígenes del movimiento feminista en Japón (Santos, 1993, pp. 74-77).
Al cobijo del temporal
A partir de 1949 empieza a recuperarse la producción y se realizan películas importantes, como Nora Inu (El perro rabioso), de Akira Kurosawa. Pero este año supone, además, el comienzo de una etapa de plenitud de Yasujirô Ozu. Tras ser liberado del campo de concentración en que había sido recluido tras la guerra, este último director pudo regresar a su país. Allí prosigue su andadura en el género shomin-geki (películas sobre gente corriente) con Nagaya shinshiroku (Historia de un vecindario, 1947) y Kaze no naka no mendori (Una gallina al viento, 1948). El reencuentro con su guionista predilecto, Kogo Noda, dará un nuevo y decisivo impulso a su obra. Aquel mismo año de 1949 realiza Banshun (Primavera tardía), que merece figurar entre sus grandes obras maestras. Al año siguiente Akira Kurosawa dirige Rashômon (1950), un hito fundamental en el desarrollo de la cinematografía japonesa, y el comienzo de su proyección internacional.
Habría de confundirse quien considerara el “efecto Rashômon” como un caso aislado en una cinematografía que ya daba muestras de un vigor extraordinario, y en la que el tejido industrial se hallaba perfectamente consolidado. Conforme a la nueva organización empresarial, prácticamente la totalidad del mercado japonés fue dividido entre cinco grandes productoras: Toho, Toei, Shôchiku, Daiei y Shin Toho. Respetando los principios de su propio país, las fuerzas de ocupación americanas velaron para evitar tendencias monopolizadoras entre las grandes compañías. Sin embargo, las medidas proteccionistas no pudieron impedir que se cerraran algunas pequeñas empresas. En compensación, la pionera Nikkatsu fue resucitada en 1953.
Cada uno de los grandes estudios competirá mediante diversas estrategias comerciales. En estos momentos la productora Daiei, bajo la dirección de Masaichi Nagata, comienza una exitosa andadura que culminará con numerosos premios en festivales internacionales. Por su parte, Toho se convierte en la principal productora de películas de época. La entrañable Shôchiku sobrevive gracias a sus populares dramas familiares y comedias domésticas. Sin embargo, cuando el filón parecía agotado, encuentran nuevas posibilidades en el cine de yakuzas.
De este modo, la recuperación de la industria cinematográfica fue asombrosa: en 1946 fueron realizadas 69 películas que se exhibían en las 1.137 salas con que contaba el país. Solo cuatro años después, la cifra había ascendido a 215 largometrajes, mientras que en 1953 (el año de Cuentos de Tokio y Cuentos de la luna pálida) se llegaba a 302. En 1960 se alcanza la cifra redonda de 555 títulos, que iluminaban las más de seis mil salas repartidas por todo el archipiélago. Desde ese momento, la producción decae, para estabilizarse a principios de los años ochenta en alrededor de los trescientos títulos anuales (Tessier, 1990,