Memoria y paisaje en el cine japonés de posguerra. Claudia Lira Latuz
de los grandes estudios.
Fruto de esta efervescencia, una nueva generación de cineastas comienza a emerger. Durante esta década convivirán los clásicos (Mizoguchi, Ozu, Naruse) con los jóvenes que les tomarán el relevo. Entre ellos, además del gran Kurosawa, es imprescindible recordar nombres como Keisuke Kinoshita, Kon Ichikawa, Kaneto Shindo y Tadashi Imai. Con ellos destaca una nueva generación de estrellas que sustituyen a las de décadas anteriores: Hideko Takamine, Toshiro Mifune, Masayuki Mori, Machiko Kyo. En el caso de Ozu, se suman nuevos rostros a los ya conocidos en sus películas anteriores: Setsuko Hara es, sin dudas, la incorporación más importante. Pero asimismo intervendrán en sus películas otros actores jóvenes que se consagrarán en sus películas: Chikage Awajima, Keiko Kishi, Ineko Arima, Haruko Sugimura o Kuniko Miyake, entre las actrices, y Shin Saburi o Keiji Sada en la representación masculina. A todos ellos se suma el incombustible Chishû Ryu, quien venía acompañando a Ozu desde los inicios mismos de su carrera.
Todos los estudios, que financieramente se veían respaldados por el enorme mercado interior, dieron a los cineastas un grado de libertad insólito hasta la fecha. Por primera vez, los estudios alentaban nuevos proyectos. Se favorece la realización de nuevos géneros y nuevos modos de hacer cine. Por citar un ejemplo representativo: el haha-mono, o películas de madres, tan habituales en el cine anterior a la derrota, se vio reemplazado por el tsuma-mono, o películas de esposas. Las convenciones de ambos géneros son similares, pero no dejamos de observar que en estos momentos la esposa reemplaza a la madre en el protagonismo dramático, acusando su mayor importancia en la sociedad posbélica. Cabe añadir el relevo generacional en las propias salas oscuras: la mayor asistencia a las mismas corresponde a las nuevas espectadoras, a la sazón novias o esposas, que suelen asistir al cine acompañadas de amigos o parejas.
Además de reciclar viejos géneros, se llegó a transitar otros nuevos: el kaiju eiga (cine de monstruos nucleares) sería el más notable. Y las nuevas películas aún se permiten incorporar la sátira de instituciones venerables, lo que anteriormente hubiera sido mal visto. Así, la autoridad patriarcal, las prostitutas o los rancios códigos de honor feudales se vieron filtrados por el tamiz satírico.
Saigô Takamori ante los niños perdidos. Coda
La suerte de Japón y de su cine se ejemplifican perfectamente en Historia de un vecindario (Nagaya shinshiroku), dirigida por el maestro Yasujirô Ozu en 1947. A lo largo de esta crónica de incertidumbres y de miseria son frecuentes las imágenes de niños errabundos, sin tutela: caminan sin rumbo fijo en pos del padre perdido; pescan a orillas del río Sumida, donde se reúnen para jugar al tiempo que se procuran subsistencia (Santos, 2005, pp. 362-364). Aunque sea este el único ejemplo que brinda la filmografía de Ozu, Nagaya shinshiroku es una de las muchas películas que, sobre niños huérfanos y desamparados, se rodaron en el Japón de posguerra, y que a duras penas superaron el escrutinio del censor (Hirano, 1992, p. 74).
Sin aludir de manera explícita al conflicto —por razones obvias de censura—, son numerosos los indicios que dan cuenta de una situación de grave penuria posbélica. No es difícil hallar vínculos con el paisaje urbano y con situaciones dramáticas próximas al Neorrealismo. Los niños abandonados o huérfanos, y su difícil supervivencia, nos remiten a los clásicos italianos como El limpiabotas (Vittorio de Sica, 1946) e incluso Ladrón de bicicletas (id., 1948) o Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1947). También Hiroshi Shimizu filmó durante estos años una conocida película sobre los huérfanos de guerra: Hachi no su no kodomotachi (Los niños de la colmena, 1948). Todos estos largometrajes comparten el sentimiento de piedad hacia los pequeños desamparados que, en la película de Ozu, se refugian bajo la mirada atenta del último samurai.
Imágenes 1.1, 1.2, 1.3. Monumento a Saigô Takamori en el Parque Ueno, Tokio. Historia de un vecindario (1947).
Héroe romántico para algunos, parangón de los valores más reaccionarios y belicosos para otros, Saigô Takamori (1827-1877) es uno de los héroes históricos que han alimentado la cultura popular japonesa. Los niños perdidos se congregan en torno al monumento consagrado al paladín, defensor de unos valores que ya se saben anacrónicos y perseguidos. En la suerte de estos muchachos sin rumbo, resignados a su miseria, se reconoce el futuro incierto que se abre sobre el país derrotado y también sobre su cinematografía. Ajeno al devenir de los tiempos, el héroe permanece hierático y vigilante desde el pedestal, amparando con su autoridad moral a los infelices que solicitan su protección. Los niños sin hogar son protagonistas de un nuevo relato que se abre ante un pueblo derrotado que no tardará en resurgir de las cenizas, reconciliando por fin los antiguos valores con las exigencias de una nueva sociedad pujante, moderna y democrática. Los niños perdidos a la sombra de Saigô: memoria y paisaje del cine japonés tras la guerra. Batidos por la historia, al cobijo del temporal.
2. Autonegación, memoria y espacio en el cine de Kijû Yoshida1
Ferran de Vargas
La historia es una invención y la realidad suministra los elementos de esa invención. Pero no es una invención arbitraria. El interés que suscita se basa en los intereses de quienes la cuentan; quienes la escuchan pueden reconocer y definir con mayor precisión sus propios intereses y el de sus enemigos. […] Solo el verdadero ser de la historia proyecta una sombra. Y la proyecta en forma de ficción colectiva. (Enzensberger, 2018, p. 14)
Introducción
Durante las primeras tres décadas tras el final de la Segunda Guerra Mundial se fue desarrollando en el seno de la izquierda japonesa una corriente política cuyo paradigma de pensamiento se articulaba a través de una valorización de la subjetividad (shutaisei) entendida en términos existencialistas. Se trataba de una subjetividad basada en el autocuestionamiento del sujeto, en la acción por encima de los grandes relatos ideológicos, y en un escepticismo respecto a la modernidad y la concepción acrítica del progreso histórico.
Durante los diez primeros años de posguerra, el desarrollo de esta corriente se fraguó tenuemente en el seno del Partido Comunista de Japón (PCJ), en oposición al autoritarismo de su dirección, y acabó desembocando en la ruptura del partido a mediados de la década de 1950, dando nacimiento a lo que se conocería como Nueva Izquierda japonesa2. A partir de entonces, la conciencia subjetiva y existencialista en el ámbito del activismo político se fortaleció hasta llegar a su apogeo entre 1966 y 1971 durante la conocida como “época de la política” (Furuhata, 2013), cristalizando en la significación del concepto de “autonegación” (jiko hitei), ampliamente utilizado en los sectores más libertarios del movimiento estudiantil y del movimiento contra la Guerra de Vietnam para expresar la necesidad de luchar, en cierto sentido, contra uno mismo en tanto parte integrante del sistema, como forma de luchar contra el sistema en su conjunto.
Esta transformación cognitiva del activismo político tuvo su reflejo en las producciones culturales, especialmente en el mundo del cine a través de los directores de la denominada Nûberu Bâgu3. Uno de los realizadores más destacados de esta corriente fílmica de finales de la década de 1960 fue Kijû Yoshida, quien desarrolló su propia teoría de la autonegación aplicada al cine. En sus películas de esa época Yoshida cuestionaba radicalmente la legitimidad de transmitir a través del cine relatos aparentemente objetivos y mensajes conclusivos. Pretendía dar rienda suelta a la subjetividad del espectador, negándose a sí mismo