De viento y huesos. Charlie Jiménez
—Carmen… —Álex contuvo el llanto. Seguía sin poder ver a su mejor amigo postrado en una cama.
—Lo sé, Álex. Lo sé. —Carmen abrazó de nuevo a Álex. Por momentos, su porte parecía resquebrajarse—. ¿Me acompañas a la cafetería? Creo que nos vendrá bien una taza de café. Kovak, necesito despejar un poco la mente, estoy algo mareada, ¿te importa quedarte unos minutos con Mario?
—No hay problema. Si veo cualquier cambio os llamo al móvil. Por cierto, ¿no estaba Blanca contigo?
—Sí, pero se ha ido a casa a descansar… Estaba agotada —contestó—. Gracias, Kovak, no tardaremos.
Kovak analizó el rostro de Mario. Habían compartido un pasado, crecido juntos, y ahora no podía creer que ese rostro que había visto tantas veces en su vida se mostrara sereno y en paz. ¿Dónde estaba la sonrisa? Kovak se sentía triste, quería ver ese rostro con los ojos abiertos y esos dientes tan perfectos de los que tanto presumía.
Estaba resultando uno de los peores días de su vida. El hombre de pelo castaño recordó momentos que había vivido a su lado. Desde parvulitos habían congeniado. Ver a Mario en ese estado solo le producía rechazo. Era como habérsele roto una pierna o un brazo. Una parte muy importante de su ser. Pero lo que tenía roto era el corazón por escuchar el monótono pitido de aquella máquina que monitorizaba su actividad cardíaca. Es como si respirara al mismo compás, siguiendo unas pautas que no se regían en este mundo, sino que pareciera estar atrapando entre el mundo de los vivos y los muertos. Una sintonía inalcanzable para él, que por momentos resultaba iracunda, o poco convincente. Su figura se difuminaba entre el presente o el pasado. En ese momento recordó cuánto lo había echado de menos, y se maldijo por no haber estado a su lado en los momentos previos al intento de suicidio. Kovak no consentía que su amigo estuviera en aquel limbo personal. Era muy injusto. La sangre recorría todas sus venas, pero la impotencia frenaba cualquier orden que su cerebro diera.
Sus vidas se habían entrelazado de tal manera, que parecía imposible que la persona que había compartido tantas aventuras con él, estuviera postrado en esa cama. Parecía más bien otra persona distinta. El Mario que él recordaba se podría dibujar como atlético, dicharachero y unos rizos dorados perfectos. Todo aquello parecía emborronado en aquel lugar. Incluso el aire parecía cargado. El sufrimiento podía respirarse con cierta soltura. Pero lo peor no era eso, sino que, aunque Mario despertara del coma, no podría volver a caminar. ¿Qué haría entonces? Estaba claro que Kovak siempre estaría a su lado, al fin y al cabo, siempre había sido su amigo y siempre lo sería, pero lo que veía entre las sábanas de esa cama le compungía el corazón. ¿Qué atrocidad le habría pasado por la cabeza para cometer un intento de suicidio? Kovak nunca había notado nada extraño. No era la clase de persona que tomaba ese tipo de decisiones. ¿Quitarse la vida? ¿Mario? Era su principal fuente de apoyo, siempre había estado para él, sobre todo en los momentos en los que Kovak se sentía más inseguro de sí mismo. Mario se las ingeniaba para realzar sus aptitudes. Así es como su amigo aprendía a sobrevivir contra su timidez. Pero para Kovak, que Mario se quitara la vida significaba que había algo de él que no conocía, que le había ocultado algún secreto del que no estuviera orgulloso. En realidad, en aquel momento le fue imposible reconocerlo.
Rezó en silencio para que Mario despertara. Tenía tantas preguntas… Todavía recordaba aquella vez en la que su amigo abandonó la isla apresuradamente para mudarse a Barcelona. Le prometió una charla. Habían dejado temas pendientes, pero ahora mismo esa charla estaba lejos de realizarse.
Kovak se puso a hablar consigo mismo durante unos minutos. Después se preguntó que por qué no dialogar directamente con Mario. Sabía que no le contestaría, pero ¿lo escucharía? Necesitaba desahogarse.
—Mario, ¿qué has hecho? ¿No ves que no puedes hacer esto? ¿No has pensado en la gente a la que le importas? ¿Qué ha sido tan importante como para que pienses que quitarte la vida era la mejor solución?
Era cierto. Kovak pensaba que el acto de suicidio había sido muy egoísta por su parte. Aunque claro, Carmen poseía una carta que aclaraba cualquier circunstancia. Por supuesto, él desconocía este dato. La única que compartía aquel secreto era Blanca. Lo que le preocupaba realmente a Kovak es que no pudiera volver a contar con Mario como lo hacía antes. Y si lo hiciera, ya nada sería igual. Le entristecía imaginar a su amigo en una silla de ruedas, pero le producía más dolor imaginárselo en estado vegetativo. La muerte era una variante a tener en cuenta.
—¿Qué haríamos sin ti? —continuó Kovak—. Sabes que Álex, desde que sale con Carlota, se ha vuelto un casero. Apenas hacemos planes. También es cierto que últimamente tampoco te apetecía quedar… Pero nunca sospeché que te sentías tan mal… Mario, ¿por qué no me lo dijiste? Podría haberte ayudado.
Kovak comenzó a sospechar lo absurdo que resultaba hablar con una persona en coma. Pero la terapia que estaba usando, le funcionaba. Ahora podía decirle todo lo que siempre había pensado de él. Lo que pensaba de su amistad. Recordó la infancia a su lado, las clases que habían compartido. Las risas al sacarle motes a los profesores. Las lecciones que habían aprendido tras los castigos. E incluso aprendieron a compartirlos cuando hacían pellas. Después recordó las escapadas a la montaña, a la playa. Esas excursiones que, con los amigos que tenían en común, le reportaban tanta paz.
Haciendo retrospección sobre su pasado, no pudo evitar recordar una anécdota en la que Mario estaba involucrado. Se trataba de uno de sus primeros ligues, Catalina, una chica que le hizo soñar con el amor y con quién llegó a perder la virginidad. Con ella tanteó todos los terrenos carnales, así como fantasías adolescentes. Catalina fue la primera relación seria que tendría, pero no era de ella de quien se enamoraría.
Kovak sonrió.
—¿Te acuerdas de Catalina? —asintió para sí mismo—. Sí, ¿verdad? Menudas tetas que tenía… Creo que nunca te agradecí lo suficiente lo que hiciste por mí aquel día.
PASADO
Mario y Kovak habían quedado en el bar de siempre para tomar unas cañas. Esas cañas, con el paso de las horas se convirtieron en tercios y después en jarras. Ambos eran jóvenes, con veinte y veintiún años, respectivamente, así como las hormonas revolucionadas. Ese verano fue uno de los más calurosos que se recordaban en Mallorca.
Kovak comenzó a divagar una vez le pegó el primer sorbo a la tercera cerveza.
—Joder, qué buena está —dijo, mientras se le dibujaba un bigote de espuma.
—¿De quién hablas? ¿De la tía que acaba de pasar o de la cerveza? —comentó Mario con guasa.
—Mario, tío, ¿cómo puedes tener siempre el radar activo?
—No sé, no puedo evitarlo. —Le quitó importancia.
—Pues mira, precisamente de ese tema quería hablar contigo.
—¿De cervezas? —preguntó Mario con ironía.
—No te hagas el sueco conmigo, mamón. —Rio Kovak—. Necesito ayuda con una tía.
—Eso está hecho. ¿Está buena?
—Siempre. La conocí hace unos días en clase de interpretación. Es morena, ojos verdes…
—Para, para, que a ver si me la voy a imaginar y luego no voy a poder quitármela de la cabeza.
—En fin —continuó Kovak, que no le dio importancia a la interrupción de su amigo—, me gusta mucho y no sé cómo lanzarme.
—Dile que se apunte este finde a la excursión —propuso Mario.
—¿Tú crees? ¿No es muy atrevido?
—¿El qué? ¿Que se venga a una excursión? Sí, mucho… —contestó Mario irónico—. Vamos, Kovak, que es una excursión. No la estás invitando a un fin de semana en un albergue en la montaña. Además, si coges la iniciativa le demostrarás que tienes interés en conocerla. Las excursiones