De viento y huesos. Charlie Jiménez

De viento y huesos - Charlie Jiménez


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También se hace pasar por una persona que no es. Vale, es tímido y a veces le cuesta dialogar, pero detrás de eso existe una de las mejores personas que conozco. Hemos crecido prácticamente juntos. Desde parvulitos, y ¿sabes qué? Siempre me ha apoyado en todo. Ha sido el primero que ha ofrecido su ayuda siempre que lo he necesitado. Kovak es una persona amable, cariñosa, simpática, agradable… El problema es que esconde su gran corazón.

      —¿Por qué crees que hace eso? —preguntó Catalina, que no sabía realmente qué contestar.

      —Porque se siente incompleto. No está cómodo consigo mismo porque cree que le falta algo. Por eso necesita ser otra persona. Lo que ves ahora, es el reflejo de lo que le da miedo. Y cuando algo le llama la atención se muestra tal que así.

      —¿Qué es lo que le da miedo? —Mario mantenía toda la atención de Catalina.

      —Vamos, ya lo sabes —dijo quitándole importancia.

      —De verdad que no. Cuéntame.

      —Mientes, creo que sabes perfectamente de lo que hablo.

      Claro que lo sabía, pero cuando una persona descubre que otra se siente atraído por ti, prefieres mil veces a que te lo digan. Catalina no era ninguna excepción. Es como resolver un enigma incompleto. Cuando descubres el resultado, lo demás deja de tener tanto sentido.

      —¿Crees que le gusto a Kovak? —preguntó Catalina sorprendida.

      —Bueno, es una forma de verlo. Solo sé que Kovak es una gran persona. Una persona que nunca falla, que siempre está ahí cuando lo necesitas. Es más, siempre lo demuestra. No sabes la de veces que me ha salvado el cuello.

      —¡Cuenta, cuenta! —Mario notaba el ansia de Catalina por saber más sobre su amigo.

      —Cuando hacíamos pellas en el instituto, Kovak asumía casi siempre la responsabilidad. Él sabe que la situación en casa de mis padres es algo complicada, creo que en parte lo hacía por eso, para que no tuviera problemas con mi familia. Lo he llevado por el mal camino, no tengo perdón. Pero él… Siempre lo ha hecho voluntariamente, nunca le he pedido nada. En cuanto puede me salva el culo. —Rio.

      —Vaya… —dijo Catalina casi en un susurro.

      Los chicos pararon de nuevo para beber agua de sus botellas y termos. Mario le dejó unos minutos a solas para que asimilara la información que le había dejado caer. Quería que sus palabras volaran, como lo hace un papel al viento, y calaran en su imaginación. Cuando creyó que ya había pasado el tiempo necesario, retomó la conservación.

      —Otras de las cosas buenas que tiene, es que suele prestar atención a todo lo que dices. Y hablamos de Kovak, una persona despistada de por sí. —Rio.

      —Es como un superhéroe. —Sonrió Catalina.

      Los jóvenes se quedaron un rato en silencio, meditando. Tanto hablar durante la subida a la montaña los había dejado exhaustos. No obstante, a Mario todavía le quedaba algo por decir.

      —Es más que un superhéroe. Es una persona maravillosa. —Mario notó un brillo especial en los ojos de Catalina. ¿Estaría emocionada? Algo le decía que sí—. Anda, ve a hablar un rato con él, que nos está mirando con cara de cordero degollado.

      Mario no solía adular tanto a las personas. Más bien esperaba a conocerlas en profundidad para dar su veredicto. Con Kovak siempre hacía una excepción, ya que solía necesitar este tipo de ayudas debido a su timidez. La charla no había sido espontánea, sino meditada.

      Catalina no tardó en posicionarse a la misma altura de Kovak. Mario continuó en silencio por el camino durante un buen rato y no podía parar de sonreír. Todos los compañeros del grupo hacían inciso sobre las vistas que la excursión les estaba obsequiando. No solo el sendero era ya de por sí paisajístico; las vistas desde la loma de la montaña eran impresionantes. Desde aquel lugar se podía contemplar la suave niebla matinal que bañaba la superficie de la isla. Los poblados estaban cubiertos de una capa blanquecina en la que solo se asomaban torres rurales y campanarios. Alrededor de la explanada, la montaña se pronunciaba perpendicular para dejar al descubierto sus bosques llenos de encinas, garrigas de acebuche y pinos. Tras media hora más de subida llegaron a los restos del castillo de Alaró.

      Antes de nada, los chicos dejaron sus mochilas para descansar. El castillo tenía una verja para que nadie pudiera acceder al recinto, pero se las ingeniaron para poder sortearla por debajo y consiguieron entrar. Ya desde lo alto de la atalaya contemplaron una de las más majestuosas vistas de la isla de Mallorca. A lo lejos podían divisar las bahías de Alcudia, la de Palma y la Sierra de Tramontana. Y el mar… cómo brillaba ese mar azul. Muchos de los chicos se ponían la mano a modo de visera dado que el sol mostraba todo su esplendor. No era de extrañar, pasaban las dos de la tarde y el sol apretaba. Decidieron reponer fuerzas con un buen bocadillo y bebidas refrescantes, momento en que Mario aprovechó para contar la historia del castillo.

      Les explicó cómo esa fortificación, construida por los Rum —antiguos cristianos descendientes de los romanos—, tenía como principal finalidad defenderse de los piratas y las razzias de la Alta Edad Media y cómo resistieron ocho años y seis meses bajo asedio musulmán en la plaza. También les narró lo ligados que estuvieron Cabrit y Bassa, dos mártires a medio camino entre la historia y la leyenda que defendieron el castillo cuando las tropas catalanas del rey Alfonso III de Aragón ocupó la isla de Mallorca, mientras ondeaban la señera de Jaume II de Mallorca. Esa era la parte histórica. De la mística se decía que el mismo rey Alfonso dirigió el asedio personalmente y ordenó la entrega del castillo a Guillem Capello (llamado posteriormente Cabrit) y a Guillem Bassa, en calidad de defensores. Más tarde, en un diciembre de 1285, el rey Alfonso III de Aragón (coronado recientemente por la muerte de su padre), ordenó quemar vivos a los defensores como si fueran cabritos. De ahí que el seudónimo de Guillem Capello pasara a ser «Cabrit». Mas tarde se produciría la excomunión del rey. A Mario le gustaban las metáforas. Cómo la historia cambia drásticamente en cuestión de años. Quería contar aquella historia, porque a estos dos defensores que dieron su vida por Mallorca, les venerarían como santos siglos después. Sant Cabrit y Sant Bassa.

      Esa historia no dejaba indiferente a nadie. No era la primera vez que Mario visitaba el castillo y tal y como él pensaba, era todo un privilegio poder contar parte de la historia a sus amigos. Siempre le habían apasionado las ruinas. Tenía una especial fascinación por cualquier habitáculo derruido. Le encandilaba pensar en toda la historia contenida que pudiera tener cada piedra. Por eso investigaba en su tiempo libre, que no era precisamente mucho. Ser camarero tenía sus contras, era un trabajo muy sacrificado, y eso Mario lo sabía. Las horas libres las aprovechaba yendo a correr, estudiar, o leer cualquier artículo sobre civilizaciones perdidas e incluso traducir textos que encontraba por Internet para saber más sobre ellas. Una de tantas pasiones que le gustaba compartir con los suyos.

      Para Kovak ya era habitual escuchar aquellos pequeños relatos. No le sorprendían, pero admiraba la forma en la que Mario se explayaba. Las historias de su amigo siempre habían sido de su agrado. Es más, aprendía mucho con él. A veces envidiaba su intelecto. Mario lo tenía todo: atractivo, carismático, simpático, inteligente, esbelto, con presencia, buena forma física, exitoso entre las mujeres… Esos pensamientos confundían mucho a Kovak. En ocasiones, no se trataba solo de envidia, sino más bien, de fascinación. Quería a su mejor amigo con todo el corazón.

      Aprovechó un descuido de Catalina para acercarse hasta Mario que estaba contemplando el mar a solas mientras comía unas Quelitas, galletas tradicionales de la isla.

      —Mario, no sé lo que le habrás contado a Catalina, pero no para de hablar conmigo —le confesó a su amigo.

      Mario le hizo una señal para que se sentara a su lado.

      —Decir, lo que se dice decir, no le he dicho mucho. Solo le he contado cómo eres, porque si tiene que esperar a que se te pase el tembleque del labio cada vez que lo intentas, puede morirse sentada.

      —Tío, no te pases. —Kovak le pegó un empujón—. Sabes mi problema con las chicas.

      —Solo


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