Bell: La vida es puro cuento. P. S. Brandon

Bell: La vida es puro cuento - P. S. Brandon


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nadado por media hora, pero no quiero salirme del agua. Tiene la temperatura ideal, es cristalina y puedo ver los bancos de peces que van nadando de un lado a otro. De hecho, he visto una raya y una estrella de mar. Yo quería tomarla, pero un guardavida del hotel me ha pedido que no. Obedezco a su petición y me da tristeza, pues no he podido tomarle una fotografía, ya que mi celular se ha quedado cargándose en mi habitación.

      Tampoco he revisado los mensajes y no sé si Brandon ya vio mi mensaje de buenos días. No he podido hablar por llamada con él estos días, menos lo he visto por videollamada, más que rápidos mensajes de WhatsApp y las fotografías que nos mandamos de él en su escuela o en su casa, y las que yo comparto del mar, con anotaciones donde le digo cuánto me gustaría que estuviera conmigo.

      Veo que mi madre se acerca para hacerme una fotografía. Cuando me dice que ya la tomó, comienzo a moverme para indicarle que también haga una fotografía de la estrella de mar. Mis movimientos son acompañados de un burbujeo y de espuma del mar.

      Graciosamente, las burbujas pasean desde mi pie hasta mi cuello, pues es lo único que sobresale del agua, y liberan su peculiar olor a sal.

      Algunas de las burbujas recorren traviesamente mi pierna y se meten a mi bañador verde, y hacen que me dé cosquillas en la entrepierna. Otras, más decentes, se pasan de largo y llegan a mi estómago, y algunas otras llegan a mi pecho, el cual está enrojecido por la exposición al sol.

      Me gustan los tonos que puedo ver a través del agua: el verde esmeralda de mi bañador, el color entre rosado y rojo de mi piel (a pesar de que usaba bloqueador en exceso, pues me untaba protector solar dos veces al día, antes y después de la comida), mientras son recorridos por las burbujas.

      Después de un minuto, las burbujas han desaparecido con un diminuto pop. Me gustaba esa sensación, así que comienzo a manotear para generar más burbujeo y disfrutarlo.

      Unas burbujas llegan curiosas y se atoran en mis pezones, acompañadas también de una corriente de agua helada, lo que eriza la piel de todo mi cuerpo.

      –Se me eriza la piel –digo para mí mismo.

      –No es lo único que puedo hacer con tu piel –escucho a Brandon susurrando en mi oído. –¿En qué nos quedamos? –pregunta con otro susurro, un susurro coqueto.

      Y comienzo a sentir otra vez ese cosquilleo ocasionado por el agua helada recorriendo mi cuerpo, mientras las pocas burbujas que quedan recorren mi pecho y se atoran en mis pezones erizados.

      Esto no es para mí. Mi destino es importante. No estoy para malgastarme por sentimientos baratos –dijo de forma grosera–.

      Sabiduría de olores y pasiones

      Ana es la mujer más bella de todas. Ha sabido utilizar sus encantos para persuadir a todo tipo de chicos; solo que su actitud es un poco especial, ya que ha crecido donde raya la burguesía de los nuevos ricos con algunas limitantes de la clase media baja. Era muy selectiva, estricta y de gustos refinados. En lo personal, prefería convivir mil veces con las personas de categoría, pero eso cambió cuando conoció a un chico especial en un evento de la familia Martínez Bell.

      Recién se había pintado su cabello de rojo. Era bastante intenso el tono. Llevaba un vestido negro entallado que remarcaba su cintura y levantaba sus senos redondos y carnosos. Todos sus accesorios solían llevar corazones y ese día no fue la excepción, pues recién acaba de comprar una pulsera con dijes de plata en forma de corazón que hacían juego con un collar, y unas coquetas de plata que le había heredado su abuela.

      En la fiesta había un chico con un traje negro y una corbata en el mismo tono de rojo que su cabello, lo que le llamó la atención. Lo siguió observando y se percató de que él también la observaba, así que él empezó a aproximarse a ella.

      El chico era atractivo: su tez era blanca, su cabello estaba bien peinado hacia atrás, y su bigote y barba, que se cerraban en un candado perfecto, estaban bien recortados. Traía unos lentes con un marco negro que resaltaban sus ojos color miel, pero su olor fue lo que la sedujo: era un perfume maderoso muy varonil.

      –Hola, Señorita belleza. ¿Le molestaría si me siento aquí, junto a usted? ―dijo el chico en tono galante.

      Ana aceptó y comenzaron a charlar. Su conversación era tan interesante, y lo mejor de todo era que empleaba palabras muy sofisticadas, lo que hacía que Ana se embelesara más del chico.

      Se llamaba Diego. Era un amigo de la universidad de Renée, la hija de los Martínez Bell, quien ahora estudiaba Contabilidad y antes había estudiado Filosofía, donde había conocido a Diego, lo que justificaba que su vocabulario y conocimientos fueran amplios como los de Renée. Cada que salía una palabra de sus labios rosados, enmarcados por el bigote en forma de candado, hacía que Ana empezara a excitarse, ya que era “sapiosexual”, y todo lo que le dijera, a Ana le parecía interesante.

      Ambos comenzaron a beber. Como avanzaba la noche, también compartieron cigarrillos mientras discutían de política, problemas nacionales y temas varios, hasta que apareció Renée en un hermoso vestido azul.

      –Ya se conocieron. Eso es bueno –dijo, sarcástica–. No hay nadie divertido en esta cena y, en verdad, su conversación me frustra. ¡Están en una fiesta, no en la escuela o en la oficina, menos en una mesa de discusión! ¡Me frustra que la gente hable esas cosas en fiestas! Hablemos de algo más divertido o, mejor, vamos a hacer algo más divertido –dijo Renée.

      Los tres jóvenes se levantaron y fueron a los jardines de la terraza, dejando el festejo atrás.

      Cuando llegaron a unas bancas de cantera, se sentaron Ana y Diego, mientras observaban a Renée, que sacaba de su escote en forma de corazón un porro de marihuana.

      –Cielos, querida, no pensé que fueras de ese tipo de persona –dijo Ana, admirada.

      –Créeme, cariño, es imposible entrar a mi carrera y no haberla probado para poder entender a Freud o Nietzsche –dijo Renée mientras encendía el porro.

      –No digo que esté mal; solo que no pensé que lo hicieras –dijo Ana, justificando su anterior comentario.

      Observó a Diego esperando que él tampoco aceptara, pero en cuanto Renée expulsó el humo de su fume, Diego le quitó el porro y le dio uno también.

      –Vamos, Señorita belleza, no es que con un solo jale usted se vaya a volver adicta. Además, aquí estoy para ayudarla en caso de que se ponga mal. En verdad, necesita relajarse y esto puede ayudar –dijo Diego y le acercó el porro a la boca.

      –¿Qué vas a hacer, decirle a mi mamá? Está ocupada en el bullicio, no la alteres, mejor solo disfruta –dijo Renée.

      Con curiosidad y timidez, Ana agachó la cabeza al sentir la presión de Renée y Diego, tomó el porro y fumó de él. Tosió y expulsó el humo por boca y nariz, y empezó a toser con más fuerza. Apenada de que la observaran y se burlaran, pensó que lo mejor sería retirarse y buscar alguien más con quien pasar la noche, como el hermano de Renée, a quien no había podido saludar.

      Sin embargo, Ana continuó con ellos. Seguían bebiendo y fumando. La combinación de alcohol y el efecto de la marihuana habían hecho que se tranquilizara demasiado.

      Ana comenzó a soltarse más, perdió los modales, dejó de un lado la burguesía y esa actitud de niña refinada y se soltó totalmente.

      Diego comenzó a volverse más excitante de lo que ya le parecía. Se acercaron más de lo debido, entrando justo en la zona donde ya se permite todo. Diego le comentó a Ana, susurrándole al oído, que ya estaban ambos lo bastante calientes, y que debían hacer algo más interesante en esa situación. Ana deseaba hacerlo, pero intentó hacer algo para darse a desear más, esperando que despertara más la libido de ambos.

      –¿Siempre has sido así de seductor? ¿Estás intentado seducirme? –dijo Ana.

      –No lo sé. ¿Eres seducible? –dijo Diego en un tono burlón, mientras hacia un movimiento


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