Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes

Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes


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SIARA

       JULES

       ALLYSON

       ALEYN

       SIARA

       ALLYSON

       MARA

       ALEYN

       ALLYSON

       SIARA

       VIKTOR

       ROMMEL

       JULES

       GÜIDO

       ANNELYN

       Agradecimientos

      El torreón se elevaba quince varas sobre el suelo. Una escalera reptaba por sus paredes interiores, iluminada únicamente por la luz titilante que despedían decenas de antorchas dispuestas cada pocos pasos. Kevyn subió con paso seguro y expresión seria e inmutable. Les debía a sus compañeros al menos eso. Los terribles rumores sobre lo ocurrido se habían extendido por cada rincón de la orden, pero solo Kevyn tenía certezas.

      Alcanzó su destino, se armó de valor, cerró el puño sobre la aldaba y llamó. Una voz firme le ordenó que pasara. El salón estaba desnudo, sin ornamentación ni estandartes de ningún tipo, a excepción de cuatro antorchas, dos columnas y ocho sillas. Siete de ellas, colocadas en forma de media luna, estaban ocupadas y apuntaban a la única silla vacía, en el centro de la sala. En la pared sur se exhibía un enorme rosetón, gracias al cual la sala quedaba iluminada por una luz roja, recuerdo de la sangre de cuantos miembros habían muerto por el devenir de la orden.

      —Ancianos —dijo Kevyn, haciendo una ligera reverencia.

      —Siéntese, addai Kevyn —pidió el anciano situado en el centro, de nombre Mendeleo.

      —Díganos qué ha descubierto —demandó Nuza, una mujer de mediana edad y pelo cano sentada en el extremo izquierdo de la hilera de ancianos. Transmitía impaciencia y también miedo.

      —Los templos de Daxal y Dyara han sido brutalmente saqueados, al igual que lo fue el de Rótalo.

      Las paredes de aquella vieja sala y los corazones de sus ocupantes se estremecieron al unísono. Era la noticia que habían estado esperando y, aun así, era una noticia terrible.

      —¿Algún superviviente de la orden? —preguntó Mendeleo.

      —No —respondió Kevyn—. Los cuerpos… Mis compañeros… Sufrieron, señor. Murieron sufriendo.

      —¿Qué ocurrió con las tumbas? —inquirió Mendeleo.

      Kevyn agachó la cabeza.

      —Abiertas, y los libros desaparecidos.

      Los siete ancianos dejaron de respirar al mismo tiempo. Kevyn comprendía el impacto de la noticia, pero desaprobaba tales expresiones medrosas. Los ancianos habían guiado la orden desde su creación y se suponía que solo a aquellos capaces de afrontar cualquier amenaza se les concedía el honor de sentarse en una de esas sillas. Lo que Kevyn vio delante suyo se parecía mucho a siete viejos anquilosados por el miedo.

      —La profecía se está cumpliendo —suspiró Nuza.

      Todo addai conocía la leyenda y, por supuesto, la profecía. El único legado tangible que el gran Addai les había dejado. Un legado de muerte y sufrimiento.

      —Ya ha empezado. Sabemos que en Isla Hueso un maestro llamado Azael, de raza aniria, mató a los addais, se introdujo en el templo de Rótalo y liberó su alma. Luego se desplazó a los templos de Dyara y Daxal, abrió sus tumbas y se llevó sus libros —les recordó Nuza.

      —No podemos estar seguros de que lo hiciera la misma persona —observó otro de los ancianos, al que Kevyn jamás había visto, de rostro enjuto y ojos vidriosos.

      —Por supuesto que podemos estarlo, Liemenum. De no ser así, Ylandra ya estaría agonizando.

      —Si estás en lo cierto, Nuza —dijo Mendeleo—, aún tenemos tiempo. Rótalo no es lo bastante poderoso para doblegar esta tierra. Necesitará a sus hermanos.

      —Es solo cuestión de tiempo que ellos también despierten —opinó Zita.

      —Y lo importante será lo que hagamos con ese tiempo —convino Mendeleo.

      La sala quedó en plena quietud, bajo el crepitar de las antorchas. Siete brillantes mentes incapaces de abordar aquel problema. Perdidas en razonamientos debilitados por la angustia.

      —Si los Tres se alzan, será el fin.

      —¡No tenemos con qué enfrentarnos a ellos! —exclamó otro anciano, al que todos los addais conocían como Pielescama—. Hace siglos, desde la gran diezma, que no estamos preparados para su regreso. En las últimas semanas, catorce buenos addais han muerto bajo la espada de lo que, según parece, es un solo hombre. ¿Cómo evitaremos que la profecía se cumpla?

      —Tenemos el Libro de Rótalo y él no lo sabe —apuntó Nuza—. Es su escudo y está en nuestro poder.

      —¿De qué puede servirnos? La última addai con los conocimientos para leer irylio murió hace años —dijo Pielescama.

      —Jörk tiene razón —admitió Mendeleo—. Ahora mismo, el libro no nos sirve de mucho. Lo que me lleva a concluir que no podemos hacer esto solos. Necesitamos ayuda.

      —¿Ayuda? —ironizó Pielescama—. ¿Quién va a ayudarnos? En toda Ylandra se venera el nombre de los Tres. La república se mofaría de nosotros si les contáramos la verdad. Los maestros ya se encargaron de ello antes incluso de la llegada de su mesías.

      —Peor aún, nos matarían —corroboró otro de los ancianos, casi riéndose.

      —Y aunque consiguiéramos su confianza, serían incapaces de vencer. Cuando Dyara le haya conseguido un ejército a Rótalo, cualquier intento de derrotarlos será baldío. Los hombres jamás vencerán a los dioses.

      Todos quedaron en silencio, de izquierda a derecha, cada cual más incapaz que el anterior de abordar un problema como aquel. La actual orden solo era la debilitada sombra de lo que había sido. Estaba vencida y humillada.

      —Nos hemos preparado para esta guerra durante miles de años y, ahora que llega, ¿no podemos ganarla? —se asombró Kevyn.

      —Necesitamos meditar. Necesitamos más tiempo

      —Necesitamos mucho más que eso. Necesitamos la fuerza que ya no tenemos. La fuerza que nos arrebataron. Y si ellos pudieron vencernos, es posible que…

      Dejó la frase en el aire, temeroso de continuar.

      —¿Qué, addai Kevyn? —se interesó Pielescama.

      —Los


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