Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
sala se extendió un rumor inquieto, seguido de alguna sonrisa sarcástica y voces de desaprobación.
—Durante toda nuestra historia hemos dado caza a los maestros —proclamó Liemenum—. Son ellos los que se aseguraron de tergiversar la historia, los que escribieron todas las mentiras del Libro del Camino y los que allanaron el regreso de los Tres. ¿Y tú insinúas que les pidamos ayuda para matarlos? Mendeleo, ¿de dónde has sacado a este soldado? Jamás escuché tamaña tontería.
Kevyn fue a protestar, pero Mendeleo le hizo un gesto para que callara.
—No podemos confiar en los maestros, Kevyn. Son unos tiranos.
—No todos —objetó Kevyn—. ¡Y usted, señor, se equivoca! —añadió, señalando en dirección a Liemenum.
—¡Addai Kevyn! —le reprendió Mendeleo.
—¡Tengo razón! Están cegados por el odio hacia La Escuela y lo alimentan recordando sus crímenes del pasado. Puede que los maestros tergiversaran la historia en favor de los Tres. Puede que fueran los asesinos que nuestras crónicas relatan. Pero, por el amor del cielo, estamos hablando de cosas que ocurrieron hace cientos de años. Nuestra historia también está plagada de sangre, mentiras y asesinatos. Ambos hemos cambiado. Ningún maestro conoce la verdadera historia de La Escuela. Ninguno conoce los actos de sus antecesores. Hoy en día La Escuela cree que su misión es servir a la República de Ylandra y, si les pedimos ayuda, lo harán.
—Si les pedimos ayuda nos matarán —sentenció Pielescama—. No habrá tiempo para mucho más. La pena por pertenecer a nuestra orden es la muerte. La Escuela cumplirá con ello incluso antes de pararse a escucharnos.
Kevyn agachó la cabeza, sintiendo cómo toda esperanza se marchitaba. La Orden de Addai se presentaba desnuda y desarmada frente al mayor enemigo de su historia. Antaño podría haber entablado combate, pero ya no. No después de haber sido derrotada por todos y cada uno de sus enemigos.
Medio centenar de miembros eran todos los recursos tácitos con los que contaban. Miles de personas por toda Ylandra servían a sus propósitos, pero ninguno de forma consciente. La clandestinidad había sido la única forma de sobrevivir y la orden la había aprovechado al máximo, reuniendo información, influyendo en la política y tratando de controlar el rumbo del continente, pero llegado el momento la información ya no era suficiente. La orden echaría de menos el tiempo en el que un gran ejército la sustentaba.
Después de un prolongado silencio, únicamente roto por cuchicheos improductivos, Nuza se aclaró la garganta.
—Creo que el addai Kevyn está en lo cierto. Los hombres no pueden ganar esta guerra. Los maestros tal vez sí.
—¿Tú también, Nuza? La Orden de Addai y La Escuela jamás lucharán unidos.
—Entonces todos moriremos. Aun con eso, es posible que todos muramos —dijo Nuza, se puso en pie y se dirigió a sus iguales, dando la espalda a Kevyn—. Señores, esta orden nació con un fin. No era dar caza a los maestros. No era introducir sus influencias en la política. Tampoco era conservar los textos antiguos guardados en esta fortaleza. Su único objetivo siempre fue estar preparados para el regreso de los Tres. Estar preparados para derrotarlos, señores. Es obvio que hemos fracasado, pero quiero pensar que aún podemos vencer. La Escuela, como ha dicho este addai, ha cambiado. Los últimos resquicios de tiranía que quedaban en ella murieron hace catorce años en Ciudad Gloria.
—Eso no lo sabes —intervino Pielescama—. El seno de La Escuela podría continuar podrido. Al fin y al cabo, condenaron a muerte a su salvador días después de que terminara la guerra.
—Por eso propongo que sea a él a quien acudamos —dijo Nuza.
—¿Buscar al traidor?
—Sabemos dónde está. La República de Ylandra y La Escuela creen que está muerto o escondido. En cualquier caso, el traidor no encontrará el apoyo de nadie para enfrentarse a nosotros. Y sabemos que su corazón no alberga la búsqueda de poder. Ya lo tuvo y decidió perderlo para hacer lo que creía correcto.
—¡Arrasó una ciudad por hacer lo que creía correcto! —protestó Pielescama.
—En efecto. Fue capaz de arrasar una ciudad para seguir sus convicciones. Eso es lo que necesitamos. Alguien con el poder de hacer cosas horrorosas y la convicción de hacerlas cuando es necesario —terció Nuza—. He hecho una propuesta. Votemos.
Cinco a dos. La orden buscaría al maestro Aleyn Somerset y pondría el destino de Ylandra en sus manos.
La plantación Wellington se extendía a lo largo de una decena de hectáreas y se situaba a unas cinco leguas al noroeste del centro de Viendavales. Mara podría haber llegado la noche anterior, pero no le pareció adecuado reaparecer ante su familia desaliñada, con aroma acre a sudor y a punto de caer extenuada. En lugar de eso, y tras su obligado paso por el humilladero para encenderle una vela a los Tres, decidió buscar una habitación en alguna de las posadas de la ciudad, tomar un baño, lavar la ropa, comer y dormir bien y aclarar las ideas antes de ver a su padre.
Gracias a las cartas recibidas, escritas la mayoría por su hermano Jules en representación de toda la familia, Mara sabía que su madre había sido asesinada por un grupo fugado de anirios; que su hermana mayor, Eyra, se había casado con un político local de Porterris, ciudad en la que residía en la actualidad; que su padre, el juez Wellington, se había vuelto a casar con la tercera hija de un importante terrateniente del condado de Helia; que Viktor había sido padre y que Jules era, en resumen, feliz, aunque ni se había casado, ni había engendrado hijos. En sus cartas Mara les hablaba de su vida en La Escuela, de la dureza de los estudios y de la casi crueldad del entrenamiento físico.
Conforme se aproximaba a la plantación, fue reconociendo los alrededores y los recuerdos acudieron en tropel a su mente, hasta el punto de que la felicidad que ya sentía se fusionó con una nostalgia lacrimógena reflejo de unos sentimientos que hacía tiempo había aprendido a obviar. Verse obligada a irse a un lugar desconocido a la tierna edad de once años le había arrebatado no solo a su familia y amigos, sino también su infancia y el futuro que siempre había imaginado. Había llegado el momento de recuperarlo y Mara se sentía expectante.
Llegó a la entrada de la plantación y apuró el paso de su caballo. A lo lejos, divisó la gran casa de blanca fachada, la escalinata con sus columnas y capiteles ornamentados con motivos florales y sus enormes ventanales. Rodeándola se extendían decenas de pobres chamizos de adobe destinados al descanso de los esclavos anirios y un enorme pabellón para los guardias. Un atisbo de insatisfacción relampagueó en su mente al sentir que el tamaño de la casa no era tan imponente como el que guardaba en sus recuerdos. Incluso el parterre, que recordaba bañado de las más variadas y preciosas flores y fragancias, se le antojaba ahora pequeño, gris e insípido. Mara había crecido y, al parecer, el mundo había empequeñecido.
Ató el caballo a un poste y se dirigió a la entrada de la casa. Tiró de una pequeña cuerda y una campanita tintineó en el interior. Una aniria de piel blanca, baja y regordeta, apenas a un paso de la ancianidad, le dio la bienvenida con gesto sumiso y mirada confusa.
—¿Deseaba algo, señorita?
La cara de Mara se ensanchó en una enorme sonrisa.
—¡Cazi! —exclamó—. Soy yo. ¡He vuelto!
—¡Bendito Daxal! —respondió con los ojos iluminados como dos farolillos—. ¿Mara?
Mara se abalanzó sobre ella y la abrazó mientras reía. A Cazi, por el contrario, unas lágrimas empezaron a surcarle las mejillas. Cuando por fin se apartaron, Cazi se secó los ojos con un pequeño pañuelo blanco y se fijó en la persona que tenía frente a ella.
—Por la gracia de los Tres, ¡te has convertido en una mujercita, niña!
La vieja Cazi tenía mucha razón. La niña que se había