Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes

Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes


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su madre y su hermana.

      —Pero entra, cariño. No te quedes ahí en la puerta —dijo Cazi—. ¿Dónde tienes tu equipaje?

      —Es solo una bolsa con un par de prendas. No te preocupes, luego lo meto yo.

      —¡Tonterías! —desdeñó—. ¡Güido!

      Al cabo de unos segundos un chico anirio apareció en la estancia.

      —¿Me llamaba, madre?

      —Ve fuera y recoge el equipaje de la señorita Wellington, ¿quieres?

      —¿La señorita qué?

      Güido miró alrededor y se cruzó con la sonrisa de Mara. En sus ojos, una profunda emoción de sorpresa, alegría y lo que parecía ser miedo estalló en apenas un segundo. Mara, al igual que había hecho con Cazi, se abalanzó sobre él y lo abrazó.

      —Te he echado de menos —dijo apoyando la cabeza sobre su pecho.

      Güido no devolvió el abrazo. Permaneció quieto y tenso, con su mirada de anirio viajando por el infinito.

      —¡Qué alto estás! —observó Mara separándose de él, pero sin dejar de agarrarle los hombros.

      Al sentir la frialdad de aquel encuentro, que había imaginado de mil y una formas diferentes y nunca como aquella, Mara frunció el ceño y se encogió de hombros.

      —Te acuerdas de mí, ¿verdad?

      Güido asintió y esbozó una sonrisa triste.

      —Sí, señorita Wellington.

      ¿Señorita Wellington? Güido jamás se había referido a ella de esa forma. Siempre había sido Mara para él. Ni Mara le había tratado nunca como su esclavo, ni Güido se había referido a ella como su dueña. Al parecer, siete años cambiaban muchas cosas.

      —El equipaje, hijo.

      Güido miró a su madre, asintió y echó a andar, evitando en lo posible la presencia de Mara.

      —¿Ocurre algo? —preguntó Mara.

      —Sí, que tiene dieciocho años y que cada día está más tonto. No le hagas caso, niña. Ya se le pasará —dijo Cazi—. ¿Quieres comer algo o darte un baño? Mandaré que preparen tu habitación y podrás descansar.

      Mara sonrió.

      La casa podía ser más pequeña de lo que recordaba y Güido podía haberse olvidado de ella, pero Cazi seguía siendo la misma Cazi, tierna y cariñosa, de siempre. Era imposible no quererla.

      —Muchas gracias, Cazi, pero me encuentro bien —dijo Mara—. Estoy bien alimentada y descansada. Me gustaría ver a padre y a los chicos.

      —¡Oh, claro, claro! ¡Qué tonta!

      —¿Están aquí?

      Cazi torció el gesto e hizo un mohín con los labios.

      —El señor y la señora salieron temprano. Tenían concertado un desayuno con un amigo de la familia.

      —¡Vaya! —se desilusionó Mara—. ¿Y mis hermanos?

      Cazi negó con la cabeza.

      —Ambos viven en la ciudad ahora. Puede que Viktor venga a comer después con su mujer y la niña.

      —¿Y Jules?

      —No creo que Jules venga, pero una vez sepa que estás aquí…

      —Bueno, no importa.

      —Lo siento, niña.

      —Da igual. Debería haber enviado una carta, pero quería daros una sorpresa. Creo que sí iré a mi habitación. ¿Podrías avisarme cuando padre llegue?

      Mara subió las escaleras, anduvo por el pasillo, entró en la que había sido su habitación y se dejó caer sobre la cama. Abrió los brazos y sonrió al notar que el tamaño del colchón seguía siendo capaz de acoger toda su envergadura. En comparación con el camastro que tenía en La Escuela, apenas lo bastante grande como para no caerse al girar el cuerpo, aquella cama suponía un mundo entero. El dormitorio ni siquiera podía compararlo con el de La Escuela, ya que allí no había podido disfrutar de una estancia individual, reservadas en exclusiva a los aspirantes veteranos y a los maestros.

      Al cabo de un rato, Mara se levantó de la cama y paseó por la pieza. Tocó todos los objetos a la vista: peines, tiaras, adornos y complementos. Luego abrió los cajones y finalmente el enorme vestidor. Todos aquellos vestidos, signo inconfundible de la alta sociedad a la que su familia pertenecía, le parecieron recuerdos de una realidad lejana.

      El tiempo pasaba y Mara cada vez estaba más aburrida. De no ser porque quería estar en la casa cuando su padre regresara, ya se habría ido a recorrer los terrenos de la plantación como hacía de niña. En lugar de eso, salió de la habitación y fue directa al despacho de su padre. Con cautela, repasó los muebles, fijó su atención en la rodela colgada sobre la pared, recuerdo de los tiempos en los que su padre había comandado las tropas del oeste sobre Cienaguas y, finalmente, se detuvo ante los volúmenes que plagaban los anaqueles, casi todos ellos manuales jurídicos. No tocó nada. Únicamente se permitió leer los títulos impresos sobre los tejuelos y se detuvo cuando uno de ellos captó su atención: Ascenso y caída del gran maestro Aleyn Somerset. Crónica de un traidor. Estaba a punto de cogerlo cuando la puerta se abrió.

      —Mara —dijo una voz grave y masculina.

      Giró de golpe y sonrió al ver a su padre. Alto, fuerte, con una rala barba blanca, los ojos grises y hundidos; una mata de pelo castaño cada vez menos poblada.

      —He vuelto, padre —anunció conteniendo el impulso de abrazarle.

      El juez Wellington nunca había destacado por su ternura y Mara no quería incomodarle con un comportamiento inadecuado. En su presencia, la más absoluta deferencia era la única conducta permitida y aceptada.

      —Me alegra tenerte de vuelta, hija —afirmó en un tono frío y respetuoso—. No estaba seguro de si volverías durante la Deliberación Bimestral.

      La Deliberación Bimestral era el período de dos meses que se les concedía a los aprendices de La Escuela para que pudieran tomar una decisión sobre su futuro. También era la primera vez que los alumnos tenían permitido abandonar los terrenos de La Escuela y volver a su casa o ir allí donde quisieran. Antaño esos dos meses estaban empapados de meditación, simbología y consejo, pero en la actualidad dicho proceso se había desvirtuado.

      La deliberación era, en esencia, sencilla. El hasta entonces alumno obligado de La Escuela debía decantarse entre convertirse en aspirante, camino que concluiría con la obtención de la maestría, o abandonar por completo su adhesión a La Escuela y retornar a la vida civil.

      —¿Sabes qué es lo que vas a hacer? —se interesó el juez.

      —Creo que sí, pero me gustaría escuchar su consejo primero.

      El juez asintió y avanzó a través de la sala. Rodeó su imponente mesa de nogal y se sentó en una silla que casi podría confundirse con el trono de uno de los antiguos grandes reyes.

      —Tienes dos opciones. Cada camino supone diferentes ganancias y sacrificios. Eso es lo que debes valorar.

      —Así es —respondió Mara.

      —¿Qué obtendrás si decides volver?

      Mara suspiró, se acercó a la mesa de su padre y se sentó frente a él, sobre una silla mucho más humilde.

      —La mayor ventaja de continuar como aspirante es la oportunidad de adquirir unos conocimientos y habilidades que no se encuentran en ningún otro lugar. Tendría en mi mano la oportunidad de convertirme en maestra de alguna de las artes más esquivas de toda Ylandra. Mi futuro estaría resuelto y formaría parte de una de las instituciones más poderosas de este país.

      —Exageras —dijo el juez—. Es posible que


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