Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
razón en que los hechos ocurridos hacía más de una década habían arrebatado un número importante de privilegios a La Escuela, pero no por ello dejaba de ser cierto que el poder de esa institución no descansaba en las concesiones de este u otro gobierno. El verdadero poder residía en el conocimiento de cada uno de sus maestros. No obstante, no deseaba una discusión al respecto con su padre, más aún conociendo su pasado como oficial de los ejércitos comandados por Aleyn.
—De cualquier forma, La Escuela continúa siendo una de las instituciones más respetadas, y pertenecer a ella sería, sin duda alguna, un gran honor —alegó Mara, esquivando el conflicto.
—¿Cuáles son los sacrificios? —preguntó el juez.
—A todos los efectos dejaría de ser miembro de esta familia. Abandonaría el apellido Wellington y lo sustituiría por el de mi mentor, en caso de conseguir alguno. No podría engendrar hijos y mi vida estaría dedicada a los designios de La Escuela. Podría casarme, siempre y cuando el gran maestro otorgara sus bendiciones, pero el matrimonio estaría supeditado a los intereses de La Escuela. Elegir la senda del mesías equivale a entregar tu vida al servicio de algo más grande que uno mismo.
—¿Crees que eso es malo? —cuestionó el juez.
—Creo que es un sacrificio enorme. No soy yo quien debe juzgar la bondad de ese acto.
El juez asintió, satisfecho.
—Tienes razón —refrendó, tamborileando la madera con los dedos—. ¿Qué ventajas tendría quedarte?
—Muchas, creo —respondió—. Por un lado, recuperaría la vida que me arrebataron. Volvería a formar parte de esta familia y podría estar presente en los momentos más importantes. —Se detuvo y en un instante los ojos se le anegaron de lágrimas—. Sentí mucho no poder estar cuando madre…
—… fue asesinada —concluyó el juez—. No tuviste opción, hija. Es uno de los sacrificios de los que hablabas. La Escuela no deja lugar para la familia. A todos nos hubiera gustado tenerte aquí, pero entendimos que era imposible.
—Aun así, lo siento.
—Gracias por decirlo. Esos asquerosos anirios no tienen rastro de conciencia o humanidad. Jamás entenderé las sociedades abolicionistas. Son solo un reflejo de la cobardía que yace en los corazones de los hombres —expresó antes de caer en la cuenta de la persona que tenía frente a él—. Espero que La Escuela no te haya convertido en uno de ellos, Mara.
El tono en el que pronunció ese último indicio de acusación hizo que Mara meditara cuidadosamente su respuesta.
—En La Escuela no existen esclavos, padre —explicó, consciente de que ni apoyaba ni desmentía su acusación.
—Sí, lo sé. Incluso hay maestros annos.
El vello de Mara se erizó al escuchar aquella palabra. Dicha en un contexto inadecuado, lejos del oeste, por supuesto, podría convertirse en motivo de lucha e incluso de muerte. No se trataba solo de unas cuantas letras colocadas en un orden determinado, era el término que mayor odio y repugnancia transmitía. Resultaba ofensivo como ningún otro y, a pesar de estar en la casa de un esclavista convencido, en el estado más restrictivo en cuanto a los derechos de los anirios se refería, a Mara le pareció una completa falta de educación y respeto decir aquello.
—No debería utilizar esa palabra, padre —se atrevió a reprenderle.
—¿Por qué? —replicó él, envalentonándose.
—Es demasiado dañina.
El juez se levantó de su asiento, rodeó la mesa y se plantó frente a su hija.
—Son peores que animales, Mara. Tú no viste el cadáver de tu madre. Ella siempre les trató bien, les alimentó y redujo los castigos a algo casi irrisorio y, a pesar de ello… —dijo, rememorando un recuerdo doloroso—. Dos asquerosos annos la raptaron por miedo a que les delatase. La golpearon repetidas veces y la violaron antes de ser encontrados y ejecutados. —Escupía odio en cada palabra—. Fue torturada y violada. Son bestias, y la única forma de convivir con las bestias es domarlas. Así que no vuelvas a recriminarme el uso de ninguna palabra, y menos aún en mi casa, en mi despacho, sentada en una de mis sillas. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí, padre —concedió Mara con la cabeza inclinada.
—De acuerdo, entonces. Bien, estabas hablándome de las ventajas de no regresar a La Escuela.
—Sí —retomó Mara entre susurros—. Con la educación que he recibido me aceptarán en cualquier universidad de Ylandra. Podré estudiar lo que quiera y no tendré que preocuparme por el dinero. Todo el mundo sabe que a los aprendices que abandonan la senda les financian los estudios.
—¿Desventajas?
—Ninguna. No tendré ataduras. Seré libre. Podré hacer lo que quiera.
El juez juntó las manos y las apoyó sobre su barbilla.
—¿Y bien? ¿Sigues necesitando mi consejo?
Mara se encogió de hombros y luego asintió.
—Quédate —demandó el juez, tajante—. Te hemos echado de menos y a todos nos gustaría que te quedaras. Verte marchar fue una de las cosas más duras que esta familia se ha visto obligada a soportar y, como bien dices, aquí te espera un buen futuro.
Mara asintió. Lo cierto es que había decidido quedarse o, para ser más exactos, no había tenido que decidir nada, porque la opción de no regresar ni se la había planteado. Pero en ese momento, tras las palabras racistas de su padre, se sentía desesperanzada.
—Antes me has dicho que ya tenías tomada tu decisión —apuntó el juez. Mara le miró, apretó los labios con fuerza y dijo:
—Me quedo, padre. Creo que es la mejor opción para mí.
—Yo también lo creo. —El juez se puso en pie—. Acompáñame, quiero presentarte a tu madrastra. Creo que os llevaréis bien.
La dichosa brújula señalaba el Norte. Durante doce años había señalado el Norte, para desesperación de Siara. ¿Por qué, en nombre de Daxal, no funcionaba? La fórmula era correcta. La interacción entre los diferentes potenciales alquímicos —los relativos a la materia y al propio alquimista— debería haber conseguido que aquel estúpido instrumento indicara la dirección correcta, pero no lo hacía. En lugar de eso, apuntaba hacia el Norte.
—Ya sé dónde está el Norte, estúpida brújula inútil —masculló Siara entre dientes.
Lo había intentado añadiendo otros elementos, inscribiendo runas y mezclando diferentes estados emocionales sin que aquello diera resultado alguno. Podría haberse rendido hacía años, pero se negaba a hacerlo. Abandonar era sinónimo de perderle o, peor aún, de aceptar que, como creía todo el mundo, estaba muerto. Siara se negaba a creer que aquello fuera cierto.
Agarró el artilugio y lo apretó en su puño. Quería lanzarlo y destrozarlo, encontrar la fuerza y el tesón para abandonar toda esperanza, pero en su lugar volvió a guardarlo entre los pliegues de un pañuelo de seda. Desesperada, frustrada e impotente, sintió cómo una lágrima se precipitaba desde sus ojos. La capturó con la punta del dedo índice, sintió la violenta vibración de la materia e introdujo la lágrima en un pequeño frasco cilíndrico sin advertir las explosivas características alquímicas de los elementos que estaba a punto de mezclar. En cuanto la pequeña gota salada tocó la miel, una gran llamarada salió disparada hacia el techo. Siara se apartó, dejando que el frasco cayera al suelo y provocara un pequeño incendio.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Corrió a por una jarra de agua, regresó al lugar del incendio y se detuvo un segundo antes de lanzar el líquido. ¿De dónde había salido esa agua? ¿Puede que fuera agua de lluvia? ¿Agua del