Ylandra. Tiempo de osadía. Roberto Navarro Montes
y ¿qué? Creo que los subestimas.
—¿Eso crees?
—Sí, y dado que soy maestro mentalista deberías escucharme. No hay nada que incendie más rápido las mentes de las personas que un jugoso chisme. Estoy seguro de que esos chicos escucharán las historias y también sé que querrán conocer a su protagonista. Irán a clase solo para oírte hablar. Solo para verte.
—¡Qué gran logro! —bufó Siara.
—Y una vez estén allí te conocerán. Y entonces se olvidarán de esas estúpidas historias y tendrás la oportunidad de moldear a los futuros alquimistas. ¿Eso te parece mejor?
—Creo que sí —respondió a regañadientes.
—¿Qué me dices, maestra alquimista? ¿Aceptas ser la nueva profesora de Alquimia?
Siara, con gesto mohíno y pensamientos timoratos, asintió.
La cena estaba alargándose más de lo habitual y la postura enhiesta exigida a los anirios encargados del servicio hacía que a Güido le doliera la espalda. Le hubiera gustado desprenderse del chaleco, los pantalones de franela y la camisa y estirar la espalda, pero se mantuvo firme. El señor Wellington era muy estricto en cuanto a protocolos de etiqueta se refería y cualquier mínima incorrección tenía consecuencias, así que Güido se armó de paciencia y se esforzó por distraerse viendo como la familia cenaba, conversaba y reía. Sentados en torno a la gran mesa del comedor se encontraban el señor y la señora Wellington, su hijo Viktor, su joven esposa y su pequeña, de apenas tres años de edad, y Mara.
Hacía ya tres días de su inesperado regreso y desde entonces la casa parecía haber recobrado la vitalidad que perdió la noche en la que asesinaron a la anterior señora. Para Güido aquello no eran buenas noticias. La presencia de Mara, de su risa y su alegría, complicaba lo que hacía solo una semana se antojaba algo sencillo. Sentirla, de nuevo, tan cerca, hacía daño. Avivaba unas emociones que empapaban miles de recuerdos: la muchacha correteando por la plantación a su zaga, su eterna sonrisa, las mil y una veces que se escapó de la casa para acudir a los cultivos a ayudar a los anirios, las mil y una noches que se escapó de la casa para dormir junto a él. Güido se esforzaba por empujar esos recuerdos al fondo de su memoria, donde pudieran ser encadenados, pero a cada palabra que oía surgir de los labios de ella, su cuerpo cedía.
La presencia de Mara no solo le afectaba a él. Al señor Wellington se le percibía incómodo cada vez que su hija rompía una de las estrictas reglas protocolarias. Danea, su joven mujer, apenas hablaba, aunque, al igual que a su marido, se la notaba molesta. Viktor actuaba con el desdén y la altivez acostumbrados. Su mujer, Neire, hablaba con Mara sobre su hija, la pequeña Aulyn, mientras la recién llegada jugueteaba con la niña ante la atenta mirada de su padre. En un brinquito, Aulyn puso una extraña expresión, estornudó, se rio y después vomitó sobre el vestido de Mara.
El bebé comenzó a llorar.
—Lo siento —dijo esta, azorada.
—No te preocupes. No es culpa tuya —respondió Neire—. Tiene muchos reflujos y vomita con facilidad.
—¿Y eso es normal?
—No, pero el médico dice que a algunos niños les ocurre. Desaparece con la edad —respondió Viktor—. Deberías limpiarte el vestido. ¡Güido, trae un paño húmedo!
Güido asintió y abandonó la estancia. Llegó a las cocinas, donde cuatro anirias se afanaban en limpiar cubertería, vajilla y demás utensilios de cocina y miró en derredor, buscando la figura de su madre.
—¿Qué quieres, Güido? —le preguntó una de las anirias. Una anciana a la que apenas le quedaba algo de pelo.
—¿Mi madre?
—Ha salido un segundo. ¿Qué querías?
—Mara… La señorita Wellington se ha manchado su vestido. Necesito un paño húmedo.
Una de las anirias cogió uno, lo humedeció y se lo tendió.
—¿A dónde ha ido mi madre? —preguntó.
—¡Y yo qué sé! —respondió la otra de mala gana—. Anda, corre y ve. Las manchas cuanto antes se froten mejor se van. Apúrate.
Güido emitió un gruñido y volvió al comedor. Le tendió el paño a Mara.
—Señorita.
—Gracias, Güido —contestó Mara de forma automática, sin siquiera percatarse de su presencia. Extendió un brazo, cogió el paño y empezó a frotarse la mancha.
Güido retrocedió dos pasos y volvió a formarse, recto y atento a las órdenes de sus amos.
—Es una lástima que Jules no haya podido venir —dijo Mara—. Me hubiera gustado verle.
Al oír aquel nombre, Güido levantó la cabeza y durante un segundo fijó su atención en la reacción del señor Wellington. Desde hacía algún tiempo, ese era un nombre que no se pronunciaba. Nadie lo había prohibido, pero el recuerdo de fuertes discusiones disuadía por sí mismo.
—Tú hermano… está muy ocupado —dijo el juez.
—Jules no es un gran admirador de los eventos familiares, todos lo sabemos —añadió Viktor—. Además, Mara, le verás mañana por la noche.
—¿Mañana por la noche?
—Es el Día de la Liberación. Todas las familias importantes acuden al baile del gobernador, ¿recuerdas?
—¡Oh, sí, claro! —recordó Mara—. La verdad es que se me había olvidado. En La Escuela no lo celebran.
—¿No? —se escandalizó Danea—. ¡Creí que se celebraba en toda Ylandra!
—Sería muy hipócrita para La Escuela celebrar la caída de Ciudad Gloria —intervino el señor Wellington—. Al fin y al cabo, ese día perdieron mucho.
Güido dejó de prestar atención a la conversación. Lo único que sabía él de la guerra era que había durado mucho y que los defensores de la república habían vencido, aunque la forma en la que lo consiguieron no había sido la correcta. Con esa información le parecía que ya sabía demasiado acerca de algo que, como anirio, poco le incumbía.
—Cariño, deberíamos irnos —dijo Neire en un momento en que la conversación comenzó a decaer.
—Tu mujer tiene razón —sentenció el señor Wellington—. Es tarde para la niña. Ordenaré que preparen la berlina.
El señor buscó la mirada de Güido y este volvió a salir disparado. Se dirigió a los establos y dio el aviso de que estuvieran preparados. Luego regresó a la escalinata principal, donde la familia se despedía.
—Aulyn está preciosa —dijo Mara viendo cómo el carruaje se alejaba.
—Es una niña débil —respondió el juez.
Mara se encogió de hombros, se giró y volvió a la casa. Su padre y su madrastra la siguieron. Güido cerraba la marcha. Antes de que pudiera cruzar el umbral de la puerta, su amo se giró.
—Güido, puedes retirarte.
—Sí, señor. Gracias, señor —dijo, viendo que la puerta se cerraba antes de que él pudiera terminar de hablar.
Anduvo hasta el destartalado chamizo que compartía con su madre y se encontró a Cazi allí, remendando unos pantalones.
—Madre —saludó.
—¿Qué tal, hijo? ¿Cómo ha ido la cena?
—Estupenda, como siempre —respondió sin demasiado entusiasmo—. Fui a las cocinas y no estabas.
—Lo sé. Tenía algo que hacer.
Cazi